tag:blogger.com,1999:blog-44614608033244731942024-03-13T00:21:51.047-03:00visionesAndrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/12038500291988681518noreply@blogger.comBlogger451125tag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-38420644944628316872018-08-01T19:48:00.004-03:002018-08-01T21:17:27.698-03:00LA BODEGA Y LA REVOLUCIÓN<div dir="ltr" style="text-align: left;" trbidi="on">
<div dir="ltr" style="text-align: left;" trbidi="on">
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-MKvud69OIsE/W2I4ULNmX2I/AAAAAAAAf3g/0x43CrmEC_82r_RViTRvvHTdbrcMi7SJACLcBGAs/s1600/Actualidad_240988520_43884124_1024x576.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="576" data-original-width="1024" height="360" src="https://3.bp.blogspot.com/-MKvud69OIsE/W2I4ULNmX2I/AAAAAAAAf3g/0x43CrmEC_82r_RViTRvvHTdbrcMi7SJACLcBGAs/s640/Actualidad_240988520_43884124_1024x576.jpg" width="640" /></a></span></div>
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<h3 style="text-align: left;">
Tariq Ali (*)</h3>
<br />
«Las revoluciones son la fiesta de los oprimidos y explotados», había escrito Lenin en <i>Dos tácticas de la socialdemocracia</i>, pero mucho se sorprendió cuando, unas semanas después de la Revolución, le informaron de que algunos grupos de oprimidos habían decidido celebrar su victoria de una forma más tradicional, organizando un festival improvisado con el propósito de liquidar cualquier vestigio del zarismo más acorde con las orgías medievales que con las elevadas ideas que había propuesto Lenin.<br />
<br />
El escenario fue Petrogrado. Éstas son las palabras del dirigente Vladímir Antónov-Ovséyenko, comisario jefe del Ejército y comandante de la guarnición de Petrogrado. Los historiadores raramente mencionan la descripción de lo sucedido que figura en sus memorias. Fue una bacanal salvaje y descontrolada, que duró varias semanas y que paralizó la capital revolucionaria:<br />
<br />
“<i>Una orgía desenfrenada y sin precedentes se extendió por Petrogrado, y hasta ahora nadie ha dado una explicación plausible de si se debió o no a algún tipo de provocación subrepticia. […] La bodega del Palacio de Invierno fue el problema más embarazoso. […] El Regimiento Preobrazhenski, que hasta ese momento había mantenido la disciplina, se emborrachó completamente mientras estaba de guardia en el Palacio. El Regimiento Pavlovski, baluarte de nuestra Revolución, tampoco pudo resistirse a la tentación. Entonces se envió una guardia mixta, escogida entre distintos destacamentos. También se emborracharon. Entonces encargaron del servicio de guardia a los miembros de los comités de los regimientos [es decir, a los dirigentes revolucionarios de la guarnición]. También ellos sucumbieron. Se ordenó a los soldados de las brigadas acorazadas que dispersaran a las multitudes, desfilaron un poco de un lado a otro, y al cabo de un rato empezaron a bambolearse de forma sospechosa. Al anochecer proliferaban las enloquecidas bacanales. «¡Acabemos con estos vestigios del zarismo!». Aquella divertida consigna se adueñó de las multitudes. Intentamos detenerlas tapiando las entradas. La multitud entraba por las ventanas, forzaba los barrotes y se apoderaba de las existencias</i>.”<br />
<br />
Antónov-Ovséyenko, ya desesperado, pidió ayuda al Consejo de Comisarios del Pueblo (la máxima autoridad). Nombraron a un «comisario especial investido de poderes especiales» para intentar resolver la crisis, pero también él «demostró que no era de fiar». Es una lástima que el autor no le nombrara. Tan sólo cuando un «regimiento finlandés con tendencias anarcosindicalistas» amenazó con volar la bodega y fusilar a los saqueadores, «se logró dominar aquella locura alcohólica». <br />
<br />
No tenía por qué haber sido una locura si el Soviet de Petrogrado lo hubiera organizado como un evento público abierto a todos los ciudadanos. En ese caso, el vino del zar habría sido degustado en el plazo de un día por los ciudadanos corrientes, así como por los regimientos del núcleo bolchevique. A mi juicio, la decisión que adoptó el Consejo de Comisarios del Pueblo de bombear al río Neva todo el vino que quedaba en la bodega fue desacertada, y revelaba falta de imaginación. Se habría podido dar un uso mucho mejor a aquel vino con un reparto adecuado, pero evidentemente había problemas más graves que afrontar tanto dentro como fuera del país.<br />
<br />
(*) Comienzo del capítulo 9 del libro “Los dilemas de Lenin” - Enlace para descarga del libro completo:<br />
<a href="https://www.lectulandia.com/book/los-dilemas-de-lenin/"><b>https://www.lectulandia.com/book/los-dilemas-de-lenin/</b></a></div>
Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-77972503541098097252018-07-29T17:14:00.003-03:002018-07-29T17:17:12.492-03:00REDES: DE LA LIBERTAD TOTAL A LA POSCENSURA<div dir="ltr" style="text-align: left;" trbidi="on">
<div dir="ltr" style="text-align: left;" trbidi="on">
<span class="fullpost"> </span><br />
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<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-Qwb96x31MyM/W14fYxmtnjI/AAAAAAAAf1w/sk-ekVLroigqPl9BsNOxmKJe3sftlY41gCLcBGAs/s1600/arden-las-redes-juan-soto-ivars.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="788" data-original-width="1400" height="360" src="https://3.bp.blogspot.com/-Qwb96x31MyM/W14fYxmtnjI/AAAAAAAAf1w/sk-ekVLroigqPl9BsNOxmKJe3sftlY41gCLcBGAs/s640/arden-las-redes-juan-soto-ivars.jpg" width="640" /></a></span></div>
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<br />
<span style="font-size: large;">Fragmentos del libro "Arden las Redes" de <a href="https://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Soto_Ivars" target="_blank">Juan Soto Ivars</a>.</span><br />
<br />
Las redes sociales nos han llevado a un nuevo mundo en el que vivimos cercados por las opiniones ajenas. Lo que parecía la conquista total de la libertad de expresión ha hecho que una parte de la ciudadanía se revuelva, incómoda. Grupos de presión organizados en las redes —católicos, feministas, activistas de izquierdas y derechas— han empezado a perseguir lo que consideran «excesos» intolerables mediante el linchamiento digital, las peticiones de boicot y las recogidas de firmas. La justicia se ha democratizado y la silenciosa mayoría ha encontrado una voz despiadada que hace de la deshonra una nueva forma de control social, donde la libertad de expresión no necesita leyes, funcionarios ni estado represor.<br />
<br />
<b>(…)</b><br />
<br />
George Orwell escribió que «si la mayoría de la gente está interesada en la libertad de expresión, habrá libertad de expresión, incluso si las leyes la persiguen». Sin retorcer sus palabras, se puede extraer la conclusión inversa: si la mayoría de la gente deja de estar interesada en la libertad de expresión, dejará de haber libertad de expresión, incluso aunque las leyes la permitan. <br />
<br />
Nunca habíamos disfrutado de unos medios tan accesibles para comunicarnos ni de una libertad de expresión tan extendida, pero de repente empezó a molestarnos. El precio de la libertad en tiempos de internet fue sumergirnos en el torrente incesante y virulento de las opiniones ajenas, y muchas veces encontrábamos esas opiniones muy ofensivas. Nuestra forma de entender el mundo había dejado de refugiarse en las conversaciones privadas y los grupos de amigos. La esfera íntima se convirtió en esfera pública sin que fuéramos conscientes por completo de la dimensión del cambio y, por lo tanto, sin que pudiéramos prever las consecuencias. <br />
<br />
De pronto estábamos en tensión constante al descubrir lo que pasaba por la cabeza de los demás, que habían sido seres silenciosos con los que nos comunicábamos según las pautas de la cortesía y la vecindad. Luego estalló una crisis y el peso de la actualidad se volvió desmesurado en nuestras vidas. Estábamos permanentemente conectados y no todos sabíamos gestionar los sentimientos que este poder despertaba en nosotros. Las apariciones de la ofensa en la sociedad se multiplicaron. <br />
<br />
La misma herramienta que nos irritaba nos permitía desahogarnos. Los medios de comunicación en crisis, buscando el clic, expandieron y legitimaron estos sentimientos. La política se volvió sentimental, la economía se volvió sentimental, todo era público, todo manchaba. Las masas descritas por Ortega se habían convertido en protagonistas de algo. Por todas partes florecía una especie nueva: los pajilleros de la indignación.<br />
<br />
<b>(…)</b><br />
<br />
Las redes sociales no fueron una respuesta a las necesidades de la humanidad, sino un reto de informáticos con tendencia a la misantropía, cuyo invento se salió de madre. Pusieron la herramienta al alcance de todo el mundo, y la auténtica naturaleza humana, baqueteada por el pánico, la inseguridad y la soledad, la transformó en el vehículo que transmite más velozmente los sentimientos de ofensa e indignación. En lugar de responder a una necesidad, las redes sociales conectaron con miedos profundos del ser humano. Encontraron en estos miedos su gasolina. Eran una herramienta manejada por nuestra carencia, así que resultó imposible de controlar.<br />
<br />
<b>(…)</b><br />
<br />
Convivimos con personas y con sus perfiles en red, y al mismo tiempo nuestra identidad se divide entre el yo auténtico y nuestra «marca personal». Es decir, vivimos a la vez en dos niveles diferentes, el offline y el online, donde desarrollamos personalidades distintas entre las que se establece una simbiosis que con frecuencia se convierte en parasitismo contra el individuo real. En este mundo desdoblado, la libertad de expresión resulta menos arriesgada en el plano offline que en el online. El tipo de bromas y opiniones que se relativizan por el afecto en una conversación de bar, se vuelven peligrosas en el plano de la red social. Es como si todos viviéramos un poco en ese infierno que llaman «fama». Identificados con nuestro nombre, perseguidos por nuestras propias palabras, con frecuencia nos encontraremos con que la personalidad online ha parasitado a nuestro verdadero yo.<br />
<br />
<b>(…)</b><br />
<br />
Cada bando impone líneas rojas que diezman la libertad de expresión de los demás, especialmente de quienes tienen una ideología más o menos afín y temen el estigma, pero lo peor de todo es que ejercen una vigilancia amateur en las redes sociales más intensa que la de cualquier equipo de funcionarios grises. Esto hace de la poscensura un fenómeno peligroso y arbitrario. A falta de leyes escritas o parámetros centrales, uno nunca sabe lo que puede decir sin que la mecha prenda por cualquier parte. Los tabúes se imponen según códigos de susceptibilidad de unos grupos de personas que confunden lo que les ofende con lo inadmisible. Así, en la guerra cultural, la libertad de expresión deja de ser un derecho universal para convertirse en un derecho universal siempre que el mensaje no ofenda a quien tiene el poder para lincharte.<br />
<br />
<b>(…)</b><br />
<br />
Vivimos en una sociedad de la mutua vigilancia. Todos somos censores para el resto, y trabajamos en este terreno con un ahínco impropio de funcionarios. Cada provocación de un cómico, cada idea dura de un columnista, cada opinión de una figura pública e incluso de un individuo anónimo en las redes sociales, se ve obligada a desfilar por el callejón estrecho de una sociedad censora. En este ambiente represivo, en el que todo está permitido y al mismo tiempo todo lo que digas puede volverse en tu contra, quien no quiere meterse en líos acaba callándose.<br />
<br />
<br />
<b>(…)</b><br />
<br />
Uno debería callarse ciertas cosas para no ofender, tragarse una broma para no hacer daño, evitar una expresión para no herir, pero nadie debería obligar a los demás a hacerlo. La autocensura es un mecanismo propio de individuos morales, pero en la guerra cultural se rompe el consenso sobre la moral. Si un individuo calla porque sospecha que la reacción furiosa de un grupo será desproporcionada, no lo hace por empatía sino por miedo. Ese individuo es una víctima de la censura.<br />
<br />
<br />
<b><br /></b>
<b>Libro completo para descargar en:</b><br />
<b><a href="https://www.lectulandia.com/book/arden-las-redes/"><span style="font-size: large;">https://www.lectulandia.com/book/arden-las-redes/</span></a></b><br />
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Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-36882792510109477812018-07-23T17:59:00.002-03:002018-07-26T15:51:07.856-03:00SEGUNDOS AFUERA DE JORGE GALEMIRE<div dir="ltr" style="text-align: left;" trbidi="on">
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<span class="fullpost"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-9W6nbFj6S9Y/W1ZBL6Tl0sI/AAAAAAAAfvA/jW2uBNvEF9QyPYkb80dv5TYoBNp2SpfFACLcBGAs/s1600/24-Jorge-Galemire-Foto-ALEJANDRO-ARIGON.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="495" data-original-width="800" height="396" src="https://1.bp.blogspot.com/-9W6nbFj6S9Y/W1ZBL6Tl0sI/AAAAAAAAfvA/jW2uBNvEF9QyPYkb80dv5TYoBNp2SpfFACLcBGAs/s640/24-Jorge-Galemire-Foto-ALEJANDRO-ARIGON.jpg" width="640" /></a></span></div>
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<b><span style="font-size: large;">Una joya casi desconocida</span></b><br />
<b>Por Rodrigo Guerra (<i>La Diaria</i>)</b><br />
<br />
Una lista de obras esenciales de la música uruguaya difíciles de encontrar en las bateas de música podría incluir a Circa 1968 (1977), de El Kinto; La conferencia secreta del Toto’s bar (1968), de Los Shakers; Mateo solo bien se lame (1972) y Mateo y Trasante (1976) de Eduardo Mateo; Goldenwings (1976) y Magic Time (1977), de OPA, y Segundos afuera (1983), de Jorge Galemire. La diferencia entre los primeros y Segundos afuera es que todos fueron reeditados, e incluso se pueden comprar ediciones internacionales por internet o escucharlos en plataformas de streaming como Spotify. Sin embargo, ni Segundos afuera –segundo álbum solista de Galemire– ni Ferrocarriles –el tercero, de 1987– se reeditaron nunca.<br />
<br />
<b>Una vida corta y mezclada</b><br />
<b><br /></b>
“Si la música uruguaya fuera un árbol, Jorge Galemire sería una de sus ramas. Si fuera un camino, sería una loza que ayuda a que los demás transiten y tomen conciencia de lo que tienen detrás. El Gale es la experiencia”, comenta Dino (Gastón Ciarlo), que compartió numerosos proyectos con él. Ciarlo también dice que la sorpresiva muerte de Galemire, a los 64 años, fue “una gran pérdida”: “Es un vacío que todavía se siente”.<br />
<br />
Galemire estuvo en varios momentos fermentales de la música uruguaya. En 1971 coorganizó El acusticón, primer espectáculo de rock acústico en Uruguay; en 1974 formó parte de la banda de Carlos Pájaro Canzani, junto con Jorge Bonaldi, Jorge Lazaroff y Jorge Trasante; ese mismo año grabó Vuelve a tu país con El Sindykato; en 1976 participó en uno de los espectáculos fundantes del canto popular: Nosotros tres, con Eduardo Darnauchans y Eduardo Rivero. Integró Los Que Iban Cantando y fue parte de Canciones Para No Dormir la Siesta, y en 1984 tocó en el primer disco de Repique, el grupo de candombe bailable de Jaime Roos, Jorge Vallejo, Gustavo Etchenique, Andrés Recagno, Alberto Magnone y Carlos Boca Ferreira. Pero además, Galemire dejó su huella en decenas de discos uruguayos clásicos. En Sansueña (1978), de Eduardo Darnauchans, fue productor artístico, arreglador e intérprete de casi todos los instrumentos. Formó parte de la producción de Hoy canto (1979), de Dino, y volvió a acompañarlo en Milonga (1981). Colaboró también en dos de las principales obras de Jaime Roos: Siempre son las cuatro (1982) y Mediocampo (1984), y tocó en Buzos azules (1986), uno de los discos más rockeros de Fernando Cabrera. Entre 1991 y 2002 vivió en España, donde participó en la grabación de Frontera (1999), el disco que consagró a Jorge Drexler.<br />
<br />
Pero aunque todo esto consolidó su prestigio en el ambiente, la carrera personal de Galemire como solista no fue exitosa. El musicólogo Guilherme De Alencar Pinto sostiene que su legado es “difuso”, “no muy fuerte”, y aclara que “Galemire sumó a la calidad, aportando un montón de joyas”, aunque “no es un músico que haya ejercido una influencia notoria, al menos que yo pueda discernir”. “Era un instrumentista excelente, pero de un tipo muy discreto, que no llamaba la atención sobre sí mismo”, agrega.<br />
<br />
En la misma línea, Eduardo Rivero, que compartió con él varios proyectos y está por publicar una biografía sobre su vida, admite que su obra “desgraciadamente” no es muy conocida, aunque destaca que su trabajo es admirado por músicos de primera línea.<br />
<br />
<b>Comienzos como solista</b><br />
<b><br /></b>
Galemire editó su primer trabajo solista, <b><a href="https://www.youtube.com/watch?v=dxHEyRwnGs8" target="_blank">Presentación</a></b>, en 1981, a través del sello Ayuí. En ese disco se reúnen las influencias del candombe jazz de OPA y del candombe beat de El Kinto, por ejemplo en canciones como “La mueca” y “79”. También experimenta con la murga canción en “Que estés lejos”, una canción con batería de murga a la que Jaime Roos también aporta su característico bajo murguero. Presentación incluye también baladas acústicas, como “Claros” (con la voz de Darnauchans), “La fogata” y “Palabras cruzadas”. El álbum vendió pocas copias, pero interesó a varios músicos, porque confirmaba esas virtudes de Galemire que quedaban en segundo plano cuando participaba en proyectos ajenos.<br />
<br />
En 1983 cambió de sello: <b><a href="https://www.youtube.com/watch?v=FqE_4DMC6aE" target="_blank">Segundos afuera</a></b> fue grabado en Orfeo. Alfonso Carbone, que era el director artístico del sello, le facilitó 300 horas en el estudio La Batuta, un número muy superior al promedio de 100 horas habitual en la época.<br />
<br />
Segundos afuera tuvo a Darío Ribeiro a cargo de la grabación y las mezclas (ya había trabajado en Presentación) y, gracias a la cantidad de horas de estudio disponibles, el disco pudo desarrollar el proceso de experimentación. Rivero, que estuvo en varias de las sesiones de grabación, recuerda: “En ese momento se usaba un aparatito que se llamaba Rockman, donde se enchufaban las guitarras y funcionaba como un microamplificador con una salida de auriculares. Con ese aparato se hicieron una cantidad de efectos de guitarra que son rarísimos y que se escuchan en temas como ‘Sin saber por qué’ y ‘Un son’, donde también hay varias guitarras pasadas al revés”. También se valió del pedal octavador, que crea sonidos de bajo que en realidad son grabados con una guitarra que suena una octava más grave. “Recuerdo al Gale sentado en el suelo del estudio calibrando esos aparatos y buscando efectos. Se pasaban horas estudiando sonidos; el estudio se transformó en un laboratorio”, cuenta Rivero.<br />
<br />
Como grupo base, Galemire volvió a reclutar a dos músicos que habían estado en Presentación: Andrés Recagno (bajo, sintetizadores, coros y algunos arreglos) y Gustavo Etchenique (que tocó la batería en siete de las nueve canciones), y agregó a Carlos Boca Ferreira en percusión. Además, numerosas figuras de la música uruguaya participaron en varias canciones.<br />
<br />
“En general, Galemire tenía muy definido el espíritu de los temas, sus guitarras, y muchas veces el patrón rítmico. Después íbamos tocando e intercambiando ideas con él o entre todos”, recuerda Recagno. “Además, de vez en cuando me pedía algún arreglo de voces, o incluso de un tema entero”, continúa. Etchenique coincide con el bajista: “En general Galemire traía los arreglos bastante hechos. Él era un gran guitarrista, un gran bajista y también un gran ritmista; pedía o sugería por dónde ir con el ritmo y uno lo interpretaba. Además nuestro aporte era bienvenido: si lo que el músico hacía mejoraba su propuesta, él lo aceptaba gustoso y te daba libertad para tocar. Había mucho trabajo de grupo; él dirigía todo, y nosotros también aportábamos ideas”.<br />
<br />
<b>Sumergiéndose en el disco</b><br />
<b><br /></b>
Segundos afuera abre con “<b>Va pensando</b>”, y desde los primeros segundos se siente la calidad con la que Galemire rasgueaba el ritmo del candombe en la guitarra. Y se destaca la participación de Osvaldo Fattoruso en batería. Por su parte, Ricardo Nolé ofrece un gran solo en el piano que lleva a la música, apoyada en arreglos de vientos y sintetizadores, hacia terrenos jazzísticos. La letra, mientras tanto, describe una crisis existencial: “Tiene frío / Ya ni la mujer que quiera que pueda darle calor / Va pensando / En las cosas que no tiene y cosas que se olvidó”.<br />
<br />
Más adelante suena “<b>Sin saber por qué</b>”, una de las dos canciones que hizo con Roos (la otra fue “Musa medusa”). Según Rivero, en 1983 Roos, que vivía en Holanda, le mandó a Galemire la letra en una carta. Musicalizada luego con un espíritu murguero en el que vuelve a resaltar la batería de Fattoruso, la letra habla de suposiciones: “Te burlarás de mis recuerdos / te invitaré a caminar”. Detrás se escuchan sintetizadores y guitarras pasadas al revés. Ese sonido murguero se profundiza en “Las violetas”, en la que participa Falta y Resto.<br />
<br />
Uno de los mejores momentos del álbum llega con “<b>Un son</b>”, un tema de ocho minutos que cierra la cara A del disco, y en el que Galemire musicaliza un poema de Washington Benavides: “Si en la madrugada me llegara un son / en la perfecta lesión del corazón y la nada / Una canción trabajada por el miedo y la entereza”. Sobre el final el tema tiene un dejo de impotencia (“Pero la canción no viene / viene la muerte y me besa”) que desemboca en un desarrollo instrumental creado a partir de la superposición de las voces femeninas del trío Travesía (Estela Magnone, Mariana Ingold y Mayra Hugo), el acordeón de Andrés Bedó, la cítara de Ariel Ameijenda, el sintetizador de Recagno, la batería de Etchenique y cintas pasadas al revés.<br />
<br />
La cara B abre con “<b>La despedida</b>”, un candombe con influencias jazzísticas que incluye a Hugo Fattoruso en un solo de sintetizador, seguido de un pequeño solo de guitarra de Galemire. Le sigue “Tus abrazos”, uno de los puntos más altos de Segundos afuera y de su carrera solista. Con la participación de Eduardo Mateo en guitarra y percusión y de Bedó en acordeón, la letra se inspira en uno de sus hijos: “Vine a encontrar en tus ojos nuevos / brillos que encendieron el corazón / Vino contigo la invitación / al futuro y a la canción / de tus abrazos”.<br />
<br />
“<b>Esperando</b>” es un candombe beat dedicado a los recuerdos. Recagno cuenta una curiosidad sobre la grabación: “Jorge invitó a participar a dos amigos cantantes, que entre ellos tenían una forma de hablar muy pintoresca y divertida. Se metieron al estudio y, mientras esperaban que les tiraran el tema, Jorge les grabó la conversación; eso es lo que se oye en la canción”. Le sigue “La costurera”, otra de las grandes canciones de Galemire, que interpretó hasta sus últimos momentos, dedicada a su madre.<br />
<br />
El álbum cierra con “<b>Kublai Khan</b>”, un tema grabado a tres baterías (Etchenique, Felipe Hernández y Raúl Cuadro) que incluye la voz de Dino. “El tema es maravilloso; tiene una cantidad de conceptos que se admiten en esta época: toda la desconfianza, los arreglos de los cuales los gobernantes no saben nada y luego explotan a la luz pública”, cuenta Dino.<br />
<br />
“Segundos afuera es uno de mis discos uruguayos preferidos”, dice Andrés Torrón, músico y periodista musical que incluye a Presentación y Segundos afuera en su libro 111 discos uruguayos (2014). “Resume como nadie una cantidad de líneas musicales que se estaban dando en ese momento. Maneja pop y rock de forma muy sofisticada, con toques jazzeros, apostando siempre a la canción. Tiene tanto de la onda ‘tuquera’ de Rada y Hugo Fattoruso como de las búsquedas poéticas cancionísticas de Darnauchans y Cabrera”, argumenta.<br />
<br />
Rivero, por su parte comenta: “Segundos afuera es una culminación de la estética del candombe beat en el Uruguay: perfectamente está entre Mateo solo bien se lame y Siempre son las cuatro. Galemire nunca hizo un disco tan completo, tan experimental, con tanto trabajo de arreglos y demás”. Estela Magnone, que participó en “Un son” junto a Travesía, coincide: “Segundos afuera es un disco lleno de hermosas canciones, a mi juicio uno de los mejores discos de música popular uruguaya. Junto a otros de la época, como Siempre son las cuatro y Cuerpo y alma [de Mateo], iluminaron de buen gusto la música uruguaya, que venía remontando la oscuridad de la dictadura. No puede quedar en el olvido”.<br />
<br />
“Segundos afuera es una obra maestra”, asegura también De Alencar Pinto. “Galemire contó con los antecedentes de Mateo, Rada, Opa y Jaime Roos, y con esos ingredientes y esas mezclas hizo esas canciones maravillosas, que tienen un carácter realmente especial. Creo que su particularidad está en esa discreción que, para mí, es muy ‘clásica’, es decir, es una música de emotividad contenida, sutil, hecha con base en una manipulación muy fina de elementos, donde nada es especialmente llamativo, pero el resultado es siempre una exquisitez. Por eso mismo, es una música que no cansa nunca, que uno puede escuchar infinitamente, que siempre da gusto regresar a ella. Es importantísimo que se reedite”, enfatiza.<br />
<br />
<b>La importancia de una reedición</b><br />
<b><br /></b>
Rivero coincide con esa opinión: “Es absolutamente increíble que ese disco esté fuera del mercado”. Ocurre que Segundos afuera –como Ferrocarriles– se publicó únicamente en vinilo y en casete, por lo que sólo se puede escuchar a través de digitalizaciones caseras; las ediciones originales de ambos discos son consideradas rarezas. “[Segundos afuera] es un disco casi desconocido. Su reedición no es importante sólo por razones de memoria, sino porque nos estamos perdiendo muy buena música”, dice por su parte Torrón.<br />
<br />
Vicki Fiske, viuda de Galemire, contactó a Andrés Sanabria (director de Bizarro, que tiene los derechos de Orfeo) pocos meses después de la muerte del músico, en 2015, para proponerle una reedición de ambos discos. “En aquel momento Sanabria me dijo que ya tenía el año planificado, pero que podía ser para el año siguiente. Seguimos comunicándonos hasta principios de 2016; el último correo que tengo es de febrero de ese año, en el que me dice que estaba pensando en reeditarlo, pero no supe más. En aquel momento desistí porque estaba en pleno duelo y me resultaba muy difícil seguir insistiendo”, dice Fiske.<br />
<br />
Sanabria responde: “Hace unos meses iniciamos un proceso para reeditar todo el material de Orfeo; algunas cosas las pensamos publicar en CD y otras en plataformas de streaming, como Spotify, Apple Music, Google Play y Deezer, que además tienen la opción de descarga. Entre esos discos están Segundos afuera y Ferrocarriles, que los masterizó César Lamschtein”. A su vez, comenta: “Tenemos prevista una edición digital de Segundos afuera, pero no está planificado publicarlo en CD o vinilo, porque estamos concentrados en lanzar novedades y material de catálogo”.<br />
<br />
Una edición digital va a permitir el acceso al disco en buena calidad, pero seguirá faltando que se edite en formato físico. Por otra parte, el tema de fondo es el rescate de la obra de Jorge Galemire, ineludible en la música uruguaya. Esta es una lucha que Fiske viene dando desde hace años, pero considera que ya es hora de que otros la ayuden. “Estoy empezando a comprender que los músicos y la cultura uruguaya tienen que conservar y rescatar el trabajo de Jorge. Primero yo empecé como una cruzada personal, pero no es así: él tiene su lugar y se merece que lo reconozcan. Yo hago lo que puedo y seguiré haciéndolo, pero el trabajo también tiene que venir de los músicos, de la cultura y del periodismo”, concluye.</div>
Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-56828795748605743662018-07-23T17:43:00.002-03:002018-07-23T17:44:03.085-03:00EL CONTROL DEL PENSAMIENTO EN CONTEXTOS MODERNOS<div dir="ltr" style="text-align: left;" trbidi="on">
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<a href="https://2.bp.blogspot.com/-txldo_zCh3E/W1Y9D54BBTI/AAAAAAAAfu0/f_Jswp5FtK8nL0s7DdtfLexan-_rZKqHQCLcBGAs/s1600/Screen_Shot_2016-11-07_at_4.19.49_PM.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="596" data-original-width="1246" height="306" src="https://2.bp.blogspot.com/-txldo_zCh3E/W1Y9D54BBTI/AAAAAAAAfu0/f_Jswp5FtK8nL0s7DdtfLexan-_rZKqHQCLcBGAs/s640/Screen_Shot_2016-11-07_at_4.19.49_PM.png" width="640" /></a></div>
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<b><span style="font-size: large;">Marvin Harris (*)</span></b><br />
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Una manera importante de lograr el control del pensamiento consiste no en asustar o amenazar a las masas, sino en invitarlas a identificarse con la élite gobernante y gozar indirectamente de la pompa de los acontecimientos estatales. Espectáculos públicos como procesiones religiosas, coronaciones y desfiles de victoria operan en contra de los efectos alienantes de la pobreza y la explotación. <br />
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Durante la época romana, las masas eran sometidas a control permitiéndoles contemplar combates de gladiadores y otros espectáculos circenses. Los sistemas estatales modernos tienen en las películas, la televisión, la radio, los deportes organizados, la puesta en órbita de satélites y los aterrizajes lunares técnicas infinitamente más poderosas para distraer y entretener a sus ciudadanos. <br />
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A través de los modernos medios de comunicación la conciencia de millones de oyentes, lectores y espectadores es a menudo manipulada según vías determinadas con precisión por especialistas a sueldo del gobierno. Pero tal vez la forma más efectiva de «circo romano» hasta ahora ideada sean los «entretenimientos» transmitidos por el aire directamente hasta la chabola o el apartamento. La televisión y la radio no sólo reducen el descontento al divertir al espectador, sino que también mantienen a la gente fuera de las calles.<br />
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Sin embargo, los medios modernos más poderosos de control del pensamiento puede que no estén en los narcóticos electrónicos de la industria de entretenimiento, sino en el aparato de educación obligatoria apoyado por el Estado. Maestros y escuelas satisfacen evidentemente las necesidades instrumentales de las complejas civilizaciones industriales adiestrando a cada generación en los servicios técnicos y de organización necesarios para la supervivencia y el bienestar. Pero maestros y escuelas también dedican mucho tiempo a una educación no instrumental: formación cívica, historia, educación política y estudios sociales. <br />
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Estas materias están llenas de supuestos implícitos y explícitos sobre la cultura, el ser humano y la naturaleza que indican la superioridad del sistema político-económico en el que son enseñadas. En la Unión Soviética y otros países comunistas muy centralizados no se hace ningún intento para enmascarar el hecho de que una de las principales funciones de la educación obligatoria es el adoctrinamiento político. <br />
<br />
Las democracias capitalistas occidentales son, en general, menos propensas a reconocer que sus sistemas educativos son también instrumentos de control político. Muchos maestros y alumnos, al carecer de una perspectiva comparativa, no son conscientes del grado en que sus libros, planes de estudios y exposiciones en clase apoyan al statu quo. Sin embargo, en otras partes, consejos locales de educación, juntas de regentes y comités legislativos exigen abiertamente la conformidad con el statu quo.<br />
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Los modernos sistemas de educación obligatoria, desde los jardines de infancia hasta las universidades, operan con un doble modelo políticamente útil. En la esfera de las matemáticas y de las ciencias biofísicas, se estimula a los estudiantes a que sean creativos, perseverantes, metódicos, lógicos e inquisitivos. <br />
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Por otra parte, los cursos que tratan de los fenómenos culturales evitan sistemáticamente los «temas controvertidos» (por ejemplo, la concentración de riqueza, la propiedad de las multinacionales, la nacionalización de las compañías petrolíferas, la involucración de bancos e inmobiliarias en la especulación del suelo urbano, los puntos de vista de las minorías étnicas y raciales, el control de los medios de comunicación de masas, el presupuesto de defensa militar, los puntos de vista de las naciones subdesarrolladas, las alternativas al capitalismo y al nacionalismo, el ateísmo, etc.). <br />
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Pero las escuelas van más allá de la mera evitación de temas controvertidos. Algunos puntos de vista políticos son tan esenciales para el mantenimiento de la ley y el orden que no se pueden confiar a métodos objetivos de educación; en vez de ello, se implantan en la mente de los jóvenes apelando al miedo y al odio. <br />
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La reacción de los norteamericanos ante el socialismo y el comunismo no es menos resultado del adoctrinamiento que la reacción de los rusos ante el capitalismo. Los saludos a la bandera, juramentos de fidelidad, canciones y ritos patrióticos (asambleas, juegos y desfiles) son algunos de los aspectos políticos ritualizados más familiares en los planes de estudios en las escuelas primarias.<br />
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Jules Henry, quien pasó del estudio de los indios en Brasil al estudio de los institutos de enseñanza media en St. Louis, ha contribuido a la comprensión de algunas de las maneras en que la educación universal moldea la pauta de conformidad nacional. Henry muestra en su libro Culture against Man cómo incluso en las lecciones de ortografía y canto puede haber un adiestramiento básico en apoyo del «sistema competitivo de libre empresa». <br />
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A los niños se les enseña a tener miedo al fracaso; también se les enseña a ser competitivos. De ahí que pronto empiecen a ver en los demás la principal causa de fracaso y tengan miedo unos de otros. Como observa Henry (1963:305): «La escuela es, en efecto, un adiestramiento para la vida posterior no porque enseñe (mejor o peor) la lectura, escritura y aritmética, sino porque inculca la pesadilla cultural esencial: miedo al fracaso, envidia del éxito…».<br />
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En los Estados Unidos, actualmente, la aceptación de la desigualdad económica depende mucho más del control del pensamiento que del ejercicio de la pura fuerza represiva. A los hijos de familias económicamente débiles se les enseña a creer que el principal obstáculo que les impide alcanzar riqueza y poder son sus propios méritos intelectuales, resistencia física y voluntad de competir. <br />
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A los pobres se les enseña a cargar con la culpa de su pobreza y así dirigen su resentimiento, primordialmente, contra sí mismos o contra aquellos con quienes deben competir y que se encuentran en el mismo peldaño de la escala de movilidad ascendente. Por añadidura, a la porción económicamente débil de la población se le enseña a creer que el proceso electoral garantiza la eliminación de los abusos de ricos y poderosos mediante la legislación, que tiene como objetivo la redistribución de la riqueza. <br />
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Por último, a la mayor parte de la población se la mantiene en la ignorancia del funcionamiento real del sistema político-económico y del poder desproporcionado que ejercen lobbies representativos de corporaciones y otros grupos de interés. Henry concluye que las escuelas de Estados Unidos, pese a su ostensible dedicación a la investigación creadora, castigan al niño que manifiesta ideas intelectualmente creativas con respecto a la vida social y cultural:<br />
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Aprender estudios sociales es, en gran medida, en la escuela primaria o en la universidad, aprender a ser estúpido. La mayoría de nosotros realizamos esta tarea antes de entrar en el instituto de enseñanza media. Pero al niño con imaginación socialmente creadora no se le alentará a jugar con sistemas sociales, valores y relaciones nuevos; no hay mucha probabilidad de que esto suceda por la sencilla razón de que los profesores de estudios sociales catalogarán a tal niño como un estudiante mediocre. <br />
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Además, este niño sencillamente no podrá comprender los absurdos que al maestro le parecen verdades transparentes… Aprender a ser un idiota o, como dice Camas, aprender a ser absurdo, forma parte del desarrollo. Así, el niño a quien le resulta imposible aprender a pensar que lo absurdo es la verdad… normalmente llega a considerarse un estúpido.<br />
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<b>(*) Capítulo de “Antropología cultural”(1983), el libro completo en:</b><br />
<b><a href="https://www.lectulandia.com/book/antropologia-cultural/">https://www.lectulandia.com/book/antropologia-cultural/</a></b></div>
Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-21368678591528006152018-05-31T18:46:00.000-03:002018-05-31T18:46:33.087-03:00CHARLES DICKENS, EL APÓSTOL PEQUEÑOBURGUÉS<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-kLK64BG_JI0/WxBsfRssXVI/AAAAAAAAe4s/45h4NFxfI3YRvoaj9D9Gizk_bzodl9CwQCLcBGAs/s1600/dickens4.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="876" data-original-width="1403" height="398" src="https://4.bp.blogspot.com/-kLK64BG_JI0/WxBsfRssXVI/AAAAAAAAe4s/45h4NFxfI3YRvoaj9D9Gizk_bzodl9CwQCLcBGAs/s640/dickens4.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b><span style="font-size: large;">SOBRE CHARLES DICKENS</span></b><br />
<b>Arnold Hausser (*)</b><br />
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Entre 1816 y 1850 aparece por término medio un centenar de novelas en Inglaterra cada año, y los libros publicados en 1852, la mayoría de los cuales son literatura narrativa, son tres veces más que las obras que se publicaron veinticinco años antes. El aumento de público lector en el siglo XVIII estaba unido al desarrollo de las bibliotecas de préstamo; pero éstas se limitaron a provocar una actividad editorial más animada y no contribuyeron en modo alguno a la reducción del precio de los libros. Con su creciente demanda, más bien ayudaron a estabilizar los precios en un nivel relativamente alto. El precio de una novela en la edición normal en tres volúmenes ascendía a guinea y media, suma que sólo poquísima gente estaba en condiciones de pagar por una novela. De aquí que el lector de novelas ligeras estuviera restringido principalmente a los suscriptores de bibliotecas circulantes. <br />
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Sólo cuando las novelas comenzaron a ser publicadas en forma de entregas mensuales pudo ocurrir un cambio fundamental en la composición y volumen del público lector. El pago por entregas, aunque redujo el precio sólo a una tercera parte, permitió que mucha gente que antes apenas había estado en situación de comprar libros adquiriese las obras de sus autores favoritos. La publicación de novelas en entregas mensuales representó una innovación en el comercio de libros que estaba fundamentalmente de acuerdo con la introducción de novelas en episodios y tuvo resultados similares, tanto en el campo sociológico como en el artístico. El retorno a la forma picaresca de la novela fue sólo uno de estos resultados.<br />
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Charles Dickens, cuyos éxitos significan también el triunfo del nuevo método de publicación, disfruta de todas las ventajas y sufre todos los inconvenientes que van unidos a la democratización del consumo literario. El constante contacto con amplias masas de público le ayuda a encontrar un estilo que es popular en el mejor sentido de la palabra. Dickens es uno de los poquísimos artistas que son no sólo grandes y populares, ni solamente grandes aunque populares, sino grandes porque son populares. A la lealtad de su público y al sentimiento de seguridad que el afecto de sus lectores le inspira debe su gran estilo épico, la llaneza de su lenguaje y aquel modo de crear espontáneo, sin problemas, casi enteramente sin arte, que carece por completo de paralelos en el siglo XIX. <br />
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Por otro lado, su popularidad sólo en parte explica su grandeza de escritor, porque Alexandre Dumas y Eugène Sue son exactamente tan populares como él, sin ser grandes en ningún sentido. Y su grandeza explica aún menos su popularidad, porque Balzac es incomparablemente más grande, y también más vulgar, y, sin embargo, tiene mucho menos éxito, aunque produce sus obras en condiciones exteriormente semejantes por completo. Los inconvenientes que la popularidad tenía para Dickens son mucho más fáciles de explicar. La fidelidad a sus lectores, la solidaridad intelectual con las grandes masas de seguidores ingenuos, y el deseo de mantener el tono afectivo de esta relación producen en él la creencia en el valor artístico absoluto de los métodos que se acomodan bien con las masas de inclinaciones sentimentales y, en consecuencia, también una creencia en el instinto infalible y en la pureza de corazón que late al unísono en el gran público.<br />
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Nunca habría él admitido que la calidad artística de una obra está muchas veces en relación inversa al número de personas que se sienten conmovidas por ella. Hay ciertos medios por los cuales todos podemos ser conmovidos hasta las lágrimas, aunque después nos avergoncemos de no haber resistido a la «universalmente humana» llamada de ellos. Pero nosotros no derramamos lágrimas sobre el destino de héroes de Homero, Sófocles, Shakespeare, Corneille, Racine, Voltaire, Fielding, Jane Austen y Stendhal, mientras que al leer a Dickens sentimos las mismas emociones vacías y complacientes con que reaccionamos ante las películas de hoy.<br />
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Dickens es uno de los escritores de mayor éxito de todos los tiempos y quizá el gran escritor más popular de la Edad Moderna. Es, de todas maneras, el único verdadero escritor desde el romanticismo cuya obra no brota de la oposición a su época, ni de una tensión con su ambiente, sino que coincide absolutamente con las exigencias de su público. Disfruta de una popularidad de la que no hay paralelo desde Shakespeare y que está próxima a la idea que nos formamos de la popularidad de los antiguos mimos y juglares. Dickens debe la totalidad e integridad de su visión del mundo al hecho de que no necesita hacer concesiones cuando habla a su público, de que tiene un horizonte mental exactamente tan estrecho, un gusto exactamente tan vulgar y una imaginación en realidad tan ingenua, aunque incomparablemente más rica, que sus lectores.<br />
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Chesterton observa muy justamente que, a diferencia de Dickens, los escritores populares de nuestro tiempo siempre tienen el sentimiento de que han de descender hasta su público. Entre ellos y sus lectores existe un abismo igualmente penoso, aunque constituido de modo distinto y fundamentado mucho menos profundamente que el que existe entre los grandes escritores y el público medio de la época. Pero tal hiato no existe en Dickens. No es sólo el creador de la más amplia galería de figuras que penetraron nunca en la conciencia general y poblaron el mundo imaginario del público inglés, sino que su íntima relación con tales figuras es la misma que la de su público. Los favoritos de sus lectores son sus propios favoritos, y habla de la pequeña Nell o del pequeño Dombey con los mismos sentimientos y en el mismo tono que el más inocente tenderillo o la solterona más simple.<br />
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La serie de triunfos comenzó para Dickens con su primera obra larga, Los documentos póstumos del club Pickwick, de los que se vendían 40.000 ejemplares en entregas en separata a partir del decimoquinto número. Este éxito decidió el estilo de comercio de librería en que había de desenvolverse la novela inglesa en el cuarto de siglo siguiente. El poder de atracción del autor, que se había convertido en famoso de pronto, nunca se debilitó a lo largo de su carrera. La gente siempre estaba ansiosa de más, y él trabajaba casi tan febrilmente y sin aliento como Balzac para hacer frente a la enorme demanda. Ambos colosos se corresponden; son exponentes de la misma prosperidad literaria, surten al mismo público hambriento de libros que, después de las agitaciones de una época llena de inquietud revolucionaria y de desilusiones, busca en el mundo ficticio de la novela un sustituto de la realidad, un puesto de señales en el caos de la vida, en compensación por las ilusiones perdidas. <br />
<br />
Pero Dickens penetra en círculos más amplios que Balzac. Con ayuda de las entregas mensuales baratas gana para la literatura a una clase complementaria nueva, una clase de gente que nunca había leído novelas antes y junto a la cual los lectores de la antigua literatura novelística parecen otros tantos espíritus selectos. Una mujer dedicada a las faenas domésticas cuenta cómo donde ella vivía la gente se reunía el primer lunes de cada mes en casa de un vendedor de rapé y tomaba té a cambio de una pequeña suma; después del té el dueño leía en voz alta la última entrega de Dombey y todos los parroquianos de la casa eran admitidos a la lectura sin pagar nada. <br />
<br />
Dickens era un proveedor de novelas ligeras para las masas, el continuador del viejo «hombre del saco» y el inventor de la moderna novela «terrorífica», es decir el autor de libros que, aparte de su calidad literaria, correspondían en todos los aspectos a nuestros best-sellers. Pero sería injusto suponer que escribió sus novelas meramente para las masas sin educar o educadas a medias; una sección de la alta burguesía, e incluso de la intelectualidad, formaba parte de su público entusiasta. Sus novelas eran la literatura de actualidad, del mismo modo que el cine es el «arte contemporáneo» de nuestra época, y tiene, incluso para gente que está perfectamente convencida de sus imperfecciones artísticas, el valor inestimable de ser una forma viva, preñada de futuro.<br />
<br />
Desde sus mismos comienzos, Dickens fue el representante del nuevo tipo de literatura progresista tanto artística como ideológicamente; suscitó interés incluso cuando no agradaba, e incluso cuando la gente encontraba que su evangelio social era todo menos agradable, hallaba entretenidas sus novelas. Era, de todas maneras, posible separar su filosofía artística de su filosofía política. Tronaba con inflamadas palabras contra los pecados de la sociedad, la falta de corazón y el egoísmo de los ricos, la dureza y la incomprensión de la ley, el trato cruel a los niños, las condiciones inhumanas en las cárceles, fábricas y escuelas, en resumen, contra la falta de consideración al individuo que es propia de todos los organismos institucionales. <br />
<br />
Sus acusaciones resonaron en todos los oídos y llenaron todos los corazones del sentimiento incómodo de una injusticia de la que era culpable el conjunto de la sociedad. Pero el grito de alarma y la satisfacción que siempre acompaña después de un buen clamor no condujo a nada tangible. El mensaje social del autor quedó políticamente infructuoso, e incluso artísticamente su filantropía produjo frutos muy mezclados. Profundizó su penetración llena de simpatía en la psicología de sus caracteres, pero produjo al mismo tiempo un sentimentalismo que ponía a su visión en peligro de nublarse. Su benevolencia sin crítica, su optimismo ingenuo, su confianza en la capacidad de la caridad privada y en la amabilidad del corazón de la clase pudiente para reparar los defectos de la sociedad, surgían, en último análisis, de su vaga conciencia social, de su posición indecisa entre las clases, como pequeñoburgués. <br />
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Nunca fue capaz de sobreponerse a la impresión de haber sido arrojado en su juventud de las filas de la burguesía y haber llegado al borde del proletariado; siempre sintió que había caído en la escala social, o, mejor, que estuvo en peligro de caer. Era un filántropo radical, un amigo del pueblo de mentalidad liberal, un adversario apasionado del conservadurismo, pero en modo alguno fue socialista ni revolucionario; a lo sumo, un pequeño burgués en rebeldía, una víctima de una humillación que nunca olvidó, la que se le había inferido en su juventud. Siguió siendo toda su vida un pequeñoburgués que se imaginaba hallarse en la necesidad de protegerse a sí mismo no sólo contra un peligro desde arriba, sino también desde abajo. <br />
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Sentía y pensaba como un pequeñoburgués, y sus ideales eran los de la pequeña burguesía. Consideraba que el trabajo, la perseverancia, la economía, el ascenso a la seguridad, la falta de preocupaciones y la respetabilidad formaban la verdadera sustancia de la vida. Pensaba que la felicidad consistía en un estado de modesta prosperidad, en el idilio de una existencia protegida del mundo exterior hostil, en el círculo familiar, en la comodidad defendida de una habitación bien caldeada, de un gabinete cómodo o de la diligencia que lleva a sus pasajeros a un destino seguro.<br />
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Dickens es incapaz de superar las contradicciones internas de su ideología social. Por una parte, lanza las acusaciones más amargas contra la sociedad; por otra, sin embargo, subestima la extensión de los males sociales, porque rehúsa admitirlos. Realmente sigue manteniéndose aferrado al principio de «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», porque es incapaz de librarse del prejuicio de que el pueblo es incapaz de gobernar. Teme al «populacho» e identifica al «pueblo», en el sentido ideal del término, con la clase media. Flaubert, Maupassant y los Goncourt son, a pesar de su conservadurismo, rebeldes indomables, mientras que, en contra de su progresismo político y de su oposición a la situación existente, Dickens es un pacífico burgués que acepta las premisas del sistema capitalista vigente sin ponerlas en discusión. Conoce sólo las cargas y las reclamaciones de la pequeña burguesía y lucha sólo contra males que pueden ser remediados sin conmover los cimientos de la sociedad burguesa. <br />
<br />
De la situación del proletariado, de la vida en las grandes ciudades industriales, él apenas sabe nada, y del movimiento de los trabajadores tiene ideas completamente torcidas. Le preocupa sólo el destino del taller, de los pequeños maestros y obreros, de los ayudantes y aprendices. Las exigencias de los obreros, la fuerza siempre creciente del futuro, sólo le producen miedo. Las conquistas técnicas de su tiempo no le interesan especialmente, y el romanticismo con que se mantiene adherido a las venerables formas de vida de antaño es mucho más espontáneo y profundo que el entusiasmo de Carlyle y Ruskin por la Edad Media con sus monasterios y gremios. Junto a la visión del mundo de un habitante de gran ciudad, amante de la novedad, de un tecnicista, que Balzac tenía, todo esto produce el efecto de un provincianismo cobarde y de un pensar perezoso. <br />
<br />
En las obras de su época tardía, especialmente en Tiempos difíciles, se puede observar, sin embargo, una cierta ampliación del círculo de ideas: la ciudad industrial entra como problema en su mundo intelectual y discute con creciente interés el destino del proletariado industrial como clase. Pero ¡cuán insuficiente es todavía la imagen que se hace de la estructura interna del capitalismo, cuán ingenua y llena de prejuicios es su opinión acerca de los objetivos del movimiento obrerista, cuán pequeñoburgués es su juicio de que la agitación socialista no es más que demagogia, y la consigna de huelga nada más que una exacción!. La simpatía del autor va hacia el honrado Stephen Blackpool, que no toma parte en la huelga, y por una fidelidad atávica y perruna siente una solidaridad insobornable, aunque fuertemente velada, con su patrón. La «moral de perro» desempeña en Dickens un gran papel. Cuanto más alejada está una actitud de la posición intelectual madura y crítica de un hombre de espíritu, tanto mayor comprensión y simpatía le brinda. Las gentes incultas y sencillas quedan siempre más cerca de él que las ilustradas, y los niños más cerca que los adultos.<br />
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Dickens entiende completamente al revés el sentido de la lucha entre el capital y el trabajo; sencillamente, no comprende que se enfrenten dos fuerzas mutuamente inconciliables, y que no está en la buena voluntad del individuo atenuar la lucha. La verdad evangélica de que el hombre no sólo vive de pan produce en una novela que describe la lucha del proletariado por el pan cotidiano un efecto que no tiene nada de convincente. Pero Dickens no puede desligarse de su infantil fe en la conciliación entre clases. Se acuna en la ilusión de que los sentimientos patriarcales y filantrópicos en una de las partes, y una conducta paciente y sacrificada en la otra, podrían asegurar la paz social. Predica la renuncia a la fuerza porque tiene por mayor mal la agitación y la revolución que la sumisión y la explotación. Si una frase tan dura como la conocida «mejor injusticia que desorden» no la dijo nunca, era sólo porque era menos valiente y mucho menos claro consigo mismo que Goethe.<br />
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Transformó el egoísmo sano y nada sentimental de la antigua burguesía en una filosofía de navidad, adulterada y dulzona, que Taine caracteriza del mejor modo: «Sed buenos y amaos; el sentimiento del corazón es la única alegría verdadera… Dejad la ciencia a los sabios, el orgullo a los elegantes, el lujo a los ricos…». Dickens no sabía cuán duro era el núcleo de este mensaje de amor y cuán caro les hubiera resultado a los débiles atenerse a su paz. Pero él lo presentía, y las íntimas contradicciones de su mentalidad se reflejan de modo innegable en las graves alteraciones neuróticas que le aquejaban. <br />
<br />
El mundo de este apóstol de la paz no era en modo alguno un mundo pacífico e inofensivo. Su beato sentimentalismo es muchas veces sólo la máscara de una terrible crueldad, su humor es una sonrisa entre lágrimas, su buen humor lucha con una larvada angustia ante la vida; bajo los rasgos de sus figuras bonachonas se oculta una mueca, su decencia burguesa linda continuamente con la criminalidad, el escenario de su viejo mundo al modo tradicional es una trastera tenebrosa, su terrible vitalidad, su alegría de la vida están a la sombra de la muerte, y su naturalismo es una alucinación febril. Se descubre que este Victoriano aparentemente tan decente, correcto y respetable es un surrealista desesperado, aquejado de sueños angustiosos.<br />
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Dickens es no sólo un representante de la vida real y del naturalismo en el arte, no sólo un perfecto maestro de los petits faits vrais, sino precisamente el artista al que la literatura inglesa debe los más importantes logros naturalistas. Toda la novela inglesa moderna ha sacado de él su arte de describir el ambiente, de dibujar los retratos, de llevar el diálogo. Pero, en realidad, todas las figuras de este naturalismo son caricaturas, todos los rasgos de la vida están en él agudizados, aumentados de dimensión, exagerados, todo se convierte en un fantástico juego de sombras y retablo de titiritero, todo se transforma en relaciones y situaciones estilizadas y estereotipadas hasta llegar a la simplicidad del melodrama. Sus más amables figuras son locos rematados; sus más inofensivos pequeñoburgueses, raros imposibles, monomaniacos, duendes; sus ambientes más cuidadosamente dibujados son como bastidores de óperas románticas, y todo su naturalismo produce a menudo sólo la actitud y estridencia de visiones de sueño. Los peores absurdos de Balzac producen un efecto más lógico que muchas de sus visiones.<br />
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Las represiones y compromisos Victorianos engendran en él un estilo completamente desigual, indómito, «neurótico». Pero las neurosis no son siempre absolutamente complicadas, y Dickens en realidad no tenía en sí nada de complicado y diferenciado. Fue no sólo uno de los más incultos escritores ingleses, no sólo tan ignorante y tan iletrado como, por ejemplo, Richardson o Jane Austen, sino, a diferencia de esta última, que era ingenua y en muchos aspectos obtusa, un niño grande, que era insensible a los más profundos problemas de la vida. No tenía en sí nada de intelectual, y tampoco pensaba nada en los intelectuales. Si alguna vez describía a un artista o pensador, se reía de él. Frente al arte adoptaba la postura hostil del puritano, y la acentuaba todavía con la opinión sin espíritu y antiartística del burgués práctico; lo consideraba en realidad como algo superfluo y aun lamentable. Su oposición al espíritu era peor que burguesa, era pequeñoburguesa y filistea. Negaba toda comunidad con artistas, poetas y semejantes fanfarrones, como si quisiera con ello atestiguar la solidaridad con su público.<br />
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El público lector estaba ya dividido en la época victoriana en dos círculos perfectamente distintos, y Dickens era considerado, a pesar de sus partidarios en las clases elevadas, como el autor del público sin ilustración ni selección. Esta división existía ya por cierto en el siglo XVIII y se puede considerar precisamente a Richardson, en oposición a Defoe y Fielding, como el representante del gusto burgués más elevado; los lectores de Richardson, Defoe y Fielding eran, empero, en conjunto las mismas gentes. Por el contrario, desde 1830 la distancia entre los dos estratos culturales se fue haciendo mucho más perceptible, y el público de Dickens podía distinguirse muy bien del de Thackeray y Trollope, si bien muchos lectores se movían todavía en la frontera de los dos. Había evidentemente ya en el siglo XVIII gentes que se podían identificar con los héroes y heroínas de Richardson mucho más fácil y completamente que con los de Fielding, pero en este momento ya existen quienes simplemente no pueden soportar a Dickens, y hay otros que apenas comprenden a Thackeray o incluso a George Eliot. <br />
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El fenómeno tan característico de la situación actual de que, junto al público lector ilustrado y crítico, hay un círculo de lectores tan regulares como los otros y que en la literatura no buscan más que un entretenimiento ligero y superficial, era desconocido antes de la época victoriana. El público de la literatura de puro entretenimiento consistía principalmente aún en lectores ocasionales, mientras que el público lector asiduo se limitaba a las clases cultas. Pero en los días de Dickens ya existen, lo mismo que hoy, dos grupos de clientes regulares de bella literatura. La diferencia entre ese tiempo y nuestros días consiste solamente en que la literatura popular de entretenimiento de entonces contenía todavía las obras de un escritor como Dickens, y en que todavía había mucha gente que podía gozar de ambas clases de literatura, y hoy, por el contrario, la buena literatura es fundamentalmente impopular y la literatura popular es insoportable para gentes de gusto.<br />
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<b>(*) Fragmento del capítulo “La novela social en Inglaterra y Rusia” del libro de 1951 “Historia Social de la literatura y el arte”. </b><b>El libro completo en epub y pdf en:</b><br />
<b><a href="https://www.lectulandia.com/book/historia-social-de-la-literatura-y-del-arte/">https://www.lectulandia.com/book/historia-social-de-la-literatura-y-del-arte/</a></b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-32399781710314628232018-04-10T09:42:00.004-03:002018-04-10T09:42:39.024-03:00EL DÍA QUE FUSILARON A MIGUEL GILA<span class="fullpost"> </span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-MKq_3gveHqo/WsywjZKEeEI/AAAAAAAAd-Q/i7Ic7iGmGeoyVf5VtSzgRFQ8E1Z8iiOOwCLcBGAs/s1600/gila.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="536" data-original-width="1034" height="330" src="https://4.bp.blogspot.com/-MKq_3gveHqo/WsywjZKEeEI/AAAAAAAAd-Q/i7Ic7iGmGeoyVf5VtSzgRFQ8E1Z8iiOOwCLcBGAs/s640/gila.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b>Juan Sanguino (El País de Madrid)</b><br />
En 2018 se cumplen 80 años de cómo el humorista se libró de una muerte segura y de cómo este episodio condicionó su inigualable arte<br />
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<b><i>“Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal”.</i></b><br />
<br />
El humorista Miguel Gila (Madrid, 1919 – Barcelona, 2001), que trascendió en la cultura popular española con sus monólogos sobre la guerra, sabía de lo que hablaba. Mediante el surrealismo (“¿está el enemigo? Que se ponga”), el esperpento (“me dice el tío: '¡Oye que me has dado!'; pues no seas el enemigo”) y el costumbrismo (“¿a qué hora piensan atacar mañana? ¿no puede ser por la tarde, después del fútbol?”) Gila proponía un ejercicio terapéutico no tanto de reconciliación con la contienda como de memoria sentimental. Reinventando la Guerra Civil española, reescribiéndola y, por encima de todo, nunca olvidándola. Él mismo fue uno de sus muertos pero, como si de uno de sus chistes absurdos se tratase, vivió para contarlo.<br />
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“No le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación”, escribió Gila<br />
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En su autobiografía Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados (Temas de Hoy, 1995), Miguel Gila contó por primera vez la noche que fue fusilado. Afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas, mintió sobre su edad (tenía 17 años) para alistarse en el ejército tras el golpe militar de Franco de julio de 1936 y acabaría formando parte del Regimiento Pasionaria. En diciembre de 1938, cuando todavía quedaban cinco meses para el final de la guerra, su cuadrilla ya se daba por vencida vagando por los campos de Córdoba: sin munición, sin camiones y sin agua, fueron capturados por el dichoso “enemigo” (en este caso, la 13.ª división de Yagüe). “No le tenía miedo a la muerte”, recordaba Gila, “estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación”.<br />
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La lluvia no dejaba de caer mientras el regimiento de Miguel Gila esperaba a “pagar el precio de la derrota”. Les habían quitado los abrigos, las botas y las mantas y les habían sentado en el suelo durante horas mientras sus captores saqueaban una finca. La dueña, una mujer de unos 30 años, salió de la casa gritando: “¡Viva Franco!”. No le sirvió de nada: la violaron entre todos.<br />
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Después llevaron a los detenidos a un descampado. “El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas”, escribió Gila. El alcohol distrajo a los verdugos de formalidades (no hubo “listos, apunten, fuego”) o protocolos: dispararon a los 14 hombres una sola vez, sin rematarlos con un tiro de gracia, y siguieron bebiendo mientras asaban las gallinas robadas.<br />
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“Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes”, dijo Miguel Gila, un chaval de 19 años, que se quedó toda la noche haciéndose el muerto en el barro bajo la lluvia mientras sus captores bebían y comían. Al amanecer, cuando ya se habían ido, se incorporó, buscó otros supervivientes y encontró solo uno: el cabo Villegas.<br />
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Le hizo un torniquete en el muslo para que dejara de sangrar y le cargó en su hombro para recorrer los 18 kilómetros que separan El Viso de Los Pedroches de Villanueva del Duque (Córdoba). “Me fue difícil cruzar el río [Guadamatilla], sucio y revuelto por las lluvias. El cabo Villegas no pesaba mucho y yo era un muchacho fuerte, pero el terror del fusilamiento había aflojado mis piernas”, confesaba Gila.<br />
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Gila agarró su síndrome postraumático, lo zarandeó y no solo lo convirtió en arte sino en una rentable carrera profesional, un legado cultural y un bálsamo social. Gracias a Gila las dos Españas empezaron, poco a poco, a reírse juntas<br />
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Los dos soldados se metieron en la primera casa que encontraron. “El miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento; el hambre y el frío me habían dado el valor o me habían quitado la cobardía. Lo mismo da”, dijo Gila. En el interior había un grupo de legionarios que luchaban en el bando nacional, que “odiaban a los moros”, y le dejaron secar su ropa, le dieron agua, una lata de carne, otra de sardinas, pan, tabaco, tomates, una manta y unas alpargatas y le pidieron que se marchase para no meterse en problemas con sus superiores.<br />
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Unas horas después, ya recuperado, Gila se unió a una fila de detenidos. Pasó cinco meses en el campo de prisioneros de Valsequillo (Córdoba), tras los cuales fue trasladado a la cárcel de Yeserías (Madrid) primero y a la de Torrijos (Madrid) después, donde coincidió con el poeta Miguel Hernández. Allí empezó a dibujar viñetas de humor. Estuvo entre rejas menos de un año, hasta el verano de 1939. El cabo Villegas perdió una pierna, pero logró sobrevivir.<br />
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Durante los cuatro años posteriores que pasó haciendo el servicio militar comenzó su carrera como escritor cómico en publicaciones como La codorniz, Hermano lobo o Flechas y Pelayos. En 1951 se subió al escenario del teatro Fontalba (Madrid) e improvisó un monólogo sobre sus experiencias en “la guerra”. Nunca especificaría cuál. No hacía falta.<br />
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A mediados de los 50, Miguel Gila ya era un humorista popular. Francisco Franco le invitaba al Palacio de La Granja durante las conmemoraciones anuales del 18 de julio, a pesar de conocer sus afiliaciones socialistas, porque a su mujer Carmen Polo le hacía mucha gracia “lo ocurrente que era”. Gila aseguraba que no tenía identidad política desde que rompió su carnet de las Juventudes Socialistas minutos antes de ser capturado aquella noche de diciembre de 1938.<br />
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Miguel Gila, 19 años, se quedó toda la noche haciéndose el muerto mientras sus captores bebían. Al amanecer, cuando ya se habían ido, buscó otros supervivientes y encontró solo uno: el cabo Villegas<br />
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Y esa fue la clave de su éxito. Si la actriz Carrie Fisher (la heroína de Star Wars) decía que “tienes que coger tu corazón roto y convertirlo en arte”, Miguel Gila agarró su síndrome postraumático (mucho antes de que los psicólogos nombrasen el término), lo zarandeó y no solo lo convirtió en arte sino en una rentable carrera profesional, un legado cultural y un bálsamo social. Gracias a Gila las dos Españas empezaron, poco a poco, a reírse juntas.<br />
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Tras un exilio (básicamente por cuestiones de trabajo) de 17 años en Buenos Aires, el humorista regresó definitivamente a España en 1985 y forjó su estatus de icono nacional. Él decía que el humor es la maldad de los hombres dicha con ingenuidad de niño y sus descacharrantes anécdotas sobre el día a día de la guerra demostraron que aquel refrán que asegura que “la comedia es solo el resultado del dolor y el paso del tiempo” podía hacerse realidad incluso en un país con las cicatrices tan mal curadas como España.<br />
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“Perdone, ¿podrían ustedes parar la guerra un momento?” era un chascarrillo estrafalario, pero también despojaba a la batalla de heroicidad. Sus participantes, en un bando y en otro, no son héroes ni villanos sino hombres con ganas de regresar a casa y Gila jamás mencionaba a los vencedores ni a los vencidos porque, en realidad, todos habían perdido.<br />
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Su comedia resultaba campechana en la forma, pero sofisticada en el fondo. Aquel deje amargo aunque nunca rencoroso, aquella humanidad entrañable y aquel talante resignado forjaron una comedia accesible y universal. Durante los 90, explicaba que Bill Clinton le había contratado para luchar contra Sadam Hussein porque la guerra jamás terminaba y, para Gila, el humor tampoco. En el libro Miguel Gila. Vida y obra de un genio, de Juan Carlos Ortega y Marc Lobató (Libros del silencio, 2017), Josema Yuste asegura que la comedia de Gila “te tiene que gustar, seas de izquierdas, de derechas, del centro; de arriba, de abajo; seas lo que seas te tiene que gustar”. Juan Marsé describe que “su humor fulmina la grandilocuencia” y Forges alaba que en sus monólogos “todo lo gris del franquismo cotidiano desaparecía, es uno de los tres reyes magos del humor, con Cervantes y Quevedo”.<br />
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Gila fue artista que durante décadas consiguió que todo el país dejase de prestar atención a sus diferencias para regodearse en lo que le une. Miguel Gila utilizó su miseria para sacar a España de la trinchera y sentarla en un diván terapéutico desde el cual encontrar cierta paz con sus propios fantasmas. Al fin y al cabo, él era uno de ellos.Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-27570243065172224352018-02-09T12:41:00.001-03:002018-02-09T12:41:30.750-03:00JULIO CORTÁZAR - EL OTRO CIELO<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-w5voCfZplHY/Wn3AvVmwR1I/AAAAAAAAcxk/kykQd7hh5v4iCXD8nD1mlAddGS9kYk32wCLcBGAs/s1600/Vivienne-1024x435.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="495" data-original-width="1200" height="264" src="https://1.bp.blogspot.com/-w5voCfZplHY/Wn3AvVmwR1I/AAAAAAAAcxk/kykQd7hh5v4iCXD8nD1mlAddGS9kYk32wCLcBGAs/s640/Vivienne-1024x435.jpg" width="640" /></a></span></div>
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<i>Ces yeux ne t’appartiennent pas... où les as-tu pris?</i></div>
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IV, 5.</div>
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Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y por eso, si echarse a caminar una y otra vez por la ciudad parece un escándalo cuando se tiene una familia y un trabajo, hay ratos en que vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi barrio preferido, olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un poco de suerte encontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana siguiente.<br />
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Quién sabe cuánto hace que me repito todo esto, y es penoso porque hubo una época en que las cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con el hombro cualquier rincón del aire. En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Güemes, territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas. Las Josiane de aquellos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido, yo con unos miserables centavos en el bolsillo pero andando como un hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando un Commander precisamente porque mi padrastro me había profetizado que acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco donde se podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y claraboyas sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y del sol ahí afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las puertas del pasaje donde empezaba el último misterio, los vagos ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y también a los presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida y amorales, como les llamaban en los diarios, con bebidas preferentemente verdes en copas biseladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas que yo creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos rachel y cepillos con mangos transparentes.<br />
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Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia diurna de la rue Réaumur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa), cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara.<br />
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Mi novia, Irma, encuentra inexplicable que me guste vagar de noche por el centro o por los barrios del sur, y si supiera de mi predilección por el Pasaje Güemes no dejaría de escandalizarse. Para ella, como para mi madre, no hay mejor actividad social que el sofá de la sala donde ocurre eso que llaman la conversación, el café y el anisado. Irma es la más buena y generosa de las mujeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que verdaderamente cuenta para mí, y en esa forma llegaré alguna vez a ser un buen marido y un padre cuyos hijos serán de paso los tan anhelados nietos de mi madre. Supongo que por cosas así acabé conociendo a Josiane, pero no solamente por eso ya que podría habérmela encontrado en el bulevar Poisonière o en la rue Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos por primera vez en lo más hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figuras de yeso que el pico de gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre los dedos de las Musas polvorientas), y no tardé en saber que Josiane trabajaba en ese barrio y que no costaba mucho dar con ella si se era familiar de los cafés o amigo de los cocheros. Pudo ser coincidencia, pero haberla conocido allí, mientras llovía en el otro mundo, el del cielo alto y sin guirnaldas de la calle, me pareció un signo que iba más allá del encuentro trivial con cualquiera de las prostitutas del barrio. Después supe que en esos días Josiane no se alejaba de la galería porque era la época en que no se hablaba más que de los crímenes de Laurent y la pobre vivía aterrada. Algo de este terror se transformaba en gracia, en gestos casi esquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera de mirarme entre codiciosa y desconfiada, sus preguntas que fingían indiferencia, mi casi incrédulo encanto al enterarme de que vivía en los altos de la galería, mi insistencia en subir a su bohardilla en vez de ir al hotel de la rue du Sentier (donde ella tenía amigos y se sentía protegida). Y su confianza más tarde, cómo nos reímos esa noche a la sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué bonita y dulce era Josiane en su bohardilla de novela barata, con el miedo al estrangulador rondando por París y esa manera de apretarse más y más contra mí mientras pasábamos revista a los asesinatos de Laurent.<br />
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Mi madre sabe siempre si he dormido en casa, y aunque naturalmente no dice nada puesto que sería absurdo que lo dijera, durante uno o dos días me mira entre ofendida y temerosa.<br />
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Sé muy bien que jamás se le ocurriría contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia la persistencia de un derecho materno que ya nada justifica, y sobre todo que sea yo el que al final se aparezca con una caja de bombones o una planta para el patio, y que el regalo represente de una manera muy precisa y sobrentendida la terminación de la ofensa, el retorno a la vida corriente del hijo que vive todavía en casa de su madre. Desde luego Josiane era feliz cuando le contaba esa clase de episodios, que una vez en el barrio de las galerías pasaban a formar parte de nuestro mundo con la misma llaneza que su protagonista.<br />
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El sentimiento familiar de Josiane era muy vivo y estaba lleno de respeto por las instituciones y los parentescos; soy poco amigo de confidencias pero como de algo teníamos que hablar y lo que ella me había dejado saber de su vida ya estaba comentado, casi inevitablemente volvíamos a mis problemas de hombre soltero. Otra cosa nos acercó, y también en eso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las galerías cubiertas, quizá por vivir en una de ellas o porque la protegían del frío y la lluvia (la conocí a principios de un invierno, con nevadas prematuras que nuestras galerías y su mundo ignoraban alegremente).<br />
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Nos habituamos a andar juntos cuando le sobraba el tiempo, cuando alguien –no le gustaba llamarlo por su nombre– estaba lo bastante satisfecho como para dejarla divertirse un rato con sus amigos. De ese alguien hablábamos poco, luego que yo hice las inevitables preguntas y ella me contestó las inevitables mentiras de toda relación mercenaria; se daba por supuesto que era el amo, pero tenía el buen gusto de no hacerse ver. Llegué a pensar que no le desagradaba que yo acompañara algunas noches a Josiane, porque la amenaza de Laurent pesaba más que nunca sobre el barrio después de su nuevo crimen en la rue d’Aboukir, y la pobre no se hubiera atrevido a alejarse de la Galerie Vivienne una vez caída la noche. Era como para sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedo ajeno me servía para recorrer con Josiane los pasajes y los cafés, descubriendo que podía llegar a ser un amigo de verdad de una muchacha a la que no me ataba ninguna relación profunda. De esa confiada amistad nos fuimos dando cuenta poco a poco, a través de silencios, de tonterías.<br />
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Su habitación, por ejemplo, la bohardilla pequeña y limpia que para mí no había tenido otra realidad que la de formar parte de la galería. En un principio yo había subido por Josiane, y como no podía quedarme porque me faltaba el dinero para pagar una noche entera y alguien estaba esperando la rendición sin mácula de cuentas, casi no veía lo que me rodeaba y mucho más tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi pobre cuarto con su almanaque ilustrado y su mate de plata como únicos lujos, me preguntaba por la bohardilla y no alcanzaba a dibujármela, no veía más que a Josiane y me bastaba para entrar en el sueño como si todavía la guardara entre los brazos. Pero con la amistad vinieron las prerrogativas, quizá la aquiescencia del amo, y Josiane se las arreglaba muchas veces para pasar la noche conmigo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un diálogo que no siempre era fácil; cada muñeca, cada estampa, cada adorno fueron instalándose en mi memoria y ayudándome a vivir cuando era el tiempo de volver a mi cuarto o de conversar con mi madre o con Irma de la política nacional y de las enfermedades en las familias.<br />
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Más tarde hubo otras cosas, y entre ellas la vaga silueta de aquel que Josiane llamaba el sudamericano, pero en un principio todo parecía ordenarse en torno al gran terror del barrio, alimentado por lo que un periodista imaginativo había dado en llamar la saga de Laurent el estrangulador. Si en un momento dado me propongo la imagen de Josiane, es para verla entrar conmigo en el café de la rue des Jeuneurs, instalarse en la banqueta de felpa morada y cambiar saludos con las amigas y los parroquianos, frases sueltas que en seguida son Laurent, porque sólo de Laurent se habla en el barrio de la Bolsa, y yo que he trabajado sin parar todo el día y he soportado entre dos ruedas de cotizaciones los comentarios de colegas y clientes acerca del último crimen de Laurent, me pregunto si esa torpe pesadilla va a acabar algún día, si las cosas volverán a ser como imagino que eran antes de Laurent, o si deberemos sufrir sus macabras diversiones hasta el fin de los tiempos. Y lo más irritante (se lo digo a Josiane después de pedir el grog que tanta falta nos hace con ese frío y esa nieve) es que ni siquiera sabemos su nombre, el barrio lo llama Laurent porque una vidente de la barrera de Clichy ha visto en la bola de cristal cómo el asesino escribía su nombre con un dedo ensangrentado, y los gacetilleros se cuidan de no contrariar los instintos del público.<br />
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Josiane no es tonta pero nadie la convencería de que el asesino no se llama Laurent, y es inútil luchar contra el ávido terror parpadeando en sus ojos azules que miran ahora distraídamente el paso de un hombre joven, muy alto y un poco encorvado, que acaba de entrar y se apoya en el mostrador sin saludar a nadie.<br />
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–Puede ser –dice Josiane, acatando alguna reflexión tranquilizadora que debo haber inventado sin siquiera pensarla–. Pero entretanto yo tengo que subir sola a mi cuarto, y si el viento me apaga la vela entre dos pisos... La sola idea de quedarme a oscuras en la escalera, y que quizá...<br />
–Pocas veces subes sola –le digo riéndome.<br />
–Tú te burlas pero hay malas noches, justamente cuando nieva o llueve y me toca volver a las dos de la madrugada...<br />
Sigue la descripción de Laurent agazapado en un rellano, o todavía peor, esperándola en su propia habitación a la que ha entrado mediante una ganzúa infalible. En la mesa de al lado Kikí se estremece ostentosamente y suelta unos grititos que se multiplican en los espejos.<br />
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Los hombres nos divertimos enormemente con esos espantos teatrales que nos ayudarán a proteger con más prestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unas pipas en el café, a esa hora en que la fatiga del trabajo empieza a borrarse con el alcohol y el tabaco, y las mujeres comparan sus sombreros y sus botas o se ríen de nada; da gusto besar en la boca a Josiane que pensativa se ha puesto a mirar al hombre –casi un muchacho– que nos da la espalda y bebe su ajenjo a pequeños sorbos, apoyando un codo en el mostrador. Es curioso, ahora que lo pienso: a la primera imagen que se me ocurre de Josiane y que es siempre Josiane en la banqueta del café, una noche de nevada y Laurent, se agrega inevitablemente aquel que ella llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjo y dándonos la espalda. También yo lo llamo el sudamericano porque Josiane me aseguró que lo era, y que lo sabía por la Rousse que se había acostado con él o poco menos, y todo eso había sucedido antes de que Josiane y la Rousse se pelearan por una cuestión de esquinas o de horarios y lo lamentaran ahora con medias palabras porque habían sido muy buenas amigas. Según la Rousse él le había dicho que era sudamericano aunque hablara sin el menor acento; se lo había dicho al ir a acostarse con ella, quizá para conversar de alguna cosa mientras acababa de soltarse las cintas de los zapatos.<br />
–Ahí donde lo ves, casi un chico... ¿Verdad que parece un colegial que ha crecido de golpe?<br />
Bueno, tendrías que oír lo que cuenta la Rousse.<br />
Josiane perseveraba en la costumbre de cruzar y separar los dedos cada vez que narraba algo apasionante. Me explicó el capricho del sudamericano, nada tan extraordinario después de todo, la negativa terminante de la Rousse, la partida ensimismada del cliente. Le pregunté si el sudamericano la había abordado alguna vez. Pues no, porque debía saber que la Rousse y ella eran amigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando Josiane dijo eso yo miré con más atención y lo vi pagar su ajenjo echando una moneda en el platillo de peltre mientras dejaba resbalar sobre nosotros –y era como si cesáramos de estar allí por un segundo interminable– una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia.<br />
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Después de todo una expresión como ésa, aunque el muchacho fuese casi un adolescente y tuviera rasgos muy hermosos, podía llevar como de la mano a la pesadilla recurrente de Laurent. No perdí tiempo en proponérselo a Josiane.<br />
–¿Laurent? ¡Estás loco! Pero si Laurent es...<br />
Lo malo era que nadie sabía nada de Laurent, aunque Kikí y Albert nos ayudaran a seguir pesando las probabilidades para divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando el patrón, que milagrosamente escuchaba cualquier diálogo en el café, nos recordó que por lo menos algo se sabía de Laurent: la fuerza que le permitía estrangular a sus víctimas con una sola mano. Y ese muchacho, vamos... Sí, y ya era tarde y convenía volver a casa; yo tan solo porque esa noche Josiane la pasaba con alguien que ya la estaría esperando en la bohardilla, alguien que tenía la llave por derecho propio, y entonces la acompañé hasta el primer rellano para que no se asustara si se le apagaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fatiga repentina la miré subir, quizá contenta aunque me hubiera dicho lo contrario, y después salí a la calle nevada y glacial y me puse a andar sin rumbo, hasta que en algún momento encontré como siempre el camino que me devolvería a mi barrio, entre gente que leía la sexta edición de los diarios o miraba por las ventanillas del tranvía como si realmente hubiera alguna cosa que ver a esa hora y en esas calles.<br />
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No siempre era fácil llegar a la zona de las galerías y coincidir con un momento libre de Josiane; cuántas veces me tocaba andar solo por los pasajes, un poco decepcionado, hasta sentir poco a poco que la noche era también mi amante. A la hora en que se encendían los picos de gas la animación se despertaba en nuestro reino, los cafés eran la bolsa del ocio y del contento, y se bebía a largos tragos el fin de la jornada, los titulares de los periódicos, la política, los prusianos, Laurent, las carreras de caballos. Me gustaba saborear una copa aquí y otra más allá, atisbando sin apuro el momento en que descubriría la silueta de Josiane en algún codo de las galerías o en algún mostrador. Si ya estaba acompañada, una señal convenida me dejaba saber cuándo podría encontrarla sola; otras veces se limitaba a sonreír y a mí me quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y así fui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte-Foy, por ejemplo, y en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne, no tanto por Josiane aunque también fuera por ella, sino por sus rejas protectoras, sus alegorías vetustas, sus sombras en el codo del Passage des Petits-Pères, ese mundo diferente donde no había que pensar en Irma y se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte.<br />
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Con tan pocos asideros no alcanzo a calcular el tiempo que pasó antes de que volviéramos a hablar casualmente del sudamericano; una vez me había parecido verlo salir de un portal de la rue Saint-Marc, envuelto en una de esas hopalandas negras que tanto se habían llevado cinco años atrás junto con sombreros de copa exageradamente alta, y estuve tentado de acercarme y preguntarle por su origen. Me lo impidió el pensar en la fría cólera con que yo habría recibido una interpelación de ese género, pero Josiane encontró luego que había sido una tontería de mi parte, quizá porque el sudamericano le interesaba a su manera, con algo de ofensa gremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unas noches atrás había creído reconocerlo de lejos en la Galerie Vivienne, que sin embargo él no parecía frecuentar.<br />
–No me gusta esa manera que tiene de mirarnos –dijo Josiane–. Antes no me importaba, pero desde aquella vez que hablaste de Laurent...<br />
–Josiane, cuando hice esa broma estábamos con Kikí y Albert. Albert es un soplón de la policía, supongo que lo sabes. ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad si la idea le pareciera razonable? La cabeza de Laurent vale mucho dinero, querida.<br />
–No me gustan sus ojos –se obstinó Josiane–. Y además que no te mira, la verdad es que te clava los ojos pero no te mira. Si un día me aborda salgo huyendo, te lo digo por esta cruz.<br />
–Tienes miedo de un chico. ¿O todos los sudamericanos te parecemos unos orangutanes?<br />
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Ya se sabe cómo podían acabar esos diálogos. Íbamos a beber un grog al café de la rue des Jeuneurs, recorríamos las galerías, los teatros del bulevar, subíamos a la bohardilla, nos reíamos enormemente. Hubo algunas semanas –por fijar un término, es tan difícil ser justo con la felicidad– en que todo nos hacía reír, hasta las torpezas de Badinguet y el temor de la guerra nos divertían. Es casi ridículo admitir que algo tan desproporcionadamente inferior como Laurent pudiera acabar con nuestro contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujer en la rue Beauregard –tan cerca, después de todo– y en el café nos quedamos como en misa y Marthe, que había entrado a la carrera para gritar la noticia, acabó en una explosión de llanto histérico que de algún modo nos ayudó a tragar la bola que teníamos en la garganta.<br />
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Esa misma noche la policía nos pasó a todos por su peine más fino, de café en café y de hotel en hotel; Josiane buscó al amo y yo la dejé irse, comprendiendo que necesitaba la protección suprema que todo lo allanaba. Pero como en el fondo esas cosas me sumían en una vaga tristeza –las galerías no eran para eso, no debían ser para eso–, me puse a beber con Kikí y después con la Rousse que me buscaba como puente para reconciliarse con Josiane. Se bebía fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente de las voces y los tragos me pareció casi justo que a medianoche el sudamericano fuera a sentarse a una mesa del fondo y pidiera un ajenjo con la expresión de siempre, hermosa y ausente y alunada. Al preludio de confidencia de la Rousse contesté que ya lo sabía, y que después de todo el muchacho no era ciego y sus gustos no merecían tanto rencor; todavía nos reíamos de las falsas bofetadas de la Rousse cuando Kikí condescendió a decir que alguna vez había estado en su habitación.<br />
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Antes de que la Rousse pudiera clavarle las diez uñas de una pregunta imaginable, quise saber cómo era ese cuarto. “Bah, qué importa el cuarto”, decía desdeñosamente la Rousse, pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardilla de la rue Notre-Dame-des-Victoires, sacando como un mal prestidigitador de barrio un gato gris, muchos papeles borroneados, un piano que ocupaba demasiado lugar, pero sobre todo papeles y al final otra vez el gato gris que en el fondo parecía ser el mejor recuerdo de Kikí.<br />
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Yo la dejaba hablar, mirando todo el tiempo hacia la mesa del fondo y diciéndome que al fin y al cabo hubiera sido tan natural que me acercara al sudamericano y le dijera un par de frases en español. Estuve a punto de hacerlo, y ahora no soy más que uno de los muchos que se preguntan por qué en algún momento no hicieron lo que habían pensado hacer. En cambio me quedé con la Rousse y Kikí, fumando una nueva pipa y pidiendo otra ronda de vino blanco; no me acuerdo bien de lo que sentí al renunciar a mi impulso, pero era algo como una veda, el sentimiento de que si la trasgredía iba a entrar en un territorio inseguro. Y sin embargo creo que hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme.<br />
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Salvarme de qué, me pregunto. Pero precisamente de eso: salvarme de que hoy no pueda hacer otra cosa que preguntármelo, y que no haya otra respuesta que el humo del tabaco y esa vaga esperanza inútil que me sigue por las calles como un perro sarnoso.<br />
<br />
Poco a poco tuve que convencerme de que habíamos entrado en malos tiempos y que mientras Laurent y las amenazas prusianas nos preocuparan de ese modo, la vida no volvería a ser lo que había sido en las galerías. Mi madre debió notarme desmejorado porque me aconsejó que tomara algún tónico, y los padres de Irma, que tenían un chalet en una isla del Paraná, me invitaron a pasar una temporada de descanso y de vida higiénica. Pedí quince días de vacaciones y me fui sin ganas a la isla, enemistado de antemano con el sol y los mosquitos. El primer sábado pretexté cualquier cosa y volví a la ciudad, anduve como a los tumbos por calles donde los tacos se hundían en el asfalto blando. De esa vagancia estúpida me queda un brusco recuerdo delicioso: al entrar una vez más en el Pasaje Güemes me envolvió de golpe el aroma del café, su violencia ya casi olvidada en las galerías donde el café era flojo y recocido. Bebí dos tazas, sin azúcar, saboreando y oliendo a la vez, quemándome y feliz. Todo lo que siguió hasta el fin de la tarde olió distinto, el aire húmedo del centro estaba lleno de pozos de fragancia (volví a pie hasta mi casa, creo que le había prometido a mi madre cenar con ella), y en cada pozo del aire los olores eran más crudos, más intensos, jabón amarillo, café, tabaco negro, tinta de imprenta, yerba mate, todo olía encarnizadamente, y también el sol y el cielo eran más duros y acuciados. Por unas horas olvidé casi rencorosamente el barrio de las galerías, pero cuando volví a cruzar el Pasaje Güemes (¿era realmente en la época de la isla? <br />
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Acaso mezclo dos momentos de una misma temporada, y en realidad poco importa) fue en vano que invocara la alegre bofetada del café, su olor me pareció el de siempre y en cambio reconocí esa mezcla dulzona y repugnante del aserrín y la cerveza rancia que parece rezumar del piso de los bares del centro, pero quizá fuera porque de nuevo estaba deseando encontrar a Josiane y hasta confiaba en que el gran terror y las nevadas hubiesen llegado a su fin. Creo que en esos días empecé a sospechar que ya el deseo no bastaba como antes para que las cosas girasen acompasadamente y me propusieran alguna de las calles que llevaban a la Galerie Vivienne, pero también es posible que terminara por someterme mansamente al chalet de la isla para no entristecer a Irma, para que no sospechara que mi único reposo verdadero estaba en otra parte; hasta que no pude más y volví a la ciudad y caminé hasta agotarme, con la camisa pegada al cuerpo, sentándome en los bares para beber cerveza, esperando ya no sabía qué. Y cuando al salir del último bar vi que no tenía más que dar la vuelta a la esquina para internarme en mi barrio, la alegría se mezcló con la fatiga y una oscura conciencia de fracaso, porque bastaba mirar la cara de la gente para comprender que el gran terror estaba lejos de haber cesado, bastaba asomarse a los ojos de Josiane en su esquina de la rue d’Uzès y oírle decir quejumbrosa que el amo en persona había decidido protegerla de un posible ataque; recuerdo que entre dos besos alcancé a entrever su silueta en el hueco de un portal, defendiéndose de la cellisca envuelto en una larga capa gris.<br />
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Josiane no era de las que reprochan las ausencias, y me pregunto si en el fondo se daba cuenta del paso del tiempo. Volvimos del brazo a la Galerie Vivienne, subimos a la bohardilla, pero después comprendimos que no estábamos contentos como antes y lo atribuimos vagamente a todo lo que afligía al barrio; habría guerra, era fatal, los hombres tendrían que incorporarse a las filas (ella empleaba solemnemente esas palabras con un ignorante, delicioso respeto), la gente tenía miedo y rabia, la policía no había sido capaz de descubrir a Laurent. Se consolaban guillotinando a otros, como esa misma madrugada en que ejecutarían al envenenador del que tanto habíamos hablado en el café de la rue des Jeuneurs en los días del proceso; pero el terror seguía suelto en las galerías y en los pasajes, nada había cambiado desde mi último encuentro con Josiane, y ni siquiera había dejado de nevar.<br />
<br />
Para consolarnos nos fuimos de paseo, desafiando el frío porque Josiane tenía un abrigo que debía ser admirado en una serie de esquinas y portales donde sus amigas esperaban a los clientes soplándose los dedos o hundiendo las manos en los manguitos de piel. Pocas veces habíamos andado tanto por los bulevares, y terminé sospechando que éramos sobre todo sensibles a la protección de los escaparates iluminados; entrar en cualquiera de las calles vecinas (porque también Liliane tenía que ver el abrigo, y más allá Francine) nos iba hundiendo poco a poco en el espanto, hasta que el abrigo quedó suficientemente exhibido y yo propuse nuestro café y corrimos por la rue du Croissant hasta dar la vuelta a la manzana y refugiarnos en el calor y los amigos. Por suerte para todos la idea de la guerra se iba adelgazando a esa hora en las memorias, a nadie se le ocurría repetir los estribillos obscenos contra los prusianos, se estaba tan bien con las copas llenas y el calor de la estufa, los clientes de paso se habían marchado y quedábamos solamente los amigos del patrón, el grupo de siempre y la buena noticia de que la Rousse había pedido perdón a Josiane y se habían reconciliado con besos y lágrimas y hasta regalos. <br />
<br />
Todo tenía algo de guirnalda (pero las guirnaldas pueden ser fúnebres, lo comprendí después) y por eso, como afuera estaban la nieve y Laurent, nos quedábamos lo más posible en el café y nos enterábamos a medianoche de que el patrón cumplía cincuenta años de trabajo detrás del mismo mostrador, y eso había que festejarlo, una flor se trenzaba con la siguiente, las botellas llenaban las mesas porque ahora las ofrecía el patrón y no se podía desairar tanta amistad y tanta dedicación al trabajo, y hacia las tres y media de la mañana Kikí completamente borracha terminaba de cantarnos los mejores aires de la opereta de moda mientras Josiane y la Rousse lloraban abrazadas de felicidad y ajenjo, y Albert, casi sin darle importancia, trenzaba otra flor en la guirnalda y proponía terminar la noche en la Roquette donde guillotinaban al envenenador exactamente a las seis, y el patrón descubría emocionado que ese final de fiesta era como la apoteosis de cincuenta años de trabajo honrado y se obligaba, abrazándonos a todos y hablándonos de su esposa muerta en el Languedoc, a alquilar dos fiacres para la expedición.<br />
<br />
A eso siguió más vino, la evocación de diversas madres y episodios sobresalientes de la infancia, y una sopa de cebolla que Josiane y la Rousse llevaron a lo sublime en la cocina del café mientras Albert, el patrón y yo nos prometíamos amistad eterna y muerte a los prusianos. La sopa y los quesos debieron ahogar tanta vehemencia, porque estábamos casi callados y hasta incómodos cuando llegó la hora de cerrar el café con un ruido interminable de barras y cadenas, y subir a los fiacres donde todo el frío del mundo parecía estar esperándonos. Más nos hubiera valido viajar juntos para abrigarnos, pero el patrón tenía principios humanitarios en materia de caballos y montó en el primer fiacre con la Rousse y Albert mientras me confiaba a Kikí y a Josiane quienes, dijo, eran como sus hijas. Después de festejar adecuadamente la frase con los cocheros, el ánimo nos volvió al cuerpo mientras subíamos hacia Popincourt entre simulacros de carreras, voces de aliento y lluvias de falsos latigazos. <br />
<br />
El patrón insistió en que bajáramos a cierta distancia, aduciendo razones de discreción que no entendí, y tomados del brazo para no resbalar demasiado en la nieve congelada remontamos la rue de la Roquette vagamente iluminada por reverberos aislados, entre sombras movientes que de pronto se resolvían en sombreros de copa, fiacres al trote y grupos de embozados que acababan amontonándose frente a un ensanchamiento de la calle, bajo la otra sombra más alta y más negra de la cárcel. Un mundo clandestino se codeaba, se pasaba botellas de mano en mano, repetía una broma que corría entre carcajadas y chillidos sofocados, y también había bruscos silencios y rostros iluminados un instante por un yesquero, mientras seguíamos avanzando dificultosamente y cuidábamos de no separarnos como si cada uno supiera que sólo la voluntad del grupo podía perdonar su presencia en ese sitio. La máquina estaba ahí sobre sus cinco bases de piedra, y todo el aparato de la justicia aguardaba inmóvil en el breve espacio entre ella y el cuadro de soldados con los fusiles apoyados en tierra y las bayonetas caladas. Josiane me hundía las uñas en el brazo y temblaba de tal manera que hablé de llevármela a un café, pero no había cafés a la vista y ella se empecinaba en quedarse. <br />
<br />
Colgada de mí y de Albert, saltaba de tanto en tanto para ver mejor la máquina, volvía a clavarme las uñas, y al final me obligó a agachar la cabeza hasta que sus labios encontraron mi boca, y me mordió histéricamente murmurando palabras que pocas veces le había oído y que colmaron mi orgullo como si por un momento hubiera sido el amo. Pero de todos nosotros el único aficionado apreciativo era Albert; fumando un cigarro mataba los minutos comparando ceremonias, imaginando el comportamiento final del condenado, las etapas que en ese mismo momento se cumplían en el interior de la prisión y que conocía en detalle por razones que se callaba. Al principio lo escuché con avidez para enterarme de cada nimia articulación de la liturgia, hasta que lentamente, como desde más allá de él y de Josiane y de la celebración del aniversario, me fue invadiendo algo que era como un abandono, el sentimiento indefinible de que eso no hubiera debido ocurrir en esa forma, que algo estaba amenazando en mí el mundo de las galerías y los pasajes, o todavía peor, que mi felicidad en ese mundo había sido un preludio engañoso, una trampa de flores como si una de las figuras de yeso me hubiera alcanzado una guirnalda mentida (y esa noche yo había pensado que las cosas se tejían como las flores en una guirnalda), para caer poco a poco en Laurent, para derivar de la embriaguez inocente de la Galerie Vivienne y de la bohardilla de Josiane, lentamente ir pasando al gran terror, a la nieve, a la guerra inevitable, a la apoteosis de los cincuenta años del patrón, a los fiacres ateridos del alba, al brazo rígido de Josiane que se prometía no mirar y buscaba ya en mi pecho dónde esconder la cara en el momento final. Me pareció (y en ese instante las rejas empezaban a abrirse y se oía la voz de mando del oficial de la guardia) que de alguna manera eso era un término, no sabía bien de qué porque al fin y al cabo yo seguiría viviendo, trabajando en la Bolsa y viendo de cuando en cuando a Josiane, a Albert y a Kikí que ahora se había puesto a golpearme histéricamente el hombro, y aunque no quería desviar los ojos de las rejas que terminaban de abrirse, tuve que prestarle atención por un instante y siguiendo su mirada entre sorprendida y burlona alcancé a distinguir casi al lado del patrón la silueta un poco agobiada del sudamericano envuelto en la hopalanda negra, y curiosamente pensé que también eso entraba de alguna manera en la guirnalda, y que era un poco como si una mano acabara de trenzar en ella la flor que la cerraría antes del amanecer. <br />
<br />
Y ya no pensé más porque Josiane se apretó contra mí gimiendo, y en la sombra que los dos reverberos de la puerta agitaban sin ahuyentarla, la mancha blanca de una camisa surgió como flotando entre dos siluetas negras, apareciendo y desapareciendo cada vez que una tercera sombra voluminosa se inclinaba sobre ella con los gestos del que abraza o amonesta o dice algo al oído o da a besar alguna cosa, hasta que se hizo a un lado y la mancha blanca se definió más de cerca, encuadrada por un grupo de gentes con sombreros de copa y abrigos negros, y hubo como una prestidigitación acelerada, un rapto de la mancha blanca por las dos figuras que hasta ese momento habían parecido formar parte de la máquina, un gesto de arrancar de los hombros un abrigo ya innecesario, un movimiento presuroso hacia adelante, un clamor ahogado que podía ser de cualquiera, de Josiane convulsa contra mí, de la mancha blanca que parecía deslizarse bajo el armazón donde algo se desencadenaba con un chasquido y una conmoción casi simultáneos. Creí que Josiane iba a desmayarse, todo el peso de su cuerpo resbalaba a lo largo del mío como debía estar resbalando el otro cuerpo hacia la nada, y me incliné para sostenerla mientras un enorme nudo de gargantas se desataba en un final de misa con el órgano resonando en lo alto (pero era un caballo que relinchaba al oler la sangre) y el reflujo nos empujó entre gritos y órdenes militares. <br />
<br />
Por encima del sombrero de Josiane que se había puesto a llorar compasivamente contra mi estómago, alcancé a reconocer al patrón emocionado, a Albert en la gloria, y el perfil del sudamericano perdido en la contemplación imperfecta de la máquina que las espaldas de los soldados y el afanarse de los artesanos de la justicia le iban librando por manchas aisladas, por relámpagos de sombra entre gabanes y brazos y un afán general por moverse y partir en busca de vino caliente y de sueño, como nosotros amontonándonos más tarde en un fiacre para volver al barrio, comentando lo que cada uno había creído ver y que no era lo mismo, no era nunca lo mismo y por eso valía más porque entre la rue de la Roquette y el barrio de la Bolsa había tiempo para reconstruir la ceremonia, discutirla, sorprenderse en contradicciones, jactarse de una vista más aguda o de unos nervios más templados para la admiración de última hora de nuestras tímidas compañeras.<br />
<br />
Nada podía tener de extraño que en esa época mi madre me notara más desmejorado y se lamentara sin disimulo de una indiferencia inexplicable que hacía sufrir a mi pobre novia y terminaría por enajenarme la protección de los amigos de mi difunto padre gracias a los cuales me estaba abriendo paso en los medios bursátiles. A frases así no se podía contestar más que con el silencio, y aparecer algunos días después con una nueva planta de adorno o un vale para madejas de lana a precio rebajado. Irma era más comprensiva, debía confiar simplemente en que el matrimonio me devolvería alguna vez a la normalidad burocrática, y en esos últimos tiempos yo estaba al borde de darle la razón pero me era imposible renunciar a la esperanza de que el gran terror llegara a su fin en el barrio de las galerías y que volver a mi casa no se pareciera ya a una escapatoria, a un ansia de protección que desaparecía tan pronto como mi madre empezaba a mirarme entre suspiros o Irma me tendía la taza de café con la sonrisa de las novias arañas. <br />
<br />
Estábamos por ese entonces en plena dictadura militar, una más en la interminable serie, pero la gente se apasionaba sobre todo por el desenlace inminente de la guerra mundial y casi todos los días se improvisaban manifestaciones en el centro para celebrar el avance aliado y la liberación de las capitales europeas, mientras la policía cargaba contra los estudiantes y las mujeres, los comercios bajaban presurosamente las cortinas metálicas y yo, incorporado por la fuerza de las cosas a algún grupo detenido frente a las pizarras de La Prensa, me preguntaba si sería capaz de seguir resistiendo mucho tiempo a la sonrisa consecuente de la pobre Irma y a la humedad que me empapaba la camisa entre rueda y rueda de cotizaciones. Empecé a sentir que el barrio de las galerías ya no era como antes el término de un deseo, cuando bastaba echar a andar por cualquier calle para que en alguna esquina todo girara blandamente y me allegara sin esfuerzo a la Place des Victoires donde era tan grato demorarse vagando por las callejuelas con sus tiendas y zaguanes polvorientos, y a la hora más propicia entrar en la Galerie Vivienne en busca de Josiane, a menos que caprichosamente prefiriera recorrer primero el Passage des Panoramas o el Passage des Princes y volver dando un rodeo un poco perverso por el lado de la Bolsa.<br />
<br />
Ahora, en cambio, sin siquiera tener el consuelo de reconocer como aquella mañana el aroma vehemente del café en el Pasaje Güemes (olía a aserrín, a lejía), empecé a admitir desde muy lejos que el barrio de las galerías no era ya el puerto de reposo, aunque todavía creyera en la posibilidad de liberarme de mi trabajo y de Irma, de encontrar sin esfuerzo la esquina de Josiane. A cada momento me ganaba el deseo de volver; frente a las pizarras de los diarios, con los amigos, en el patio de casa, sobre todo al anochecer, a la hora en que allá empezarían a encenderse los picos de gas. Pero algo me obligaba a demorarme junto a mi madre y a Irma, una oscura certidumbre de que en el barrio de las galerías ya no me esperarían como antes, de que el gran terror era el más fuerte. Entraba en los bancos y en las casas de comercio con un comportamiento de autómata, tolerando la cotidiana obligación de comprar y vender valores y escuchar los cascos de los caballos de la policía cargando contra el pueblo que festejaba los triunfos aliados, y tan poco creía ya que alcanzaría a liberarme una vez más de todo eso que cuando llegué al barrio de las galerías tuve casi miedo, me sentí extranjero y diferente como jamás me había ocurrido antes, me refugié en una puerta cochera y dejé pasar el tiempo y la gente, forzado por primera vez a aceptar poco a poco todo lo que antes me había parecido mío, las calles y los vehículos, la ropa y los guantes, la nieve en los patios y las voces en las tiendas. <br />
<br />
Hasta que otra vez fue el deslumbramiento, fue encontrar a Josiane en la Galerie Colbert y enterarme entre besos y brincos de que ya no había Laurent, que el barrio había festejado noche tras noche el fin de la pesadilla, y todo el mundo había preguntado por mí y menos mal que por fin Laurent, pero dónde me había metido que no me enteraba de nada, y tantas cosas y tantos besos. Nunca la había deseado más y nunca nos quisimos mejor bajo el techo de su cuarto que mi mano podía tocar desde la cama. Las caricias, los chismes, el delicioso recuento de los días mientras el anochecer iba ganando la bohardilla. ¿Laurent? Un marsellés de pelo crespo, un miserable cobarde que se había atrincherado en el desván de la casa donde acababa de matar a otra mujer, y había pedido gracia desesperadamente mientras la policía echaba abajo la puerta. Y se llamaba Paul, el monstruo, hasta eso, fíjate, y acababa de matar a su novena víctima, y lo habían arrastrado al coche celular mientras todas las fuerzas del segundo distrito lo protegían sin ganas de una muchedumbre que lo hubiera destrozado. <br />
<br />
Josiane había tenido ya tiempo de habituarse, de enterrar a Laurent en su memoria que poco guardaba las imágenes, pero para mí era demasiado y no alcanzaba a creerlo del todo hasta que su alegría me persuadió de que verdaderamente ya no habría más Laurent, que otra vez podíamos vagar por los pasajes y las calles sin desconfiar de los portales. Fue necesario que saliéramos a festejar juntos la liberación, y como ya no nevaba Josiane quiso ir a la rotonda del Palais Royal que nunca habíamos frecuentado en los tiempos de Laurent. Me prometí, mientras bajábamos cantando por la rue des Petits Champs, que esa misma noche llevaría a Josiane a los cabarets de los bulevares, y que terminaríamos la velada en nuestro café donde a fuerza de vino blanco me haría perdonar tanta ingratitud y tanta ausencia.<br />
<br />
Por unas pocas horas bebí hasta los bordes el tiempo feliz de las galerías, y llegué a convencerme de que el final del gran terror me devolvía sano y salvo a mi cielo de estucos y guirnaldas; bailando con Josiane en la rotonda me quité de encima la última opresión de ese interregno incierto, nací otra vez a mi mejor vida tan lejos de la sala de Irma, del patio de casa, del menguado consuelo del Pasaje Güemes. Ni siquiera cuando más tarde, charlando de tanta cosa alegre con Kikí y Josiane y el patrón, me enteré del final del sudamericano, ni siquiera entonces sospeché que estaba viviendo un aplazamiento, una última gracia; por lo demás ellos hablaban del sudamericano con una indiferencia burlona, como de cualquiera de los extravagantes del barrio que alcanzan a llenar un hueco en una conversación donde pronto nacerán temas más apasionantes, y que el sudamericano acabara de morirse en una pieza de hotel era apenas algo más que una información al pasar, y Kikí discurría ya sobre las fiestas que se preparaban en un molino de la Butte, y me costó interrumpirla, pedirle algún detalle sin saber demasiado por qué se lo pedía. <br />
<br />
Por Kikí acabé sabiendo algunas cosas mínimas, el nombre del sudamericano que al fin y al cabo era un nombre francés y que olvidé en seguida, su enfermedad repentina en la rue du Faubourg Montmartre donde Kikí tenía un amigo que le había contado; la soledad, el miserable cirio ardiendo sobre la consola atestada de libros y papeles, el gato gris que su amigo había recogido, la cólera del hotelero a quien le hacían eso precisamente cuando esperaba la visita de sus padres políticos, el entierro anónimo, el olvido, las fiestas en el molino de la Butte, el arresto de Paul el marsellés, la insolencia de los prusianos a los que ya era tiempo de darles la lección que se merecían. Y de todo eso yo iba separando, como quien arranca dos flores secas de una guirnalda, las dos muertes que de alguna manera se me antojaban simétricas, la del sudamericano y la de Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disolviéndose en la nada para ceder su lugar a Paul el marsellés, y eran casi una misma muerte, algo que se borraba para siempre en la memoria del barrio. Todavía esa noche pude creer que todo seguiría como antes del gran terror, y Josiane fue otra vez mía en su bohardilla y al despedirnos nos prometimos fiestas y excursiones cuando llegara el verano. Pero helaba en las calles, y las noticias de la guerra exigían mi presencia en la Bolsa a las nueve de la mañana; con un esfuerzo que entonces creí meritorio me negué a pensar en mi reconquistado cielo, y después de trabajar hasta la náusea almorcé con mi madre y le agradecí que me encontrara más repuesto. <br />
<br />
Esa semana la pasé en plena lucha bursátil, sin tiempo para nada, corriendo a casa para darme una ducha y cambiar una camisa empapada por otra que al rato estaba peor. La bomba cayó sobre Hiroshima y todo fue confusión entre mis clientes, hubo que librar una larga batalla para salvar los valores más comprometidos y encontrar un rumbo aconsejable en ese mundo donde cada día era una nueva derrota nazi y una enconada, inútil reacción de la dictadura contra lo irreparable. Cuando los alemanes se rindieron y el pueblo se echó a la calle en Buenos Aires, pensé que podría tomarme un descanso, pero cada mañana me esperaban nuevos problemas, en esas semanas me casé con Irma después que mi madre estuvo al borde de un ataque cardíaco y toda la familia me lo atribuyó quizá justamente. Una y otra vez me pregunté por qué, si el gran terror había cesado en el barrio de las galerías, no me llegaba la hora de encontrarme con Josiane para volver a pasear bajo nuestro cielo de yeso. Supongo que el trabajo y las obligaciones familiares contribuían a impedírmelo, y sólo sé que de a ratos perdidos me iba a caminar como consuelo por el Pasaje Güemes, mirando vagamente hacia arriba, tomando café y pensando cada vez con menos convicción en las tardes en que me había bastado vagar un rato sin rumbo fijo para llegar a mi barrio y dar con Josiane en alguna esquina del atardecer. Nunca he querido admitir que la guirnalda estuviera definitivamente cerrada y que no volvería a encontrarme con Josiane en los pasajes o los bulevares. Algunos días me da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia desganada llego a inventar como un consuelo, como si él nos hubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte; razonablemente me digo que no, que exagero, que cualquier día volveré a entrar en el barrio de las galerías y encontraré a Josiane sorprendida por mi larga ausencia. <br />
<br />
Y entre una cosa y otra me quedo en casa tomando mate, escuchando a Irma que espera para diciembre, y me pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si votaré en blanco o sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas del patio.<br />
<br />Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-19043886859525384202018-02-05T22:39:00.003-03:002018-02-05T22:39:36.368-03:00JORGE VOLPI: LA VOZ DE ORSON WELLES Y EL SILENCIO DE DON QUIJOTE<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://3.bp.blogspot.com/-0TXlV1o5IdE/WnkFXIo0zwI/AAAAAAAAcss/bDT7H7A8hCMElHMbhNFegSECmldjLaYVgCLcBGAs/s1600/229c22fe726c2d55500692668f798660-001.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="447" data-original-width="708" height="404" src="https://3.bp.blogspot.com/-0TXlV1o5IdE/WnkFXIo0zwI/AAAAAAAAcss/bDT7H7A8hCMElHMbhNFegSECmldjLaYVgCLcBGAs/s640/229c22fe726c2d55500692668f798660-001.jpg" width="640" /></a></div>
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<b>1</b><br />
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—En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba al rocín como tomaba a la posadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada» o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad…<br />
<br />
Si bien resulta poco original iniciar un relato con estas líneas, advierto que no hay que fijarse demasiado en las palabras, sino en la voz que las pronuncia: esa voz pastosa y adhesiva, enérgica como un vino añejo, categórica y rotunda; esa voz que, de tener color, se acercaría al violáceo del crepúsculo; esa voz palpitante y bulliciosa que recuerda a un niño envejecido o a un viejo inmaduro; esa voz honda e insolente, delicada con los matices y los medios tonos, implacable con la sintaxis, vibrante como un órgano o una coral de Bach; esa voz antigua, eterna, prehistórica. Esa voz, en fin, que no tropieza ni recuerda de memoria, que no balbucea ni se diluye, que pronuncia cada letra y cada sílaba como si las inventase.<br />
<br />
Convengamos en la imposibilidad de apreciar la voz de Cervantes: la ausencia de magnetófonos en el Siglo de Oro nos priva de su acento de esclavo, dramaturgo fallido o recaudador de impuestos, y acaso sea mejor así: a fin de cuentas poseemos esta otra voz, entronizada como la única posible. Los invito a escucharla: perciban sus modulaciones, gocen de su ritmo y su fraseo, maravíllense con su armadura polifónica y su equipaje armónico, asómbrense con las disonancias, disfruten sus articulaciones y la pasmosa variedad de sus silencios. Basta un instante para constatar que se trata de la voz ideal para este libro, de la voz creada para narrar las andanzas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.<br />
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Ustedes tienen razón: nada hay de novedoso en iniciar otra aventura llena de falsos caballeros andantes y doncellas simuladas, ideales truncos, engaños, monstruos y esperpentos con las palabras de Cervantes pero, por increíble que parezca, esta historia también comienza así, con la impertinente voz de Orson Welles:<br />
—En un lugar de la Mancha…<br />
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<b>2. Encomio de la gordura</b><br />
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¿Era Cervantes delgado u obeso? Los retratos existentes no permiten deducirlo: la idea de dibujar a un prisionero manco limitaba demasiado la imaginación de los artistas. Aceptemos entonces que, debido al insidioso poder de los libros, tendemos a confundir a la criatura con su creador y a forjar así un don Miguel tan recio y enjuto como el Caballero de la Triste Figura. Pero ¿y si en realidad Cervantes escondía bajo su jubón una barriga pantagruélica o, seamos precisos, sanchopancesca? ¿Y si el autor del Quijote nunca se identificó con el volumen corporal de su protagonista y sí con el de su escudero? ¿De verdad resulta tan absurdo —y ofensivo— adosarle a Cervantes un vientre monumental, un culo adiposo o una espléndida papada?<br />
<br />
Como un añejo prejuicio nos lleva a pensar que todos los creadores son melancólicos, solemos revestirlos con la flacura, la levedad y el tedio propios de este temperamento. ¿Un Cervantes gordinflón? ¡Horror! ¡Tan blasfemo como un Cristo rechoncho y mofletudo! En nuestras estrechas mentes, perspicaz y rollizo conforman un oxímoron. No deberíamos olvidar, sin embargo, que la historia de la literatura está llena de gordos; no de simples orondos o robustos, sino de gordos mastodónticos: nada impide aventurar que un troglodita haya sido el autor del más esmirriado de los caballeros.<br />
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<b>3</b><br />
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Tal vez la relación entre el peso y el talento sea una de las causas de la fascinación que padecía Orson Welles, el más gordo de los directores de cine —al lado de Hitchcock—, hacia el enteco y demacrado don Quijote. En una empresa que se ha calificado con excesiva obviedad de quijotesca, durante casi tres décadas Welles se empeñó en filmar una adaptación de la obra de Cervantes. Invirtiendo sus propios recursos —siempre escasos a causa de sus eternos combates con los productores—, acompañado por un reducido número de ayudantes —seis personas en el mejor de los casos, incluyendo a Pola Negri, su tercera esposa— y un excéntrico trío de actores, el director nacido en Kenosha, Wisconsin, en 1915, no se cansó de filmar cientos de rollos de película muda, viajando de un país a otro, obsesionado con culminar su absurda y redundante gesta.<br />
<br />
El rodaje se inició en México, en el verano de 1957, y veinticinco años después, en 1982, en una de tantas entrevistas, Welles aún se daba el lujo de declarar:<br />
OW: Es muy interesante que Cervantes haya planeado escribir un cuento. Por casualidad, yo tenía la idea de escribir y hacer un corto. Pero la figura de don Quijote te atrapa, igual que la de Sancho Panza, y cargas con ellos para siempre. No tienen final. Pero se han convertido en fantasmas, comienzan a desvanecerse, como una vieja película, como fragmentos de una vieja película. Eso es lo que debo hacer. Hemos estado hablando de películas de ensayo, pero no le he dicho que me gustaría hacer otras tomas para esta, ahora con el tema de España. España y las virtudes españolas, y sus vicios, pero especialmente sus virtudes. Porque Cervantes escribió una figura cómica. Un hombre que se vuelve loco leyendo viejas novelas. Y que terminó escribiendo la historia de un caballero de verdad. Cuando terminas con el Quijote sabes que se trata del caballero más perfecto que alguna vez haya peleado con un dragón. Y se ha necesitado el turismo, usted sabe, y las modernas comunicaciones, e incluso quizás la democracia, para destruirlo, y si no para destruirlo al menos para diluir esta extraordinaria característica española. Este será el tema de mi ensayo sobre don Quijote y España cuando lo termine. Y lo voy a lograr porque no costará mucho dinero y será un gran placer hacerlo. ¿Sabe cuál será el título? ¿Cuándo terminará usted Don Quijote? Así se llamará.<br />
LM: ¿Porque usted ha escuchado esta frase muchas veces?<br />
OW: Sí, muchas veces. Sí. Y ya que se trata de mi pequeña película que pago con mi dinero, no entiendo por qué no molestan a otros autores y les dicen: «¿Cuándo va a terminar Nellie, la novela que comenzó hace diez años?». Usted sabe, es mi trabajo.<br />
LM: Suena así desde que lo empezó, hace alrededor de veinticinco años, ¿no es verdad?<br />
OW: ¡Oh, Dios! Sí.<br />
LM: Pero sus dos actores han muerto ya, ¿no es cierto?<br />
OW: Sí, los dos han muerto. Pero no los necesito. Los necesito porque los amo, pero no los necesito para la película.<br />
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Welles murió en su mansión de Hollywood el 10 de octubre de 1985, tres años después de pronunciar estas palabras, debido a una crisis cardíaca inevitablemente asociada con su obesidad, sin haber concluido su anhelada película. En su testamento ordenó que sus cenizas fuesen esparcidas en una finca cerca de Ronda, donde pasó algunos de los mejores momentos de su juventud. No es necesario sugerir que el viento pudo esparcir el polvo hasta la Mancha —la falta de sutileza le hubiese ofendido—, ni resaltar que ya nadie se acuerda del nombre del lugar.<br />
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<b>4</b><br />
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En la memoria de incontables admiradores permanecen nítidas las imágenes de Citizen Kane (1941) que muestran a un Orson Welles joven, dueño de una belleza intensa y viril. Entonces su rostro poseía una mandíbula severa, unos pómulos enérgicos y una frente amplia, y su robusto cuerpo parecía el complemento perfecto del carácter bilioso y atrabiliario de William Randolph Hearst. Muchos años después, Welles confesó que cuando filmó esas escenas no le quedó más que embutirse una apretada faja. En contra de lo que creían sus admiradores, a los veintiséis años estaba maquillado para representar justo esa edad. Desde la adolescencia, Welles estaba predestinado a esa forma de la grandeza que es la gordura.<br />
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<b>5</b><br />
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Siete años después del fallecimiento de Welles, uno de sus antiguos asistentes, el malogrado cineasta español Jesús —o Jess— Franco, presentó durante la Exposición Universal de Sevilla una versión de Don Quijote realizada a partir del ingente material dejado por el maestro. La tarea de reconstruir la película estaba condenada al fracaso: Welles se había cuidado de no marcar ninguno de los rushes, de modo que nadie excepto él pudiese reconocer el orden de las escenas. El mensaje era claro: si él no terminaba su Quijote, nadie debía hacerlo. Por si este argumento no bastara, cuando alguien le preguntó a Welles si aún poseía el guión, acaso imaginando la posibilidad de realizar un montaje sin su consentimiento, este señaló la novela de Cervantes.<br />
<br />
Paradójicamente titulado Don Quijote de Orson Welles, el filme de Franco es todo menos eso: una torpe acumulación de secuencias que en el mejor de los casos refrenda el talento de su mentor, pero traiciona el proyecto detallado por Welles en decenas de artículos, charlas y entrevistas. Con absoluto descaro, Franco y sus compinches inventaron un don Quijote, espurio, distinto o contrario al imaginado por el director estadounidense, convirtiéndose así en los torpes epígonos del odioso rival de Cervantes, el infame Alonso Fernández de Avellaneda.<br />
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<b>6. El silencio y la voz</b><br />
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Sólo si uno ignora por completo la vida y la obra de Welles —y su estilo— puede atreverse a repetir la necia pregunta que le formularon cientos de reporteros hasta el día de su muerte:<br />
—Perdone, señor Welles, ¿por qué nunca terminó Don Quijote?<br />
<br />
La cuestiones esenciales son otras: ¿por qué Welles rodó su Don Quijote durante tantos años? ¿Por qué continuó hablando de este proyecto como si estuviese a punto de acabarlo? ¿Por qué pensó en él en primera instancia? ¿Y por qué, según sus propias palabras, nunca logró desprenderse de los personajes de Cervantes y tuvo que «cargar con ellos» hasta el final de sus días?<br />
<br />
Las respuestas no deben limitarse a una tosca comparación entre Welles y don Quijote: aducir tal semejanza representa un error tan craso como identificar a Cervantes con su protagonista. Welles nada tenía de quijotesco, al menos en el sentido habitual del término: no era un idealista ni un loco, y ni siquiera era bueno; no se veía como un héroe incomprendido y desde luego nunca confundió a una sirvienta con una dama. Todo lo contrario: Welles era arrogante y expansivo, seguro de su talento, arrollador, desenfrenado e implacable. En una palabra: genial. Y las mujeres que solía perseguir distaban mucho de encarnar remilgadas Dulcineas: le fascinaban las actrices de moda —princesas de nuestra época— que sólo más adelante, una vez sometidas a la rutina que el director les imponía, demostraban su naturaleza de venteras.<br />
<br />
Los motivos que llevaron a Welles a perseguir a don Quijote deben buscarse en otra parte: no en su héroe, sino en su vocación de narrador. Acaso lo más significativo de su pasión o su manía —un psicoanalista gozaría al conocer este detalle— era que Welles siempre pensó realizar un Don Quijote mudo. O, para ser más precisos, casi mudo: las aventuras del ingenioso hidalgo transcurrirían silenciosamente en la pantalla mientras el mismo Welles comentaría en off cada uno de sus lances.<br />
Arrogante, el creador de Citizen Kane no aspiraba a convertirse en un simple personaje —ni siquiera en el protagonista—, sino en el narrador único de la historia. Por ello decepciona tanto la fraudulenta versión de Jess o Jesús Franco, devorada por las voces del irrespetuoso grupo de comediantes españoles que se atrevió a doblarla. Welles soñaba con una película en la cual sólo se escuchara su voz. Porque la aspiración de Welles no era convertirse en don Quijote, sino en Cervantes.<br />
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<b>7</b><br />
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Volvamos al inicio de esta historia. Corre el año 1957 y Welles acaba de concluir la filmación de Touch of Evil, en la que ha participado como director, actor y guionista. Enemistado con el productor Albert Zugsmith, quien le impide participar en el montaje, Welles decide viajar a México para iniciar la filmación de su Quijote. Permanece allí entre el 29 de junio y el 28 de agosto, y luego realiza una segunda estancia entre octubre y noviembre del mismo año. El rodaje se lleva a cabo en las afueras de la capital, en Puebla, Tepoztlán, Texcoco y Río Frío. A su regreso a Estados Unidos, anticipa a sus amigos que la película está casi terminada.<br />
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Welles eligió México como escenario de Don Quijote por razones estratégicas: cuando Misha Auer quedó descartado como posible protagonista —en el verano de 1955 había filmado con él unas escenas de prueba en España—, escogió para sustituirlo a Francisco Reiguera, actor español naturalizado mexicano. Nacido en Madrid en 1888, Reiguera había combatido en el bando republicano y, tras el triunfo de Franco en 1939, había abandonado su patria, a la cual no podía regresar. Exiliado en México, participó en numerosas películas, entre las que destaca Simón del desierto de Buñuel, y más tarde dirigió un par de producciones con escasa fortuna: Yo soy usted (1943) y Ofrenda (1953). En otra de sus paradojas, Welles eligió, para representar al personaje por excelencia de la literatura española, a un español que no podía entrar en España: un Quijote trasterrado, un Quijote doblemente triste.<br />
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Observando las deshilachadas tomas editadas por Jesús —o Jess— Franco, no cabe duda de que Reiguera era la mejor elección posible: era naturalmente «recio, seco de carnes, enjuto de rostro», y estaba dotado con esa mezcla de fragilidad e idealismo que maquinalmente le endilgamos a don Quijote. En vez de rondar la cincuentena, las arrugas de su cuello y sus mejillas, sus ojeras abismales y su rictus sombrío denunciaban su verdadera edad: sesenta y nueve años no muy bien llevados. Largo y desgarbado, su mirada poseía un infrecuente gesto de sorpresa, casi de inocencia, como si él mismo nunca hubiese terminado de creer que se había convertido en una criatura de Cervantes… y de Welles.<br />
<br />
Gracias a este proyecto, Reiguera al fin iba a tener la oportunidad de retornar, así fuese de manera simbólica, a su país. Si bien ya no pudo participar en las secuencias rodadas en España a partir de 1958, centradas en el Sancho Panza de Akim Tamiroff, no sorprende que fuese uno de los más interesados en seguir los avatares del filme. Más quijotesco que don Quijote, Reiguera no se cansó de enviarle misivas a Welles, urgiéndolo a terminar la película de una vez por todas, pero los meses transcurrían e, indiferente a los reclamos de su protagonista, el director no avanzaba en su tarea.<br />
¿Es posible concebir una imagen más desoladora?<br />
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Desde su exilio en México, a miles de kilómetros de la Mancha, don Quijote no se cansa de rogarle a su creador que le dé punto final a su aventura… y a su vida. Podemos imaginar a Reiguera en su casa de México tratando de establecer una errática conferencia telefónica con Welles, quien por entonces se encuentra en Nueva York o en Hollywood o en Madrid y apenas oculta el fastidio que le provoca dar explicaciones sobre su tardanza. El actor le susurra que la única ilusión que le queda en el mundo consiste en ver el Don Quijote en las pantallas y que el director declare que su protagonista al fin ha «pasado desta presente vida y muerto naturalmente». Lo sabemos: el caballero andante necesita olvidar su locura para descansar en paz. Pero Welles es un dios demasiado ocupado e insensible y se limita a mascullar unas torpes frases de disculpa antes de colgar.<br />
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El anciano actor murió en la ciudad de México, en 1969, doce años después de haberse transformado en don Quijote, sin que Welles respondiese a sus plegarias.<br />
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<b>8</b><br />
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Aquella no era la primera vez que Welles pisaba México. Además de haber participado en varias películas filmadas allí —en particular Journey into Fear (1942) y en Touch of Evil, al lado de Charlton Heston—, de haber dedicado varios seriales radiofónicos a temas mexicanos —escribió uno sobre Moctezuma y otro sobre Juárez, por ejemplo—, y de haber impulsado a Norman Foster en un proyecto sobre la tauromaquia titulado My Friend Bonito (1941), su contacto con este país era particularmente intenso debido a su tortuoso romance con Dolores del Río.<br />
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Welles le contó a la periodista Barbara Leaming al final de su vida que se había enamorado de la actriz mexicana a los once años tras admirar su cuerpo desnudo en una vieja película silente. La memoria le jugaba una mala pasada: la película en cuestión, Ave del paraíso, de King Vidor (1932), era sonora y, si bien Del Río encarnaba a una nadadora, distaba de aparecer desnuda; además, en el momento de su estreno Welles no tenía once años, sino diecisiete. No hay duda, en cambio, de la poderosa impresión que debió producirle la exótica belleza de aquella mujer, cuyo verdadero nombre era Dolores Asúnsolo, nacida en Durango en 1905. Para entonces, Del Río era ya una de figura mítica de Hollywood y, gracias a su matrimonio con Cedric Gibbons, jefe de arte de la Metro-Goldwyn-Meyer, una de las mujeres más conocidas de la industria.<br />
<br />
Welles conoció a Dolores en 1940 en una fiesta ofrecida por el magnate Jack Warner, y de inmediato enloqueció. Según le contó a Leaming, durante varios meses la visitó a escondidas, a veces con Marlene Dietrich como chaperón. Fascinado por la lujosa y enmarañada ropa interior de Del Río —«toda hecha a mano, muy difícil de encontrar, y tan erótica que no hay palabras para describirla»—, rentó una casa de campo a su amigo William Aland sólo para encontrarse con ella. Aunque tenía diez años menos que la mexicana —doce según otras fuentes—, Welles se sentía extasiado: al contrario de don Quijote, quien se limitaba a fantasear con las doncellas de las novelas de caballerías, él había conquistado a una.<br />
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<b>9</b><br />
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El ardor de Orson Welles por Dolores del Río se extinguió poco a poco cuando el ardor original comenzó a derivar en una bochornosa rutina. A fines de 1942, Del Río obtuvo el divorcio de Gibbons y no pasó mucho tiempo antes de que le exigiese a Welles un compromiso serio. Después de casi un año, el joven director no tardó en darse cuenta de que la única forma de mantener incólume el deseo era cancelándolo. Aunque continuó comprometido con Del Río, Welles se las ingenió para nunca pronunciar las palabras que ella quería escuchar.<br />
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Entonces Welles se marchó a Brasil. Tal vez el viaje no hubiese resultado definitivo de no ser porque allí encontró a quien habría de convertirse en su segunda esposa. En teoría, Welles había huido al Cono Sur para escapar del matrimonio y lo primero que hacía era decidir que en realidad sí quería casarse… con una mujer que ni siquiera estaba allí.<br />
<br />
Ocurrió así. Después de comer en un restaurante de carnes, Welles se dejó llevar por la apatía previa a la siesta; tumbado en la terraza de su hotel se distrajo con un número atrasado de la revista Life. En su portada aparecía la deslumbrante silueta de una pin-up: una joven actriz, de nombre Rita Hayworth, a la cual había visto en Sangre y arena (1941). Sin dudarlo, Welles le anunció a uno de sus compañeros de viaje su decisión irrevocable:<br />
—Ella será mi mujer.<br />
Después de haber seducido a un mito, Welles se preparaba para una tarea aún más arriesgada: crear uno.<br />
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<b>10</b><br />
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En el reino de la especulación, el romance de Welles y Del Río estuvo cerca de provocar una de las películas más notables del cine mexicano. En 1940, el director Chano Urueta le había ofrecido a Dolores del Río un papel en su próxima producción: la tercera versión cinematográfica de Santa, basada en la obra de Federico Gamboa. La idea de representar a una mujer descarriada de provincias no sólo atrajo a Dolores, sino al propio Welles, quien leyó la novela con entusiasmo y luego se prestó a redactar una serie de modificaciones al guión de Urueta. Al igual que muchos otros proyectos del director, este también terminó por frustrarse.<br />
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O no del todo: en 1943, Norman Forster, colaborador y amigo de Welles y Del Río, y quien había dirigido a ambos en Journey into Fear, aceptó filmar otra versión de Santa, aunque esta vez con Esther Fernández en el papel de la prostituta. Aunque el proyecto difería mucho del preparado por Urueta, Forster se basó en el borrador redactado por Welles para Dolores del Río.<br />
<br />
En 1991, el investigador David Ramón publicó en México una edición bilingüe de sus apuntes: once páginas que no sólo incluyen la escaleta, sino que ahondan en ciertas escenas. ¿La Santa de Orson Welles? Si persistiésemos con la idea de asimilarlo por la fuerza a don Quijote, tendríamos que sugerir que Welles se sintió atraído por el tema debido a una secreta necesidad de redimir a la protagonista: justo en la época en que Forster filmaba su Santa, Welles iniciaba su aventura con otra mujer que, sin que él lo supiese, también necesitaba ser salvada: la actriz de origen español Rita Cansino, mejor conocida como Rita Hayworth.<br />
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<b>11</b><br />
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Otro de los proyectos nunca cumplidos de Welles, en el cual trabajó entre 1941 y 1942, tras el estreno de Citizen Kane, basado en una novela de Arthur Calder-Marshall, The Way to Santiago, iba a titularse Mexican Melodrama. Según el biógrafo David Thompson, la película iba a comenzar con un primer plano del propio Welles diciéndole directamente a la cámara:<br />
—No sé quien soy.<br />
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La película contaría la historia de un hombre amnésico que pronto se da cuenta de su parecido con Linsay Kellar, un inglés que ha viajado a México con la intención de hacer programas radiofónicos dirigidos a Estados Unidos con propaganda a favor de los nazis. Welles terminaría desenmascarando al verdadero Kellar y apoderándose de la estación de radio para transmitir una inflamada arenga a favor de los aliados. Al final, los productores consideraron que, en el marco de la guerra, no sería apropiado dañar las relaciones con México y desestimaron el proyecto. Para muchos críticos, es uno de sus mejores guiones: en él, Welles se disponía a encarnar a una especie de loco —un «alma perdida», la llama Thompson— que lucha contra el mal sin conocer sus verdaderas razones. Un don Quijote.<br />
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<b>12. Don Falstaff de la Mancha</b><br />
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A la hora de escoger sus papeles como actor, Welles nunca pensó interpretar, por evidentes razones de volumen, a don Quijote. Su elección recayó, de manera más obvia, en otro de los grandes personajes tragicómicos de la literatura, el Falstaff de Shakespeare. Chimes at Midnight (1965) es, según la siempre voluble opinión de los críticos, una obra maestra. El obeso compañero de juergas de Enrique IV convenía muy naturalmente al maduro Welles, no sólo por su físico, sino por esa extravagante mezcla de ternura, picardía y patetismo que desprende el personaje. Su sir John Falstaff es una especie de don Juan envejecido, apenas cómico: en sus arrugas se nota la amarga sensación de haber perdido, no sólo el atractivo físico, sino la estrella que lo acompañó de joven. Sutil, vital, desmesurado y triste, Falstaff se acerca más al Welles real que el recio y obsesivo don Quijote.<br />
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<b>13</b><br />
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¿Podemos imaginar el Don Quijote de Welles? Teniendo en mente las escenas usurpadas por Jess Franco, y aderezándolas con los comentarios que el director estadounidense esparció por aquí y por allá a lo largo de casi treinta años, quizás sea posible atisbar algunos esbozos de la película. El ejercicio tiene mucho, ahora sí, de quijotesco: implica convertir en movimiento e imágenes —en imágenes de Welles— un sinfín de inmóviles palabras.<br />
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Los antecedentes: en 1955, Welles tiene la idea de adaptar la novela de Cervantes; no es sino otro de los proyectos que rondan su mente, pero se halla tan entusiasmado que se atreve a filmar unas cuantas escenas de prueba con el actor de origen ruso Mischa Auer, a quien ya ha dirigido en Mr. Arkadin (1955).<br />
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En 1957, una vez desestimada la participación de Auer, Welles al menos posee unas intuiciones muy claras sobre la naturaleza de su proyecto:<br />
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a) Don Quijote y Sancho son personajes inmemoriales, eternos, que ya resultaban anacrónicos en el siglo XVI, por lo cual habría que incorporarlos al mundo moderno. Su idea no es reconvertirlos en personajes actuales, sino hacerlos deambular por nuestra época tal como eran, dejando que provoquen la misma extrañeza que debieron suscitar entre los campesinos y soldados del Siglo de Oro;<br />
<br />
b) Welles imagina una película silente: ni don Quijote ni Sancho tendrán voz, sino que él mismo narrará toda la historia; y<br />
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c) la película se iniciará con el viaje de una familia estadounidense a España. Después de vagabundear un rato, la hija de la pareja de turistas se topará con Welles, quien comenzará a contarle las aventuras de don Quijote.<br />
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Cuando se traslada a México para iniciar la filmación, Welles ya ha escogido a su trío de actores: Francisco Reiguera como don Quijote, Akim Tamiroff como Sancho y Paty McCormack, quien a la sazón tiene diez años y ha participado en un par de series de televisión, como la pequeña vacacionista. Rodeado por un reducido grupo de seguidores, Welles emprende el camino.<br />
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<b>14</b><br />
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Poco después de regresar de México, Orson Welles declara, enfático:<br />
—La película será presentada como una sola unidad. El anacronismo de don Quijote en relación con su tiempo ha perdido su eficacia hoy en día, porque las diferencias entre el siglo dieciséis y el catorce ya no quedan muy claras en nuestras mentes. Lo que he hecho es trasladar este anacronismo a términos modernos. En cambio, don Quijote y Sancho Panza son eternos. En la segunda parte de Cervantes, don Quijote y Sancho Panza llegan a cierto lugar, y la gente siempre dice: «¡Mira! Allí están don Quijote y Sancho Panza. Leímos un libro sobre ellos». De este modo, Cervantes les otorga un lado divertido, como si ambos fuesen personajes de ficción más reales que la vida misma. Don Quijote y Sancho Panza están exacta y tradicionalmente basados en Cervantes, pero son nuestros contemporáneos. Dura una hora y cuarto por el momento. Será una hora y media cuando haya filmado la escena de la Bomba-H. No, no he filmado esta película más rápido que las otras, sino con un grado de libertad que uno busca en vano en las producciones normales, porque se ha hecho sin cortes, sin una trayectoria narrativa, sin contar ni siquiera con una sinopsis. Cada mañana, los actores, el equipo y yo nos encontramos frente al hotel. Entonces nos ponemos en marcha e inventamos la película en la calle. Eso es lo más emocionante, porque es verdaderamente improvisado. La historia, los pequeños sucesos, todo se improvisa. Está hecha con las cosas que encontramos en el momento, en el destello de una idea, pero sólo después de haber ensayado a Cervantes durante cuatro semanas. Porque ensayamos todas las escenas de Cervantes como si fuéramos a representarlas, para que los actores pudiesen conocer a sus personajes. Luego nos vamos a la calle e interpretamos, no a Cervantes, sino una improvisación basada en esos ensayos, de los recuerdos de los personajes. Es una película silente. Yo explicaré los comentarios. Casi no habrá post-sincronización, sólo unas cuantas palabras. Yo aparezco como Orson Welles, no interpreto a un personaje. También está Patty McCormack, una actriz extraordinaria. Ella representa a una pequeña turista estadounidense en el hotel. Es una película estilizada, mucho más de cualquier cosa que haya hecho antes. Es estilizada desde el punto de vista del encuadre, y el uso de los lentes. Todo está en 18.5. La filmación durará un periodo de dos semanas, luego otras tres. Más la preparación de los actores, que ha sido muy particular. Todavía tengo que hacer las últimas dos escenas. Tuve que detenerme sólo porque Akim Tamiroff tenía que trabajar en otra película, y yo tenía que actuar en The Fires of Summer para tener suficiente dinero para Don Quijote, siempre ha sido así. Tenemos que esperar a un momento en el que los actores estén libres al mismo tiempo.<br />
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<b>15</b><br />
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—En un lugar de la Mancha…<br />
Resulta inevitable volver a escuchar estas insidiosas palabras en voz de Welles. Aunque, por otra parte, este Welles no es Welles, o lo es en la misma medida en la que el Borges de los relatos es el mismo Borges que los escribe. ¿Sería el estadounidense un devoto del argentino? Su idea de Don Quijote casi permitiría sugerirlo: al adaptar —o, más bien, repetir— a Cervantes, el director se convierte en un doble de Pierre Menard. Cada vez que deletrea las conocidas frases del libro les insufla otra vida, más vigorosa y eficaz que la anterior. Al hacerlo, supera a Cervantes: cuando surge de sus labios —de esos enormes labios retratados en primerísimo primer plano en Citizen Kane—, la machacona expresión «En un lugar de la Mancha» suena más real que nunca: sus cuerdas vocales producen un auténtico Big Bang.<br />
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Tenemos la impresión de que el universo nace en ese momento mientras la cámara se aleja un poco y nos permite atisbar la silueta de Paty McCormack al lado del gigantón. La pequeña sonríe, arrobada por la historia que Welles se apresta a recitarle; para ella, encarna una especie de ogro bueno, una montaña que de repente tiene la facultad de hablarle.<br />
¿Por qué Welles decide contarle las aventuras de don Quijote a esa niña? Su idea sugiere un cuento inofensivo, y las palabras inaugurales deben ser entendidas entonces como una suerte de «Había una vez». Pero hay algo extraño —casi incómodo— en la secuencia: que un hombre gordo y barbado se apodere, así sea con palabras, de una cría indefensa y solitaria despierta inmediata reprobación. Las señales de alarma se multiplican: aunque parezca inofensivo, Welles no se asemeja a un abuelo bonachón, y la diferencia de volúmenes entre él y la menuda Paty provoca un justificado resquemor, un insondable malestar…<br />
<br />
¿Qué pretende el coloso? ¿De veras una niña será el público ideal de Don Quijote? ¿Comprenderá las sutilezas, las burlas, los equívocos? Tal vez este extraño comienzo sugiera algo distinto. Borges afirmó que el poder de evocación de Cervantes es tan grande que, aunque no hayamos leído Don Quijote, todos estamos seguros de haberlo hecho. Acaso Welles quería revertir esta tendencia: necesitaba unos oídos vírgenes, carentes de prejuicios, para que su historia sonase como la primera vez. Paty debía escuchar sus palabras con la atención con que Moisés se postró ante la zarza ardiente: aquella niña representa a la humanidad en su conjunto. En su infinita vanidad, Welles no sólo buscaba suplantar a Cervantes, sino a Dios.<br />
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<b>16</b><br />
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Recordémoslo: era sir John Falstaff, no don Quijote. Dos escenas:<br />
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a) Aunque Welles ya ha decidido casarse con Rita Hayworth, viaja a la ciudad de México para limar asperezas con Dolores del Río. Tan galante y torpe como el orondo personaje shakesperiano, se presenta en la fiesta que Dolores le ofrece en el elegante Hotel Reforma, adonde ha sido convidado el tout Mexique, incluyendo a los embajadores de Argentina, Brasil, China, Cuba, Perú y Estados Unidos. A la tertulia asiste otro gordo, Diego Rivera, y un genio de similar envergadura artística, aunque no corpórea, Pablo Neruda.<br />
—Le doy esta fiesta a Orson para agradecerle que venga a México —exclama Dolores frente a sus invitados.<br />
Neruda asiente con parsimonia y el coro de diplomáticos lo imita. Welles, en cambio, se pone tan nervioso que apenas se controla: uno casi dudaría de su talento como actor.<br />
—¡Por Dios, Dolores! —ruge, súbitamente contrariado—. ¿Sabes? Yo te traía un bellísimo collar peruano… Y ahora me doy cuenta… Sólo ahora —Welles se rasca los bolsillos con fruición exagerada—, ¡ay!, de que debí olvidarlo en el hotel de Guatemala…<br />
Sin mostrar la menor compasión hacia su doble de cuerpo, Diego Rivera sólo atina a croar una brutal, ruidosa, sanchopancesca carcajada.<br />
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b) Meses después, cuando su relación con Rita Hayworth ya ha excedido la mera fantasía, Welles se arma de valor para romper definitivamente con Dolores. Displicente, ella lo convoca en su suite del Hotel Sherry Netherland de Nueva York. De nueva cuenta, el creador de Citizen Kane se siente tan nervioso —o al menos eso aparenta— que acude a la cita con cinco horas de retraso. En ese lapso, Dolores ha tenido tiempo de pasar de la incomodidad al fastidio y de la cólera a la indiferencia. ¡Nunca nadie la ha tratado así! Su carácter no tiende a la ferocidad de María Félix, su eterna rival, pero habrá de mostrarle a Welles de lo que es capaz una despechada hembra mexicana.<br />
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Con la majestad de una reina —a fin de cuentas lo es—, Dolores deja entrar a Orson en sus dominios. Un tanto beodo, su falaz enamorado nunca se pareció tanto al personaje de Chimes at Midnight: le sudan las manos, le tiemblan los muslos, el corazón se agita en el interior de su formidable tórax. Y su voz, esa voz que ha estremecido a un país y ha conmovido a miles de cinéfilos, se atora en su garganta. El inmenso narrador que es Welles balbucea:<br />
—Querida, querida…<br />
Welles se enjuga el sudor que le escurre por la frente y las mejillas y, retorciéndose como un niño después de una travesura, no le pide perdón a su amada, sino que intenta causarle lástima. Avanza unos pasos y, cuando intenta articular una frase comprensible, sus manos se enredan en las cortinas anaranjadas que penden de los ventanales, otorgándole a la habitación un vaga similitud con una carpa de circo.<br />
—¡Querida! —exclama Orson mientras la pesada tela se le viene encima, arrastrándolo hasta el suelo como si fuese un bolo recién derribado.<br />
Tendido en la alfombra, Welles parece una tortuga volcada boca arriba. Y Dolores suelta una chillona carcajada.<br />
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<b>17. Don Quijote encuentra a Don Quijote</b><br />
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La escena más célebre del Don Quijote de Orson Welles no existe. Así de simple: nunca se filmó. O tal vez sí, y se encuentre en uno de los rollos que permanecen en Italia, o en los retazos que Jess Franco no utilizó, o se perdió en los infinitos vericuetos que sufrió la cinta tras la muerte de su realizador… Pero su inexistencia no la hace menos estimulante. Una cosa es cierta: a Cervantes no le hubiese incomodado.<br />
<br />
Perdidos en el mundo moderno, donde ya se han topado con chicas en motocicleta —sirenas mecánicas—, televisores —conjuros infernales— y filas de automóviles —carruajes embrujados—, don Quijote y Sancho llegan a un pequeño pueblo español y se introducen en una especie de santuario, una extraña cueva visitada por una multitud de peregrinos. Frente a ellos se produce el encantamiento: ¿qué extraña o endiablada maravilla? Luego de atravesar un apretado patio de butacas, don Quijote y Sancho se encuentran con Sancho y don Quijote.<br />
<br />
Como si Merlín les hubiese arrebatado sus cuerpos, se descubren a sí mismos en una pantalla. Con esta imagen, Welles lleva a sus últimas consecuencias la mise en abîme inventada por Cervantes en la segunda parte de su libro. A diferencia de lo que ocurre en la novela, en este caso los habitantes de la comarca no sólo han oído hablar de sus ilustres visitantes y no sólo conocen sus aventuras de memoria, sino que los observan gracias a ese maldito artefacto, el cinematógrafo.<br />
<br />
Enfurecido, el ingenioso hidalgo blande su lanza y, antes de que su escudero o el público puedan detenerlo, rasga la pantalla y, con ella, su propia figura. Aquí don Quijote no sólo intenta contradecir a don Quijote, como ocurre en el libro al tratar de burlar a Avellaneda; aquí don Quijote intenta aniquilar a don Quijote; don Quijote, el verdadero don Quijote si es que hay un don Quijote verdadero, no tolera esa engañifa, su imagen repetida sin su consentimiento, esa trampa que lo reinventa y multiplica. Incluso don Quijote quiere ser el único don Quijote y no el don Quijote que cada uno de nosotros se ha inventado, y mucho menos ese don Quijote espurio que lo imita. El don Quijote literario no tolera la existencia de ese don Quijote cinematográfico. Sólo que el miserable don Quijote no sabe, o sólo intuye —¡aunque nosotros sí lo sepamos!—, que él tampoco es el verdadero don Quijote, que él también es una ilusión, que él también habita una pantalla —o un libro, o nuestras mentes—, y que su locura no es tal, sino apenas una extraviada lucidez. Don Quijote se mira y no se reconoce o, lo que es peor, reconoce en su imagen proyectada a alguien todavía más real que él mismo.<br />
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Los talentos combinados de tres genios, Cervantes, Borges y Welles, se unen aquí en un juego metaliterario y metacinematográfico. Cuando Cervantes hizo que en la segunda parte de su libro don Quijote leyese a don Quijote, cuando Borges hizo a Pierre Menard el autor de Don Quijote —y, con él, a cada uno de nosotros— y cuando, para cerrar el ciclo, Welles hizo que don Quijote mirase a don Quijote en un cine de barrio, se abrieron tres puertas que no han vuelto a cerrarse y que aún hoy nos provocan una sensación de —valga la paradoja— gozosa angustia. No es casual que don Quijote creyese hallar su fin al enfrentarse con el Caballero de los Espejos; tampoco que Borges odiase los espejos tanto como la cópula. Tercero en turno, a Welles le correspondía mostrarnos el diabólico poder del gran espejo de nuestro tiempo que es el cine.<br />
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<b>18</b><br />
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Recordemos la escena: de viaje por Brasil, Orson Welles hojea distraídamente una revista y se topa con la fotografía de una pin-up; sin pensarlo, Welles afirma que esa chica se convertirá en su mujer.<br />
De este episodio no sorprende que Welles se enamore de una actriz desconocida (nos ocurre a todos) ni tampoco que (a diferencia de nosotros), termine casado con ella: lo notable es el perverso poder del cine. Welles no es uno de esos fanáticos que persiguen a las estrellas de Hollywood, sino uno de los más grandes directores de la historia. Si incluso él cae en las redes de la ficción, ¿qué no puede pasarnos a los demás?<br />
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Tanto don Quijote como Welles se enamoran de dos mujeres ideales, igualmente inexistentes: el primero, de una doncella imaginaria; el segundo, de una imagen cinematográfica. ¿Al fin comparten una locura parecida? Los diferencia lo que hacen al respecto: mientras don Quijote preserva su deseo por Dulcinea, Welles comete el grave error de apoderarse de ella, transformando a la idílica actriz en una campesina.<br />
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<b>19. Retrato de Dulcinea</b><br />
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Margarita Carmena Cansino nació en 1918; comenzó su carrera a los trece años, en la compañía de su padre, el bailarín español Eduardo Cansino. Como las leyes estadounidenses prohibían actuar a menores de edad, los Dancing Casinos solían presentarse en Tijuana y otras ciudades de México. Más adelante, la joven le contaría a Welles que su padre la obligaba a dormir con él; acaso este hecho, sumado a un carácter hipersensible y desordenado, fuese el origen de los trastornos nerviosos de la joven. Según la tosca interpretación del carácter de Rita que Welles desarrollaría más adelante, en ella convivían dos personalidades escindidas: una salvaje y sensual, y otra tímida y retraída. (Al director, en cualquier caso, parecían gustarle las dos.)<br />
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A los dieciocho, Rita abandonó definitivamente a su padre y se casó con un vendedor de coches llamado Edward Judson, el cual explotó su belleza tal como había hecho Cansino. En una historia que parece más propia de Justine que de Don Quijote, Judson se la entregó a Harry Cohn, un productor de la Columbia, quien no dejó de ultrajarla durante años. Atrapada en aquella vida miserable, no era difícil que Rita sucumbiese ante los halagos de Welles. Porque, a diferencia de Dulcinea, sólo ella sabía que no era una princesa.<br />
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<b>20</b><br />
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Actor de teatro y de cine, locutor de radio, director, productor, editor, guionista, novelista ocasional, político frustrado, Welles fue el representante ideal de la sociedad del espectáculo: ninguna rama de la industria del entretenimiento escapó de su interés. Y en todos estos ámbitos fue un genial innovador. Pero, dentro de sus múltiples aficiones, hay una que, por su misma rareza, puede ser vista como una metáfora perfecta de su quehacer artístico: la magia.<br />
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Desde joven Welles se dio a la tarea de aprender todo tipo de trucos, justo esos que, en esta época de efectos especiales, parecen maniobras de cómicos de feria: juegos con cartas, sombreros con conejos, pollos amaestrados, magnetismo y mujeres cortadas por la mitad. Tanto Dolores del Río como Rita Hayworth llegaron a servirle de asistentes, aunque quizás la más llamativa de las estrellas de cine que Welles serruchó en público fue Marlene Dietrich.<br />
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Tras la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón en 1942, Welles montó una compañía itinerante, a la que llamó Wonder Show, para entretener a las tropas en el frente. Durante varias semanas se reunió con Joseph Cotten —a quien le enseñó un acto de escapismo—, Agnes Moorhead y Rita para ensayar los diversos números: ¡La Princesa Nefertona cortada por el ombligo y continúa viva!, ¡Joseph el Grande escapa con vida!, ¡El doctor Welles, sin trucos, petrifica con la mirada! Pero su gran número consistía en dividir a sus asistentes. El manager de Rita le impidió participar en el acto y entonces Welles le pidió a la Dietrich que lo ayudase. La actriz alemana aceptó y durante varias noches se presentó ante lo soldados partida por la mitad.<br />
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Esta anécdota pone en evidencia la perversidad de Welles: no sólo era capaz de manipular a decenas de inocentes, sino a las grandes figuras de Hollywood. Sabía que era un ilusionista y sus productos, meros artificios. Si Welles es un creador moderno, se debe a que nunca se creyó un artista, sino un manipulador, como Kane o Hearst. Welles quería ser un Maese Pedro que, gracias al poder de sus ilusiones, convertía a su público en una turba de Quijotes.<br />
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<b>21. El hombre que mató a Don Quijote</b><br />
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La historia de Don Quijote en el cine no ha sido precisamente feliz. Pese a los esfuerzos de numerosos actores y directores —algunos de la talla de Pabst— ninguna película compite con el original. No se trata del típico fenómeno que produce películas mediocres a partir de fuentes sublimes: más bien pareciera como si, pese al carácter eminentemente visual de las andanzas del Ingenioso Hidalgo, hubiese un elemento escondido, sutil y metafórico, que rebasa la mera representación.<br />
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La primera noticia que se tiene de un filme sobre el Quijote es una producción francesa de 1903, a la cual le siguieron otras en 1915, dirigida por Edward Dillon, 1923, de Maurice Elvey, una producción danesa de 1926, a cargo de Lau Lauritzen, la adaptación de Georg Wilhelm Pabst de 1933, en la cual destaca la actuación del gran bajo ruso Fiódor Chaliapin, y una versión libre en dibujos animados de 1934 dirigida por Ub Iwerks. A partir de ese momento la figura fílmica del anciano caballero se vuelve universal pues, además de las versiones españolas de 1948, Don Quijote cabalga de nuevo, y de 2002, El caballero don Quijote, existen producciones de origen israelí, Dan Quihote V’Sa’adia Pansa (1956); soviético, Don Kijot (1957) y Deti Don Kijota (1965); mexicano, Don Quijote cabalga de nuevo (1972), de Roberto Gavaldón, con Fernando Fernán Gómez en el papel de Alonso Quijano y Cantinflas en el de Sancho Panza; y taiwanés, Asphaltwiui Don Quixote (1988), sin dejar de contar las versiones musicales The Amorous Adventures of Don Quixote and Sancho Panza (1976) y Man of La Mancha (1982), hasta llegar a la malograda adaptación de Terry Gilliam que habría de llamarse The Man Who Killed Don Quixote (2000).<br />
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Tal vez esta última producción, azotada por todas las desventuras posibles, guarda los mayores paralelismos con el abortado filme de Welles. En ambos casos se trata de proyectos personales —de sueños— llevados a cabo por dos grandes talentos de la historia del cine. Otros paralelismos: tanto Welles como Gilliam son estadounidenses; ambos maduraron su idea de filmar Don Quijote por muchos años; ambos quisieron alejarse de Hollywood y sus exigencias; y ambos, en fin, sucumbieron ante su desmesura.<br />
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El destino de The Man Who Killed Don Quixote resulta tan tragicómico que un par de cineastas jóvenes, Keith Fulton y Louis Pepe decidió realizar un documental sobre su fracaso, Lost in La Mancha (2002), que narra las desventuras de Gilliam a la hora de filmar su adaptación de la novela de Cervantes. Como Welles, este tenía fama de poco realista desde un punto de vista financiero. En la industria cinematográfica se había vuelto célebre por un enorme fracaso de taquilla, Las aventuras del barón de Munchausen, que hizo olvidar sus colaboraciones con el grupo inglés Monty Phyton o películas tan logradas como Bandidos en el tiempo, Brazil, Pescador de ilusiones u Ocho monos. Para poner en marcha el proyecto, Gilliam tuvo que recurrir a un destartalado abanico de inversores europeos dispuestos a financiar la película más cara que iba a realizarse fuera de Estados Unidos.<br />
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El reparto elegido por Gilliam parecía asegurar el interés tanto del público como de los productores franceses, ingleses y españoles que acompañaban su locura. Como Reiguera, el actor francés Jean Rochefort parecía un don Quijote nato: basta mirarlo unos segundos en Lost in La Mancha para darse cuenta del buen ojo de Gilliam, mientras que la pareja formada por Johnny Depp y Vanessa Paradis iba a asegurar el impacto mediático de la película. Pero, pese a la entusiasta colaboración de su trío de actores, que accedió a rebajar su caché, el proyecto hacía agua por todas partes y el tinglado —sería mejor decir: el retablo— no tardó en venirse abajo.<br />
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Gilliam escogió un don Quijote demasiado frágil, más frágil aún que don Quijote. Pese a ser un jinete probado, la columna de Rochefort no resistió los embates de Rocinante y tuvo que ser hospitalizado de emergencia. Para colmo, una tempestad azotó al equipo de filmación durante los primeros días del rodaje en un árido campo de Navarra, cercano a unas instalaciones de la OTAN donde no dejaban de pasar cazas supersónicos, y al cabo de unas semanas el rodaje debió ser suspendido.<br />
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La película de Fulton y Pepe apenas permite adivinar las secuencias de la obra terminada, pero nos conduce por el camino de frustración que Gilliam recorrió día tras día. Provoca genuina tristeza observar la construcción de los espectaculares decorados, la desbordante imaginación de los vestuarios, la riqueza visual del storyboard o la pasión de los colaboradores de Gilliam y saber que todo eso quedó en el olvido. Los directores del documental no dudan en comparar a Gilliam con don Quijote aunque su desventura suena más kafkiana que cervantina. Mientras contemplamos a Gilliam con esa expresión de niño asustado que no comprende por qué los mayores no cumplen sus caprichos, tenemos la certeza de que no se trata de un caballero andante, sino de un Sancho Panza atrapado en sí mismo. Genial e introvertido, incapaz de ocuparse de las tareas cotidianas, Terry Gilliam es el hombre que mató a don Quijote.<br />
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<b>22. El fin</b><br />
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—En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.<br />
La frase adquiere, por fin, un significado pleno: si el narrador no quiere acordarse de ese lugar es por el dolor que siente, porque algo terrible, inenarrable, ocurrió allí, en la Mancha.<br />
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Como de costumbre, vemos a don Quijote y a Sancho recorriendo un adusto y polvoriento camino en la sierra. El cielo es de una claridad majestuosa. Nuestros héroes avanzan a paso cansino, agotados por el sol y las múltiples desventuras que han sufrido. Don Quijote ha sido golpeado, manteado, burlado. Y, sin embargo, prosigue su marcha, paseando su triste figura una vez más. Poco a poco escalan una pequeña pendiente y al fin contemplan la interminable llanura manchega que se extiende ante sus ojos. De pronto, la tierra se estremece. Se oye una terrible explosión, tan terrible que se escucha incluso en una película muda. Todo se sacude. Alzamos la vista, como don Quijote y Sancho, y contemplamos el terrible espectáculo. Un encantamiento mayor al de cualquier libro de caballerías: un conjuro más vil que el perpetrado por todas las brujas y hechiceros de la historia.<br />
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Una nube gigantesca en el cielo. Una nube hermosísima, blanca y tornasolada, en forma de hongo. Y entonces comprendemos. Quizás don Quijote y Sancho no, pero nosotros, educados por la historia del siglo XX, sí sabemos lo que ocurre. Una bomba H. El Armaggedón, la Tercera Guerra Mundial, el Día del Juicio. Don Quijote y Sancho contemplan, azorados, nuestra destrucción. La de nosotros, sus lectores. El fin de la especie humana. El mundo se desintegra ante sus ojos. Al final, no hemos sido capaces de conjurar la intolerancia y el odio.<br />
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Don Quijote y Sancho Panza, en cambio, sobreviven. A diferencia de nosotros, son inmortales. Mientras que la realidad nos condena a muerte, a ellos los salva la fantasía. Deslumbrados, estremecidos y más tristes que nunca, nuestros héroes se preparan para continuar con su camino. Ya no habrá quien los escuche ni quien los lea. Nadie los reconocerá por las calles. Nadie recordará sus nombres. Y nadie se acordará de ese lugar de la Mancha. De ese lugar de la Mancha que es la Tierra. A pesar de los pesares, ellos proseguirán su ruta. Welles siempre soñó con filmar esta escena, el mayor homenaje que nadie le ha hecho a las criaturas de Cervantes.<br />
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<b>Un capítulo del libro <a href="https://www.lectulandia.com/book/mentiras-contagiosas/" target="_blank">"Mentiras contagiosas"</a></b><br />
<br />Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-53472538590170442382018-02-02T10:12:00.003-03:002018-02-02T10:12:45.677-03:00LA RED ATLAS: LOS LIBERTARIANS Y AMÉRICA LATINA<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-zlMTXn6-FIo/WnRi8G5NjQI/AAAAAAAAcpk/QXwBScH8yjQEDKeGbKEYfze4_2io4znkgCLcBGAs/s1600/Captura%2Bde%2Bpantalla%2Bcompleta%2B02022018%2B100714.bmp.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="608" data-original-width="974" height="398" src="https://4.bp.blogspot.com/-zlMTXn6-FIo/WnRi8G5NjQI/AAAAAAAAcpk/QXwBScH8yjQEDKeGbKEYfze4_2io4znkgCLcBGAs/s640/Captura%2Bde%2Bpantalla%2Bcompleta%2B02022018%2B100714.bmp.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b>Lee Fang *</b> (<i>Lento</i>)<br />
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<b><i>No es fácil traducir "libertarian”: en nuestra tradición, “libertario” refiere a un anarquista de izquierda, mientras que para los anglosajones alude a un individualista extremo que busca la desregulación total del mercado. Desde el sur, pocas cosas separan a un “libertarista” de un neoliberal. El periodista estadounidense Lee Fang se propuso averiguar sobre la conexión entre una red de fundaciones libertaristas —la Atlas Network— y el empuje de la derecha en América Latina.</i></b><br />
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Para Alejandro Chafuen, la reunión celebrada esta primavera en The Brick Hotel de Buenos Aires fue una mezcla de regreso a casa y festejo triunfal. Chafuen, un argentino-estadounidense alto y flaco, había dedicado su vida adulta a desacreditar los movimientos sociales y los gobiernos de izquierda en América del Sur y América Central, y a impulsar, en su lugar, una versión business-friendly del libertarismo.<br />
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Por décadas, fue un trabajo solitario, pero ya no. Chafuen estaba rodeado de amigos durante el Foro Para la Libertad en Latinoamérica 2017. El encuentro internacional de activistas del libertarismo tenía el apoyo de la Atlas Economic Research Foundation (Fundación Atlas para la Investigación Económica), una organización sin fines de lucro dedicada a formar liderazgos, que ahora se conoce simplemente como Atlas Network, o Red Atlas, y que desde 1991 es dirigida por Chafuen. En el hotel Brick, Chafuen se deleitaba al recordar triunfos recientes; su trabajo de años había empezado a dar frutos, gracias a la coyuntura política y económica, pero también gracias a la red de activistas que él venía cultivando desde hacía mucho tiempo.<br />
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Durante la última década, los gobiernos de izquierda usaron dinero para “comprar votos, para redistribuir”, aseguró al ser entrevistado Chafuen, cómodamente instalado en el lobby. Pero la caída de los precios de las commodities, sumado a los escándalos por corrupción, fueron la oportunidad para que los grupos de la Red Atlas entraran en acción. “Hubo una apertura, una crisis, una demanda de cambio, y nosotros teníamos personas preparadas para impulsar ciertas políticas”, observó Chafuen, parafraseando a Milton Friedman. “Y en nuestro caso, lo que buscamos son soluciones privadas a los problemas públicos”.<br />
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Chafuen señaló la cantidad de dirigentes asociados a Altas que ahora están en el candelero: ministros del gobierno conservador de Mauricio Macri en Argentina, senadores en Bolivia y los líderes del Movimiento Brasil Libre, que terminó con la presidencia de Dilma Rousseff. Allí, la red sembrada por Chafuen cobró vida ante sus propios ojos.<br />
<br />
“Estuve en las manifestaciones callejeras de Brasil. De pronto, me doy cuenta de que un muchacho que había conocido de adolescente ahora estaba en la caja de un camión dirigiendo las protestas. ¡Una locura!”, dijo Chafuen, emocionado. No menos emocionados parecían los simpatizantes de Atlas que se cruzaban con Chafuen en Buenos Aires. Intermitentemente lo paraban activistas de diversos países para felicitarlo mientras se desplazaba por el hotel. Para muchos, Chafuen, desde su posición en Atlas, ha sido un mentor, un patrocinador financiero y un faro que los guió hacia nuevos modelos políticos.<br />
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Hay un giro a la derecha en la política latinoamericana. Durante gran parte del siglo XXI, los gobiernos de izquierda se impusieron en casi toda la región —desde los Kirchner en Argentina hasta el reformista agrario Manuel Zelaya en Honduras— e impulsaron programas de abatimiento de la pobreza y nacionalización de las empresas, al tiempo que desafiaban la hegemonía estadounidense en el hemisferio.<br />
<br />
En los últimos años, sin embargo, muchos líderes de izquierda cayeron, a veces de manera espectacular. A Zelaya los militares golpistas se lo llevaron en piyama de la residencia presidencial. En Argentina, un megaempresario se hizo con el poder y Cristina Fernández de Kirchner es acusada por corrupción. Y en Brasil, el Partido de los Trabajadores, tras un creciente escándalo por corrupción y protestas masivas, fue barrido del gobierno por medio de un impeachment por cargos de malversación presupuestal.<br />
<br />
Este cambio podría parecer consecuencia de un reequilibrio regional en el que se imponen las fuerzas económicas. Y sin embargo, la Atlas Network es omnipresente, como el hilo que conecta todos los acontecimientos políticos clave.<br />
<br />
Todavía no se ha contado toda la historia de la Red Atlas y su profundo impacto en la ideología y el poder político. Pero con archivos de sus negocios y registros de tres continentes, sumados a entrevistas con líderes libertaristas de todo el hemisferio, se puede mostrar el alcance de su influencia a lo largo del tiempo. Esta red de libertaristas, que ha reformulado los equilibrios de poder en país tras país, también ha funcionado como un apéndice discreto de la política exterior estadounidense. Los think tanks asociados a Atlas reciben un financiamiento, también discreto, del Departamento de Estado y de la National Endowment for Democracy (Fundación Nacional para la Democracia, NED por su sigla en inglés), un brazo esencial del “poder blando” estadounidense.<br />
<br />
Aunque hay investigaciones recientes sobre el rol de ciertos multimillonarios conservadores, como los hermanos Koch, en la difusión de una versión business-friendly del pensamiento libertarista, la Atlas Network, que recibe fondos de fundaciones de los Koch, se ha dedicado a replicar en los países en desarrollo los métodos creados en el hemisferio norte. La red de Atlas es expansiva y hoy tiene vínculos con 450 think tanks de todo el mundo. Según Atlas, sólo en 2016 los apoyos económicos a sus asociados fueron de cinco millones de dólares.<br />
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A lo largo de los años, Atlas y las fundaciones asociadas a ella han otorgado cientos de subvenciones a think tanks conservadores y partidarios del libre mercado en Latinoamérica, incluyendo la red de libertaristas que apoyó al Movimiento Brasil Libre y organizaciones detrás de una embestida libertarista en Argentina, como la Fundación Pensar, el think tank de Atlas que se fusionó con el PRO, el partido político creado por Mauricio Macri. Los líderes del Movimiento Brasil Libre y el fundador de la Fundación Eléutera, un influyente think tank neoliberal que surgió luego del golpe en Honduras, recibieron financiamiento de Atlas y son parte de la generación de dirigentes políticos formados en los seminarios de Atlas. La Atlas Network abarca decenas de think tanks en toda la región, incluyendo destacados grupos que apoyan a las fuerzas de derecha en Venezuela y en la campaña de Sebastián Piñera, el candidato de centroderecha que lidera las encuestas para las presidenciales chilenas de este año.<br />
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En ningún lugar el método de Atlas se desarrolló mejor que en una nueva red brasileña de think tanks pro libre mercado. Son institutos que trabajaron juntos para fomentar el descontento con las políticas socialistas, y mientras algunos se concentraban en los centros académicos, otros se dedicaron a entrenar activistas y a alimentar una guerra constante en los medios contra las ideas de izquierda.<br />
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El año pasado, el esfuerzo por dirigir el descontento únicamente hacia la izquierda le dio sus frutos a la derecha. Los millenials del Movimiento Brasil Libre, muchos de ellos con formación en organización política adquirida en Estados Unidos, dirigieron un movimiento masivo para enfocar la indignación popular en un vasto escándalo de corrupción contra Dilma Rousseff. La Operación Lava Jato todavía está en proceso y su sistema de sobornos implica a dirigentes de todos los partidos políticos grandes, incluyendo a los de derecha y centroderecha. Sin embargo, con mucha habilidad en el manejo de los medios, el Movimiento Brasil Libre se las arregló para dirigir la indignación principalmente hacia la presidenta, y así exigir su salida y el fin de las políticas de justicia social del Partido de los Trabajadores.<br />
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Las protestas —que para algunos son comparables a las del Tea Party estadounidense, especialmente si se tiene en cuenta el discreto apoyo que les dieron los conglomerados industriales locales y una novedosa red de simpatizantes de la conspiración compuesta por voceros de extrema derecha— terminaron con 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores y sacaron a Dilma del poder vía impeachment en 2016.<br />
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El escenario en el que surgió el Movimiento Brasil Libre es nuevo en el país. Hace diez años, los think tanks libertaristas serían a lo sumo tres, dice Helio Beltrão, un ex ejecutivo de fondos de inversión que ahora dirige el Instituto Mises, una organización sin fines de lucro bautizada en homenaje al filósofo libertarista Ludwig von Mises. Hoy, con el apoyo de Atlas, los institutos libertaristas son más de 30 y todos cooperan entre sí y con grupos como Estudiantes por la Libertad y el Movimiento Brasil Libre.<br />
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“Es como un cuadro de fútbol. La defensa son los académicos. Los delanteros son los políticos. Ya hicimos varios goles”, apunta en referencia al impeachment contra Dilma. El mediocampo, agrega, son los “muchachos de la cultura” que forman la opinión pública. Beltrão explica que la red de think tanks quiere privatizar el correo de Brasil, que para él es la “presa fácil” que podría iniciar una gran ola de reformas pro libre mercado. Varios de los partidos conservadores de Brasil se acercaron a los militantes libertaristas cuando estos demostraron que podían movilizar a cientos de miles de personas en las protestas contra Dilma, aunque todavía no hayan adoptado los presupuestos de la “economía de la oferta” (la teoría que sostiene que se debe promover la provisión de bienes).<br />
<br />
Fernando Schüler, académico y columnista asociado al Instituto Millenium, otro think tank brasileño, lo explica desde otro ángulo. “Brasil tiene 17.000 sindicatos pagados con dineros públicos. Un día de salario va para los sindicatos, completamente controlados por la izquierda”, dice. La única manera de revertir la tendencia socialista fue ser más hábil que ellos. “Con la tecnología la gente podía participar por sí misma, organizar manifestaciones públicas con bajos costos, usando redes, WhatsApp, Facebook, YouTube”, agrega para explicar cómo los libertaristas dirigieron las protestas contra los líderes de la izquierda.<br />
<br />
Estos grupos anti Dilma habían creado un torrente diario de videos de YouTube en los que parodiaban al gobierno del Partido de los Trabajadores, junto a un tablero interactivo en el que alentaban a los ciudadanos a que presionaran a los parlamentarios a votar el impeachment. Schüler deja claro que tanto el Movimiento Brasil Libre como su propio think tank reciben apoyo financiero de industriales y comerciantes locales, pero el movimiento ha tenido éxito en parte porque no se lo identifica con los partidos políticos existentes, a los que la opinión pública ve con recelo. Para él, la única manera de reformar radicalmente la sociedad y dar vuelta el sentimiento popular sobre el Estado de bienestar era librar una guerra cultural permanente contra los intelectuales y los medios de izquierda.<br />
<br />
Uno de los fundadores del Instituto Millenium, el bloguero Rodrigo Constantino, polarizó la política brasileña con su retórica ultramilitante. Constantino, que ha sido llamado el “Breitbart brasileño” por sus ideas conspirativas y sus ácidos comentarios derechistas, encabeza otro think tank de Atlas: el Instituto Liberal. Para él, cada movimiento de la izquierda es un intento velado de subvertir la democracia, desde el uso del color rojo en el logo de la Copa del Mundo hasta el programa Bolsa Família, que brindaba ayuda a los más desposeídos.<br />
<br />
A Constantino se le atribuye haber popularizado la idea de que los que apoyan al Partido de los Trabajadores son “liberales de limusina”, hipócritas pudientes que acuden al socialismo para demostrar su superioridad moral al mismo tiempo que desprecian a la clase trabajadora que dicen representar.<br />
<br />
La “breitbarización” del discurso público es una de las tantas formas en que la Red Atlas ha venido influyendo sutilmente en el debate político.<br />
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“Es un Estado muy paternalista. Es una locura. Hay mucho control estatal y ese es el desafío a largo plazo”, dice Schüler, y agrega que, a pesar de las recientes victorias, los libertaristas tienen mucho camino para recorrer. Su modelo a seguir es el de Margaret Thatcher, que tuvo el apoyo de una red de think tanks libertaristas para impulsar reformas impopulares. “El sistema de pensiones es absurdo. Hay que privatizar toda la educación”, recita Schüler como parte de una letanía de cambios que realizaría, desde desfinanciar a los sindicatos hasta abolir el voto obligatorio.<br />
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La única manera de hacerlo posible, agrega, sería crear una red de organizaciones sin fines de lucro que libraran batallas separadas pero con los mismos objetivos libertaristas. El modelo existente —la constelación de think tanks de derecha en Washington DC, que recibe poderosos apoyos— es el único camino posible para Brasil, afirma Schüler.<br />
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Atlas está haciendo exactamente eso. Financia nuevos think tanks, brinda cursos de organización política y relaciones públicas, apoya eventos de trabajo en red en todo el mundo y, en los últimos años, ha dirigido recursos extra a incitar a los libertaristas a que influencien a la opinión pública por medio de redes sociales y videos online.<br />
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Con una competencia anual, la Red Atlas premia la producción de videos virales que promuevan la economía de libre mercado y ridiculicen las propuestas asociadas al Estado de bienestar. Entre quienes dan conferencias para Atlas, está James O’Keefe, el provocador famoso por haber aguijoneado a varios integrantes del Partido Demócrata estadounidense con sus cámaras ocultas. También fueron parte de las sesiones de entrenamiento de Atlas los productores de un grupo de Wisconsin que trabajó en videos que desacreditaban las protestas de los maestros contra la ley antisindical del gobernador Scott Walker.<br />
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Entre otras hazañas recientes, Atlas ha estado presente en la nación latinoamericana actualmente más afectada por una crisis política y humanitaria: Venezuela. Los registros de la escritora y activista Eva Golinger (obtenidos por medio del Freedom of Information Act, la ley estadounidense de libre acceso a la información) y las filtraciones de la ex soldado Chelsea Manning revelan los sofisticados esfuerzos realizados por el gobierno estadounidense para utilizar los think tanks de Atlas en una larga campaña de desestabilización contra el líder venezolano Hugo Chávez.<br />
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Ya en 1998, Cedice Libertad, el principal think tank de Atlas en Caracas, recibía financiamiento continuo del Center for International Private Enterprise (Centro para la Empresa Privada Internacional). En una carta de otorgamiento de fondos, la NED lista que la ayuda a Cedice está dirigida a “un cambio de gobierno”. El director de Cedice estaba entre los firmantes del “decreto Carmona”, que apoyaba al breve golpe militar contra Hugo Chávez en 2002. Un cable de 2006 revela la estrategia del embajador de Estados Unidos, William Brownfield, para financiar organizaciones políticas en Venezuela: “1) Fortalecer las instituciones democráticas, 2) Infiltrar la base política de Chávez, 3) Dividir al chavismo, 4) Proteger los negocios estadounidenses y 5) Aislar internacionalmente a Chávez”.<br />
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En la actual crisis venezolana, Cedice promueve las protestas contra el presidente Nicolás Maduro, sucesor de Chávez. Cedice tiene vínculos estrechos con la opositora María Corina Machado, una de las cabezas de las masivas marchas antigubernamentales que han tenido lugar en los últimos meses. Machado ha reconocido públicamente el trabajo de Atlas; en un video enviado al grupo en 2014 aparece diciendo: “Gracias a la Atlas Network, a todos los luchadores por la libertad”.<br />
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En el Foro de la Libertad en Latinoamérica de Buenos Aires, los jóvenes líderes zumbaban por todas partes mientras compartían ideas sobre cómo derrotar al socialismo en cada frente, desde debates en los campus universitarios hasta movilizar un país entero en favor del impeachment. “Emprendedores” de think tanks peruanos, dominicanos y hondureños competían en un formato basado en el reality show Shark Tank, en el que los encargados de start-ups deben convencer a un panel de inversores despiadados. En lugar de buscar inversiones, estos líderes presentaban ideas de marketing político, en un concurso que premiaba al ganador con 5.000 dólares. En otra sesión, se debatían estrategias para conseguir que la industria apoye reformas económicas. En una tercera habitación, operadores políticos debatían sobre qué argumentos podrían emplear los “amantes de la libertad” para responder al crecimiento mundial del populismo, y para “redirigir el sentimiento de injusticia de muchos” hacia fines de libre mercado.<br />
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Un joven dirigente del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL), un think tank de Buenos Aires, presentó un proyecto para rankear a cada provincia argentina en un “índice de libertad económica”, elaborado con base en el nivel de impuestos y trabas legales como criterio para generar entusiasmo hacia reformas pro libre mercado. Su idea se basa en estrategias similares utilizadas en Estados Unidos, como el “Índice de Libertad Económica” de la Heritage Foundation, que compara a los países tomando en cuenta las políticas impositivas y las barreras regulatorias a la creación de negocios.<br />
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Tradicionalmente, los think tanks se conciben como institutos independientes que se crean para desarrollar soluciones no convencionales. En cambio, el modelo de Atlas se enfoca menos en producir propuestas genuinamente innovadoras que en establecer organizaciones políticas que tengan la credibilidad de instituciones académicas, para que así sean una herramienta efectiva en la batalla por mentes y almas.<br />
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Las propuestas libremercadistas —como quitarles impuestos a los ricos, achicar el Estado, privatizar empresas públicas, liberalizar el comercio y limitar el poder de los sindicatos— siempre se enfrentaron con un problema de percepción. Sus defensores se dieron cuenta de que los votantes tienden a verlas como un vehículo para favorecer a la clase alta. Por eso, reetiquetar el libertarismo económico como una ideología del bien común requirió complejas estrategias de persuasión pública.<br />
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El modelo de Atlas que ahora se disemina por toda América Latina se basa en un método perfeccionado durante décadas de lucha en Estados Unidos y Reino Unido, en la que los libertaristas se esforzaron por contener la marea favorable al Estado de bienestar que se dio tras las Segunda Guerra Mundial.<br />
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Antony Fisher, emprendedor británico y fundador de la Atlas Network, fue pionero en esa tarea de vender la economía libertarista al gran público. La dirección era clara: su misión era “tapizar el mundo con think tanks pro libre mercado”.<br />
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Fisher tomó sus ideas de Friedrich Hayek, el padre del pensamiento moderno sobre el gobierno mínimo. En 1946, después de leer la versión de Camino de servidumbre, la obra seminal de Hayek, publicada en Selecciones del Reader’s Digest, Fisher procuró conocer al economista austríaco en persona. Según su colaborador cercano John Blundell, Fisher le sugirió a Hayek que ingresara a la política. Hayek rechazó la propuesta, porque consideraba que la mejor forma de cambiar la sociedad era de abajo hacia arriba.<br />
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Al mismo tiempo, en Estados Unidos, otro ideólogo del libre mercado, Leonard Read, consideraba ideas similares tras haber liderado a la Cámara de Comercio de Los Ángeles en su enfrentamiento con organizaciones de trabajadores. Para contrarrestar el crecimiento del Estado de bienestar, era necesaria una respuesta más elaborada para compartir los debates populares sobre la dirección a la que debía apuntar la sociedad sin exponer los vínculos con los intereses empresariales. Fue muy estimulante para Fisher la visita a la organización sin fines de lucro que había montado Read en Nueva York, la Foundation for Economic Education (Fundación para la Educación Económica, FEE), creada para apoyar y promover las ideas de los intelectuales pro libre mercado. Allí, el economista libertarista FA Harper aconsejó a Fisher sobre cómo crear su propia organización en Reino Unido.<br />
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Durante el viaje, Fisher también fue con Harper a la Universidad de Cornell para conocer los últimos avances en la industria de cría de animales, y se maravilló ante la visión de 15.000 pollos alojados en un solo edificio. Fisher tomó nota de la innovación y la puso en práctica en Reino Unido. Su fábrica, Buxted Chickens, prosperó rápidamente y Fisher amasó una buena fortuna. Parte de las ganancias fueron a parar al otro objetivo que había nacido durante su visita a Nueva York: en 1955, fundó el Institute of Economic Affairs (Instituto de Asuntos Económicos).<br />
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El Instituto ayudó a dar a conocer a un conjunto de economistas asociados con las ideas de Hayek. Fue un lugar donde expresarse contra el creciente Estado de bienestar británico, vinculando a periodistas con académicos pro libre mercado y diseminando sus opiniones regularmente en columnas de opinión, entrevistas radiales y conferencias. El grueso del financiamiento provenía del mundo de los negocios; entre sus contribuyentes anuales estaban grandes industriales y gigantes bancarios, como British Petroleum y Barclays. De acuerdo a Making Thatcher’s Britain, de los historiadores Ben Jackson y Robert Saunders, un magnate naviero observó que, dado que las universidades daban munición a los sindicatos, el Instituto era el armero de los empresarios.<br />
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La recesión e inflación de la década de 1970 sacudió los cimientos de la sociedad británica y los políticos conservadores se vieron cada vez más atraídos por el Institute of Economic Affairs para que los proveyera de un proyecto alternativo. El Instituto los satisfizo con resúmenes temáticos accesibles y temas de debate que los políticos podían emplear para llevar los conceptos de libre mercado al gran público. La Atlas Network proclama orgullosamente que el Instituto “sentó las bases intelectuales para lo que luego fue la revolución de Thatcher en los años 80”. Personal del Instituto hizo discursos para Thatcher, alimentó su campaña con artículos sobre políticas en temas tan variados como los sindicatos de trabajadores y el control de precios, y elaboró respuestas para sus críticos en los medios masivos. En una carta dirigida a Fisher tras su triunfo en 1979, Thatcher escribió que el Instituto había creado “el clima de opinión que hizo la victoria posible”.<br />
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“No hay duda de que ha habido un enorme avance en Gran Bretaña. El Institute of Economic Affairs, que Antony Fisher estableció, hizo una enorme diferencia”, dijo Milton Friedman. “Hizo posible a Margaret Thatcher. No su elección como primera ministra, sino que hizo posibles las políticas que ella pudo implementar. Y lo mismo en este país: el pensamiento que se desarrolló en este sentido hizo posible a Ronald Reagan y las políticas que logró imponer”.<br />
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El Instituto había cerrado el círculo. Hayek montó un exclusivo grupo de economistas pro libre mercado llamado Mont Pelerin Society. Uno de sus miembros, Ed Feulner, ayudó a fundar la Heritage Foundation, el think tank conservador de Washington, tomando como inspiración el trabajo del Instituto. Otro miembro de Mont Pelerin, Ed Crane, fundó el Cato Institute, el más destacado grupo de reflexión libertarista de Estados Unidos.<br />
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En 1981, Fisher, que se había mudado a San Francisco, se dispuso a desarrollar la Atlas Economic Research Foundation a instancias de Hayek. Fisher utilizó su éxito del Instituto para llegar a donantes corporativos que podrían ayudarlo a establecer una serie de grupos de reflexión más pequeños, a veces regionales, en Nueva York, Canadá, California y Texas, entre otros lugares. Sin embargo, con Atlas, la escala de su proyecto de think tanks de libre mercado ahora sería global: una organización sin fines de lucro dedicada a continuar la tarea de tender cabezas de playa libertaristas en todos los países del mundo. “Cuantos más institutos se establezcan en todo el mundo”, declaró Fisher, “mayor será la oportunidad de abordar diversos problemas que reclaman solución”.<br />
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Fisher comenzó a recaudar fondos, exponiendo sus ideas ante donantes corporativos con la ayuda de cartas de recomendación de Hayek, Thatcher y Friedman, que incluían una llamada urgente a ayudar en la reproducción del éxito del Institute of Economic Affairs a través de Atlas. Hayek decía que su modelo “debería ser usado para crear institutos similares en todo el mundo” y que “sería dinero bien gastado si se pudieran reunir grandes sumas para financiar un esfuerzo coordinado”.<br />
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La propuesta se envió a una lista de ejecutivos de alto nivel y pronto el dinero de arcas corporativas empezó a llegar a Atlas. Grandes donantes del Partido Republicano, como Richard Mellon Scaife, y de compañías como Pfizer, Procter & Gamble y Shell, aportaron a la causa. Su influencia, sin embargo, tendría que permanecer encubierta para que el proyecto funcionara, sostenía Fisher. “Para influir en la opinión pública, es necesario evitar cualquier sugerencia de interés particular o intención de adoctrinar”, señaló en una propuesta que delineaba el propósito de Atlas. Fisher agregó que el éxito del Institute of Economic Affairs se había basado en la percepción de que era académico e imparcial.<br />
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Atlas creció rápidamente. Hacia 1985, la Red contaba con 27 instituciones en 17 países, incluyendo organizaciones sin fines de lucro en Italia, México, Australia y Perú. El momento no podría haber sido mejor: la expansión internacional de Atlas se produjo exactamente cuando la administración Reagan redoblaba su apuesta a una política exterior agresiva para vencer a los gobiernos extranjeros de izquierda.<br />
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Mientras que en público Atlas declaraba que no recibía fondos del gobierno (Fisher desestimaba la ayuda externa por considerarla sólo otro “soborno” utilizado para distorsionar las fuerzas del mercado), los registros muestran que la Red trabajó discretamente para sumar al gobierno estadounidense a su creciente lista de socios internacionales.<br />
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En una carta de 1982 de la Agencia Internacional de Comunicación, una pequeña oficina del gobierno federal dedicada a promover los intereses estadounidenses en el extranjero, un burócrata de la Oficina de Programas del Sector Privado le respondió a Fisher, que había hecho una consulta sobre la forma de obtener subvenciones federales. El burócrata escribió que se le prohibía dar “directamente a organizaciones extranjeras”, pero que podría ser copatrocinador de “conferencias o intercambios con organizaciones”, realizadas por grupos como Atlas, y alentó a Fisher a mandar una propuesta. La carta, enviada un año después de que se fundara Atlas, fue la primera señal de que la Red se convertiría en un socio secreto de los intereses de la política exterior de Estados Unidos.<br />
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Memos y otros registros de Fisher muestran que, para 1986, Atlas había ayudado a programar reuniones con ejecutivos de negocios para dirigir fondos estadounidenses hacia su red de think tanks. En un caso, un funcionario de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por su sigla en inglés), la principal herramienta de ayuda en el extranjero del gobierno federal, recomendó que el gerente de la filial de Coca-Cola en Panamá trabajara con Atlas para crear un grupo de reflexión basado en el Institute of Economic Affairs británico. Los socios de Atlas también obtuvieron fondos de las arcas de la NED, una organización sin ánimo de lucro fundada en 1983, financiada en gran parte por el Departamento de Estado y por la USAID para crear instituciones políticas favorables a Estados Unidos en el mundo en vías de desarrollo.<br />
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Mientras llovían los fondos de corporaciones y del gobierno de Estados Unidos derramándose, Atlas tuvo otro golpe de suerte en 1985 con la llegada de Alejandro Chafuen. Linda Whetstone, hija de Fisher, recordó en un homenaje cómo, en 1985, un joven Chafuen, que entonces vivía en Oakland, se había presentado a la oficina de Atlas en San Francisco “dispuesto a trabajar por nada”.<br />
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Chafuen, nacido en Buenos Aires, se había criado en la que describía como “una familia antiperonista”. Eran ricos y, aunque creció en una época turbulenta, Chafuen vivió una vida de relativo privilegio. Pasó su adolescencia jugando al tenis y soñaba con convertirse en un deportista profesional.<br />
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Chafuen atribuye su trayectoria ideológica juvenil a su apetito por devorar textos libertaristas, desde Ayn Rand hasta los folletos publicados por el FEE, el grupo de Leonard Read que originalmente había inspirado a Fisher. Tras sus estudios en el Grove City College, una universidad de humanidades cristiana y profundamente conservadora situada en Pensilvania, en la que fue presidente del club estudiantil libertarista, Chafuen regresó a su país de origen. Los militares habían tomado el poder, con la excusa de responder a la amenaza de los revolucionarios comunistas. Miles de estudiantes y activistas serían torturados y asesinados por la represión contra los militantes de izquierda tras el golpe de Estado.<br />
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Chafuen recuerda esos tiempos bajo una luz bastante positiva. Luego escribiría que el ejército había sido obligado a actuar para evitar que el comunismo “tomara el país”. En el ambiente académico, mientras seguía una carrera docente, Chafuen se encontró con “totalitarios de todos los estilos”. Después del golpe militar, escribió que notaba cómo sus profesores se volvían “más suaves”, a pesar de sus diferencias con él.<br />
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El libertarismo también encontró buena recepción en otros países latinoamericanos bajo dictaduras militares. A Chile, después de que los militares barrieron al gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende, acudieron velozmente los economistas de la Sociedad Mont Pelerin y prepararon el escenario para realizar grandes reformas neoliberales, como la privatización de la industria y del sistema de pensiones del país. En toda la región, bajo la mirada vigilante de los líderes militares de derecha que habían tomado el poder, se fueron arraigando las políticas económicas libertaristas.<br />
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Por su parte, el fervor ideológico de Chafuen era evidente ya en 1979, cuando publicó un ensayo para la FEE titulado “Guerra sin Fin”. Allí comparaba al terror de izquierda con el clan Manson y a su fuerza con la de “las guerrillas de Medio Oriente, África y Sudamérica”. Se precisaba, escribió, que las “fuerzas de la libertad individual y la propiedad privada” respondieran a los ataques.<br />
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Su entusiasmo no pasó desapercibido. En 1980, cuando tenía 26 años, Chafuen fue invitado a convertirse en el miembro más joven de la Sociedad Mont Pelerin. Viajó a Stanford, lo que le brindó la oportunidad de contactar directamente a Read, Hayek y otros libertaristas importantes. En cinco años, Chafuen se casó con una estadounidense y pasó a residir en Oakland. Comenzó a vincularse con miembros de Mont Pelerin de la zona de San Francisco, como Fisher.<br />
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Según las actas de la junta directiva de Atlas, ese año Fisher dijo a sus colegas que había hecho un pago de 500 dólares como obsequio de Navidad para Chafuen, y que esperaba contratar a tiempo completo al joven economista para que desarrollara think tanks de Atlas en América Latina. Al año siguiente, Chafuen organizó la primera cumbre de think tanks latinoamericanos de Atlas en Jamaica.<br />
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Chafuen comprendió bien el modelo Atlas y trabajó con esmero para expandir la red. Ayudó a montar think tanks en África y Europa, pero sobre todo concentró sus esfuerzos en América Latina. Mientras que describía cómo atraer donantes, Chafuen señaló en una conferencia que estos no pueden aparecer como quienes pagan por las encuestas de opinión pública, porque les quitarían credibilidad. “Pfizer Inc. no patrocinaría encuestas sobre temas de salud ni Exxon pagaría por encuestas sobre temas ambientales”, dijo. En cambio, think tanks libertaristas, como los de la Red Atlas, no sólo podían presentar las mismas encuestas con mayor credibilidad sino hacerlo de manera que obtuvieran cobertura en los medios locales.<br />
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“A los periodistas los atrae lo novedoso y fácil de transmitir”, dijo Chafuen. A la prensa no le interesa mucho citar a los filósofos libertaristas, sostuvo, pero si un grupo de expertos elabora una encuesta, prestan atención. “Y los donantes también lo ven”, agregó.<br />
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En 1991, tres años después de la muerte de Fisher, Chafuen tomó el timón de Atlas y tuvo la oportunidad de hablar con autoridad a los donantes sobre el trabajo de la organización. Rápidamente comenzó a sumar patrocinadores empresariales para impulsar objetivos orientados a las grandes compañías a través de la red. Philip Morris contribuyó regularmente con Atlas, incluyendo una donación de 50.000 dólares en 1994, que salió a la luz años más tarde durante un juicio. Los registros muestran que el gigante del tabaco vio a Atlas como un aliado para trabajar en pleitos internacionales.<br />
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En Chile, sin embargo, un grupo de periodistas descubrió que los think tanks respaldados por Atlas discretamente habían hecho lobby contra la regulación del tabaco sin revelar su financiamiento por parte de compañías tabacaleras, en una estrategia calcada de la de think tanks de todo el mundo.<br />
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Gigantes corporativos, como ExxonMobil y MasterCard, eran donantes de Atlas. Pero el grupo también atrajo a figuras destacadas en el libertarismo, como las fundaciones asociadas al inversor John Templeton y los millonarios hermanos Charles y David Koch, que prodigaron regularmente con contribuciones a Atlas y sus afiliados.<br />
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Las proezas recaudatorias de Chafuen se extendieron al creciente número de fundaciones conservadoras adineradas que comenzaban a florecer en Estados Unidos. Fue miembro fundador de Donors Trust, un fondo hermético y orientado por donantes que ha repartido más de 400 millones de dólares entre organizaciones libertaristas, incluidos miembros de la Red Atlas. También es administrador de la Fundación Chase, de Virginia, que fue fundada por un miembro de la Sociedad Mont Pelerin y que igualmente envía dinero en efectivo a los think tanks de Atlas.<br />
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El gobierno estadounidense también fue otro manantial de dinero. Inicialmente, la NED encontró obstáculos para establecer en el exterior organizaciones sin fines de lucro amigables con Estados Unidos. Durante una conferencia conjunta con Chafuen, Gerardo Bongiovanni, presidente de la Fundación Libertad, un think tank de Atlas en Rosario, Argentina, señaló que entre 1985 y 1987 el Centro para la Empresa Privada Internacional (asociado a la NED) distribuyó un millón de dólares como capital inicial para crear varios think tanks. Sin embargo, quienes recibieron estas subvenciones fracasaron rápidamente por falta de formación de gestión, dijo Bongiovanni.<br />
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Atlas, en cambio, logró convertir el dinero de los contribuyentes estadounidenses que le llegaba mediante la NED y el Centro para la Empresa Privada Internacional en una importante fuente de financiación para su creciente red. Las herramientas de financiación proporcionaron dinero para impulsar think tanks de Atlas en Europa del Este, tras la caída de la Unión Soviética y, más tarde, para promover los intereses estadounidenses en Medio Oriente. Entre los beneficiarios del efectivo del Centro para la Empresa Privada Internacional se encuentra Cedice Libertad, el think tank al que agradeció la dirigente opositora venezolana María Corina Machado.<br />
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En The Brick Hotel de Buenos Aires, Chafuen reflexionó sobre las últimas tres décadas. Dijo que Fisher “estaría complacido y no creería cuánto creció nuestra red” y señaló que tal vez el fundador de Atlas no hubiera esperado un nivel de compromiso político tan alto como el que tiene el grupo. <br />
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Chafuen se encendió con la asunción de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y elogió sus elecciones para el gabinete. ¿Y por qué no? La administración de Trump está repleta de ex alumnos de grupos vinculados a Atlas y de amigos de la Red. Sebastian Gorka, el islamófobo asesor de contraterrorismo de Trump, dirigió un think tank de Atlas en Hungría. El vicepresidente Mike Pence ha asistido a un evento de Atlas y habló muy bien del grupo. La secretaria de Educación Betsy DeVos y Chafuen fueron muy cercanos cuando eran dirigentes del Acton Institute, un think tank de Michigan que elabora argumentos religiosos a favor de las políticas libertaristas, y que ahora tiene una filial en Brasil, el Centro Interdisciplinario de Ética y Economía Personalista.<br />
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Tal vez la figura más apreciada de Chafuen en la administración Trump, sin embargo, sea Judy Shelton, economista y miembro destacada de la Atlas Network. Después de la victoria de Trump, Shelton pasó a dirigir la NED. Había sido consejera de la campaña de Trump y del grupo de transición. Chafuen sonrió al hablar del asunto: “Ahí tienes a la gente de Atlas presidiendo la Fundación Nacional para la Democracia”, dijo.<br />
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Antes de finalizar la entrevista, Chafuen indicó que hay más por venir: más think tanks, más esfuerzos para derrocar gobiernos de izquierda y más acólitos y egresados de Atlas en los más altos niveles de gobierno en todo el mundo. “El trabajo está en marcha”, dijo. Más tarde, Chafuen apareció en la gala del Foro de la Libertad en América Latina. Junto con un panel de expertos de Atlas, discutió la necesidad de acelerar los movimientos de oposición libertarista en Ecuador y Venezuela.<br />
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<b>La red Atlas en la región</b><br />
<b><br /></b>
• Fundación Pensar era un think tank afiliado a Atlas en Buenos Aires, que fue incorporado al PRO, el partido político de Mauricio Macri, quien se convirtió en presidente de Argentina en 2015. Funcionarios de Pensar y de la Fundación Libertad, otro think tank respaldado por Atlas en Argentina, fueron elegidos para altos cargos en el gobierno de Macri. • Fundación Eléutera en San Pedro Sula, Honduras, fue fundada después del golpe que derrocó al presidente de izquierda Manuel Zelaya. El líder del think tank, Guillermo Peña Panting, fue becario en la Fundación John Locke, un think tank libertarista basado en el Estado en Carolina del Norte, y ha asistido a seminarios de capacitación de Atlas durante años. <br />
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El actual gobierno de Honduras se ha apoyado en Eléutera para asistencia a políticas, como establecer las primeras ZEDE (zonas de empleo y desarrollo económico), un proyecto controvertido para que los líderes de las empresas manejen las ciudades separados de los sistemas legales y políticos. • Instituto Millenium es un think tank de promoción de la Atlas Network en Río de Janeiro que organiza conferencias y eventos para promover soluciones de libre mercado en Brasil. El grupo, fundado en 2006, recibe apoyo financiero de varias grandes corporaciones activas en Brasil: Bank of America, Merrill Lynch, Grupo RBS, Gerdau y el AmCham-Brasil, un grupo comercial de empresas americanas. Instituto Millenium estuvo particularmente activo en promover las manifestaciones callejeras contra Dilma Rousseff. • <br />
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Instituto Liberal en Río de Janeiro fue fundado en 1983 por el fallecido Donald Stewart Jr., un magnate de la construcción y activista libertarista, que hizo su fortuna en parte por medio de contratos obtenidos mediante la USAID durante la dictadura militar en Brasil. El Instituto estaba entre las primeras organizaciones asociadas a la Atlas Network en Latinoamérica. Estaba financiado parcialmente por medio del Centro para la Empresa Privada Internacional de la NED. El grupo patrocinó a una variedad de expertos provocadores de derecha, como Rodrigo Constantino, conocido como el “Breitbart de Brasil”. • Cedice Libertad en Caracas, Venezuela, provee apoyo a figuras conservadoras de la oposición, como María Corina Machado, una líder de las protestas antigobierno contra el presidente Nicolás Maduro. El director de Cedice firmó el controvertido “decreto Carmona”, apoyando al breve golpe militar contra Hugo Chávez en 2002. Cedice es un think tank de Atlas, que también ha recibido apoyo financiero del gobierno de Estados Unidos, por medio del Centro para la Empresa Privada Internacional de la NED. • <br />
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Centro para la Empresa Privada Internacional (CIPE) es una organización sin fines de lucro afiliada a la NED, una fundación respaldada por el gobierno, diseñada para avanzar en los objetivos en política exterior, por medio de apoyo a organizaciones políticas en el mundo en desarrollo. CIPE fue establecida por la Fundación de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, la organización de lobby de empresas más grande del país. Sin embargo, 96% de la financiación del grupo viene del Departamento de Estado y de la USAID. CIPE jugó un papel clave en financiar las alianzas de los think tanks de Atlas a nivel mundial. Chafuen ha destacado a CIPE como una fuente central de la red de fuerza de las think tanks. • <br />
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Centro Interdisciplinario de Ética y Economía Personalista en Río de Janeiro es un think tank religioso de Atlas que desarrolla argumentos teológicos para políticas libertaristas y pro empresas. El centro está basado en el Instituto Acton, un think tank de Estados Unidos, financiado parcialmente por la secretaria de Educación, Betsy DeVos. El Consejo Editorial del centro incluye a Alejandro Chafuen y al abogado Ives Gandra da Silva Martins, que preparó el dictamen jurídico para avanzar en el impeachment de Dilma Rousseff, y recientemente, ha argumentado en contra del impeachment de su sucesor, Michel Temer.<br />
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<b>Las filiales uruguayas</b><br />
<b><br /></b>
• Centro de Economía, Sociedad y Empresa (ESE). La misión del ESE se basa en generar ideas para influenciar emprendedores y tomadores de decisiones, que logren desarrollar consenso y compromiso entre estos miembros clave de la sociedad, para alcanzar el desarrollo del país junto con más igualdad de oportunidades. El centro es parte de la Escuela de Negocios de la Universidad de Montevideo (UM) y el contacto se puede realizar con el profesor Ignacio Munyo. • Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social (CERES). La misión del CERES es generar y discutir en torno a la agenda de políticas públicas que son capaces de promover el desarrollo económico y social en América Latina, a través de la investigación independiente y el análisis innovador. Es un centro de investigación independiente y sin fines de lucro. El consejo directivo incluye al director de El Observador, Ricardo Peirano, al gerente de OCA, Horacio Hughes, al presidente de Young & Rubicam, Álvaro Moré, y al referente de McDonald’s Uruguay entre 1991 y 2002, Rodolfo Openheimer.<br />
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Centro de Estudios para el Desarrollo (CED). La misión del CED es estudiar la realidad política, económica y social de Uruguay a partir de estudios académicos de excelencia que apoyen los valores de libertad de manera científica y cuantificable para, efectivamente, influenciar en las decisiones de las políticas públicas. Su objetivo es liderar Uruguay a través del impacto de sus investigaciones, que permita llevar a cabo las reformas necesarias para alcanzar un camino de crecimiento económico y desarrollo humano que se pueda sustentar en el tiempo. Su director ejecutivo es el economista Hernán Bonilla y el director del diario El País, Martín Aguirre, forma parte del Consejo Académico Nacional. á Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (CADAL). La misión del CADAL es fortalecer la democracia y el Estado de derecho. También implementar políticas públicas que favorezcan el desarrollo de la economía, la sociedad y el progreso institucional, junto con la integración regional y la apertura del comercio mundial. <br />
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Además, apunta a promover los derechos humanos en todo el mundo. Para cumplir con su misión, el CADAL produce publicaciones y material audiovisual, organiza eventos, formula peticiones a gobiernos y organismos, apoya a activistas democráticos y organizaciones de la sociedad civil, implementa campañas públicas y capacita a jóvenes estudiantes y graduados universitarios. El CADAL está presidido por el periodista Gabriel Salvia, quien además lidera el Comité Ejecutivo de esta organización. El Consejo Académico incluye al politólogo Adolfo Garcé, y al abogado y sociólogo Romeo Pérez Antón.<br />
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* Traducción: José Gabriel Lagos y Magdalena Sagarra. Investigación adicional: Rodrigo Guerra.<br />
<br />Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-82484978063650179622018-01-21T11:56:00.003-03:002018-01-21T12:31:27.901-03:00MARGARET ATWOOD: ¿SOY UNA MALA FEMINISTA?<span class="fullpost"> </span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-dTEPsp33djI/WmSph0EnHUI/AAAAAAAAcdU/lsjm-yJFDnYE8unhkOYzyl6q-ns90nofACLcBGAs/s1600/margaret-atwood.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="471" data-original-width="754" height="398" src="https://2.bp.blogspot.com/-dTEPsp33djI/WmSph0EnHUI/AAAAAAAAcdU/lsjm-yJFDnYE8unhkOYzyl6q-ns90nofACLcBGAs/s640/margaret-atwood.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b>The Globe and Mail *</b><br />
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Parece que soy una "mala feminista". Puedo agregar eso a las otras cosas de que me han acusado desde 1972, como “subir a la fama por una pirámide de cabezas de hombres decapitados” (un diario de izquierda), “ser una dominatriz inclinada a la subyugación de los hombres” (uno derechista, completándolo con una ilustración en la que yo aparecía con botas de cuero y un látigo) y de “ser una persona horrible que puede aniquilar, con sus poderes mágicos de la Bruja Blanca, a cualquiera que sea crítico con ella en las mesas de Toronto”. ¡Soy tan aterradora! Y ahora, al parecer, estoy llevando a cabo una Guerra contra las Mujeres, como la Mala Feminista misógina y que permite la violación que soy.<br />
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¿Cómo sería una Buena Feminista, a los ojos de mis acusadores?<br />
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Mi posición fundamental es que las mujeres son seres humanos, con toda la gama de comportamientos santos y demoníacos que esto conlleva, incluidos los criminales. No son ángeles, incapaces de hacer maldades. Si lo fueran, no necesitaríamos un sistema legal.<br />
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Tampoco creo que las mujeres sean niñas incapaces de actuar o de tomar decisiones morales. Si lo fueran, volveríamos al siglo XIX, y las mujeres no deberían poseer propiedades, tener tarjetas de crédito, acceder a la educación superior, controlar su propia reproducción o votar. Hay grupos poderosos en América del Norte que impulsan esta agenda, pero generalmente no se los considera feministas.<br />
<br />
Además, creo que para tener derechos civiles y humanos para las mujeres tienen que haber derechos civiles y humanos en general y punto, incluido el derecho a la justicia fundamental, al igual que para que las mujeres tengan el voto, tiene que existir la democracia. ¿Las buenas feministas creen que solo las mujeres deberían tener tales derechos? Seguramente no. Eso sería dar vuelta la tortilla y volver al viejo estado de cosas en el que solo los hombres tenían tales derechos.<br />
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Entonces, supongamos que las Buenas Feministas que me acusan y la Mala Feminista que soy yo nos ponemos de acuerdo con los puntos anteriores. ¿Dónde divergimos? ¿Cómo llegamos a discrepar tanto?<br />
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En noviembre de 2016, firmé -como cuestión de principios, ya que he firmado muchas peticiones- una Carta abierta llamada UBC Accountable, que exige responsabilizar a la Universidad de Columbia Británica por su proceso fallido en el tratamiento de uno de los anteriores empleados, Steven Galloway, el ex presidente del departamento de escritura creativa, así como el de aquellos que se convirtieron en demandantes secundarios en el caso. Específicamente, hace varios años, la universidad hizo pública en los medios nacionales la acusación antes de que hubiera habido una investigación, e incluso antes de que el acusado pudiera conocer los detalles de la misma. Antes de que pudiera comenzar la investigación, las partes tuvieron que firmar un acuerdo de confidencialidad. El público, incluyéndome a mí, se quedó con la impresión de que este hombre era un violador en serie violento, y todos podían atacarlo públicamente, ya que según el acuerdo que había firmado, no podía decir nada para defenderse. A esto siguió una andanada de insultos.<br />
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Pero luego de una investigación judicial que duró meses, con múltiples testigos y entrevistas, el juez dijo que no hubo agresión sexual, de acuerdo con una declaración emitida por el Sr. Galloway a través de su abogado. El empleado fue despedido de todos modos. Todos se sorprendieron, incluyéndome a mí. Su sindicato presentó una demanda, y hasta que ésta termine, el público aún no puede tener acceso al informe del juez o a su razonamiento sobre la evidencia presentada. El veredicto de no culpabilidad disgustó a algunas personas que continuaron atacando. Fue en este punto que los detalles del proceso defectuoso de UBC comenzaron a circular, y se creó la carta de UBC Accountable que yo firmé.<br />
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Una persona imparcial ahora se reservaría el juicio en cuanto a la culpabilidad hasta que el informe y la evidencia estén disponibles para que todos podamos verlos. Somos adultos: podemos sacar nuestra propias conclusiones, de una forma u otra. Los firmantes de la carta de UBC Accountable siempre han tenido esta posición. Mis críticos no, porque ya decidieron. ¿Son estas Buenas Feministas personas imparciales? Si no lo son, simplemente están alimentando el viejo argumento que considera que las mujeres son incapaces de ser imparciales o de un juicio considerado, y están dando a los oponentes de las mujeres otra razón más para negarles posiciones de toma de decisión en el mundo.<br />
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Una digresión: Charla de brujas. <br />
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Otro punto en mi contra es que comparé los procedimientos de UBC con los juicios de brujería de Salem, en los que una persona era culpable porque era acusada, ya que las reglas de evidencia eran tales que no podía ser encontrada inocente. Mis buenas acusadoras feministas hacen una excepción a esta comparación. Creen que las estaba comparando con los adolescentes brujos de Salem y llamándolas niñas histéricas. Yo, en cambio, aludía a la estructura existente en los juicios.<br />
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Hay, en la actualidad, tres tipos de lenguaje de "bruja". 1) Llamar a alguien bruja, como se llamó generosamente a Hillary Clinton durante las recientes elecciones. 2) "Caza de brujas", que solía implicar que alguien está buscando algo que no existe. 3) La estructura de los juicios de brujería de Salem, en la cual sos culpable porque se te acusó. Yo estaba hablando de éste tercer uso.<br />
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Esta estructura (culpable por ser acusado), se ha aplicado en muchos más episodios de la historia humana que el de Salem. Tiende a activarse durante la fase de revoluciones "Terror y Virtud": algo ha ido mal, y debe haber una purga, como en la Revolución Francesa, las purgas de Stalin en la URSS, el período de la Guardia Roja en China, el reinado de los generales en Argentina y los primeros días de la revolución iraní. La lista es larga e Izquierda y Derecha están implicadas. Antes de que termine "Terror y Virtud", muchos se han quedado en el camino. Tengan en cuenta que no estoy diciendo que no haya traidores, o como se llame el grupo en cuestión; simplemente que en esos momentos, las reglas habituales de evidencia se pasan por alto.<br />
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Cosas como esas siempre se hacen en nombre de marcar el comienzo de un mundo mejor. A veces lo hacen, por un tiempo de todos modos. A veces se usan como excusa para nuevas formas de opresión. En cuanto a la justicia vigilante -la condena sin juicio- comienza como una respuesta a la falta de justicia, pues o el sistema es corrupto (como en la Francia prerrevolucionaria) o no lo hay (como en el Lejano Oeste), y entonces la gente toma las cosas en sus propias manos. Pero la justicia vigilante temporal y comprensible puede transformarse en un hábito de linchamiento culturalmente consolidado, en el que el modo de justicia disponible se tira por la ventana y se establecen y mantienen estructuras de poder extralegales. La Cosa Nostra, por ejemplo, comenzó como una resistencia a la tiranía política.<br />
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El momento #MeToo es un síntoma de un sistema legal roto. Con demasiada frecuencia, las mujeres y otros denunciantes de abuso sexual no pudieron obtener una audiencia imparcial a través de las instituciones, incluidas las estructuras corporativas, por lo que utilizaron una nueva herramienta: Internet. Las estrellas cayeron del cielo. Esto ha sido muy efectivo y ha sido visto como una llamada de atención masiva. Pero, ¿qué sigue? El sistema legal puede arreglarse, o nuestra sociedad puede deshacerse de él. Las instituciones, las corporaciones y los lugares de trabajo pueden limpiar la casa, o pueden esperar que caigan más estrellas, y también muchos asteroides.<br />
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Si se elude el sistema legal porque se lo considera ineficaz, ¿qué tomará su lugar? ¿Quiénes serán los nuevos agentes del poder? No serán las malas feministas como yo. No somos aceptables ni para la derecha ni para la izquierda. En tiempos de extremos, los extremistas ganan. Su ideología se convierte en una religión, cualquiera que no comparta sus puntos de vista se ve como un apóstata, un hereje o un traidor, y los moderados en el medio son aniquilados. Los escritores de ficción son particularmente sospechosos porque escriben sobre seres humanos, y las personas son moralmente ambiguas. El objetivo de la ideología es eliminar la ambigüedad.<br />
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La carta de UBC Accountable es también un síntoma del fracaso de la Universidad de British Columbia y su proceso defectuoso. Esto debería haber sido un asunto abordado por Canadian Civil Liberties o B.C. Libertades civiles. Quizás estas organizaciones ahora levantarán sus manos. Dado que la carta se ha convertido en un tema de censura, con llamadas a borrar el sitio y las muchas palabras reflexivas de sus escritores, tal vez PEN Canada, PEN International, CJFE e Index on Censorship también puedan tener una opinión.<br />
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La carta decía desde el principio que UBC les había fallado tanto a los acusados como a los querellantes. Yo agregaría que también le falló al público contribuyente, que financia a UBC por una suma de $ 600 millones al año. Nos gustaría saber cómo se gastó nuestro dinero en esta instancia. Y los donantes de UBC (que recibe miles de millones de dólares en donaciones privadas), también tienen derecho a saber.<br />
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En todo este asunto, los escritores se han enfrentado unos a otros, especialmente desde que la carta fue distorsionada por sus atacantes y vilipendiada como una Guerra contra las Mujeres. Pero en este momento, hago un llamado a todas -tanto a las buenas feministas como a las malas feministas como yo- para que abandonen sus disputas improductivas, unan sus fuerzas y dirijan el centro de atención donde debería haber estado todo el tiempo: a la UBC. Dos de los demandantes auxiliares se han pronunciado ahora contra el proceso de UBC en este asunto, por eso se les debe agradecer.<br />
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Una vez que la UBC ha iniciado una investigación independiente sobre sus propias acciones, como la realizada recientemente en la Universidad Wilfrid Laurier, y se ha comprometido a hacer pública esa investigación, el sitio de UBC Accountable habrá cumplido su propósito. Ese propósito nunca fue aplastar a las mujeres. ¿Por qué la rendición de cuentas y la transparencia se han enmarcado como una antítesis de los derechos de las mujeres?<br />
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Una guerra entre mujeres, a diferencia de una guerra contra las mujeres, siempre es agradable para aquellos que no quieren bien a las mujeres. Este es un momento muy importante. Espero que no se desperdicie.<br />
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<b><i>* Traducción de Google y Andrés Capelán</i></b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-38641263622051986042018-01-20T15:22:00.000-03:002018-01-21T18:09:34.614-03:00LOS NOMBRES DE AMÉRICA<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://4.bp.blogspot.com/-ohIngXbVt6s/WmTFcc1TISI/AAAAAAAAcdk/Iowa1uVzkJk6dnQT-bhNdN3Qc3mZR6OGgCLcBGAs/s1600/am%25C3%25A9ricalativa-medium.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="371" data-original-width="567" height="419" src="https://4.bp.blogspot.com/-ohIngXbVt6s/WmTFcc1TISI/AAAAAAAAcdk/Iowa1uVzkJk6dnQT-bhNdN3Qc3mZR6OGgCLcBGAs/s640/am%25C3%25A9ricalativa-medium.jpg" width="640" /></a></div>
<span style="font-weight: bold;">Andrés Capelán</span><br />
<span style="font-weight: bold;"><br /></span>
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En una nota al pie de su artículo “La nueva Suramérica” en el número del mes de Abril de 2009 de <i>Le Monde Diplomatique</i>, Ignacio Ramonet explicaba: “El concepto de Suramérica, del que se proclama partidario el bolivarianismo venezolano, rebasa el de ‘América Latina’, porque reconoce la participación de las naciones indígenas y de los afrodescendientes; y abarca a países y territorios cuya ‘latinoamericanidad’ sigue siendo cuestionada. En otras palabras, el concepto tradicional de ‘América Latina’ se queda corto para definir el espacio suramericano como conjunto de realidades, desde Río Grande y el Caribe hasta la Tierra de Fuego.”</div>
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Tal cual. Pero vayamos viendo de a poco. Primero tenemos que éstas tierras eran “La Indias”, que con ese nombre se las menciona en los documentos españoles de la época de la conquista. Sus habitantes eran los “indios”, y los europeos aquí radicados eran llamados “indianos” (ver zarzuela “Los Gavilanes”). Cuando los europeos se dieron cuenta de que esto no era la India, comenzaron a usar la expresión “Indias Occidentales”, la que perduró durante siglos, sobre todo fuera de la península ibérica.<br />
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Pero ya por 1507, el cartógrafo alemán Martín Waldseemüller escribió arriba del dibujo de estas tierras el nombre “América”, una latinizacion del nombre de Américo Vespucio, el primer explorador que se dio cuenta de que esto era un nuevo continente.<br />
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Geográficamente hablando, América se divide en Norte, Centro y Suramérica. Pero desde el punto de vista cultural la parte de América que está debajo de los Estados Unidos de idem. usualmente se denomina Latinoamérica, Iberoamérica, o Hispanoamérica, y las tres cosas son distintas.<br />
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Según parece, la primera vez que se registró el término Latinoamérica fue en 1856, en una conferencia del filósofo chileno Francisco Bilbao y en un poema del escritor colombiano José María Torres Caicedo, pero no pongo las manos en el fuego por esos datos.<br />
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El uso del término Latinoamérica o América Latina fue impulsado por el Imperio Francés de Napoleón III durante su invasión a México, como forma de mantener a Francia entre las potencias con influencia en el continente luego de la independencia de Haití, la pérdida del Canadá a manos de los ingleses y la venta de la Luisiana a los Estados Unidos. Luego, los historiadores franceses y sus seguidores continuaron usando ese cómodo termino, que geográficamente abarca todo el territorio comprendido desde Tierra del Fuego hasta el Río Grande, y la provincia canadiense de Quebec (aunque a ellos no les guste), pasando por las Antillas.<br />
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Pero a los españoles, después de que –al no encontrar elefantes– se dieron finalmente cuenta de que esto no era la India, no les convenció nada eso de Latinoamérica, entonces inventaron la palabra Hispanoamérica para referirse exclusivamente a sus ex colonias. Los portugueses no quisieron ser menos, entonces comenzaron a hablar de Lusoamérica, pero el término no tuvo mucho suceso. Atando a las dos moscas por el rabo, surgió entonces el más reciente nombre que se le da a estas tierras: Iberoamérica, el que incluye a las ex colonias de los dos países que se dividen la Península Ibérica.<br />
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Pero claro, todos estos nombres (Latinoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica) son bien eurocentristas, ya que dividen al continente según quien lo colonizó. A mi me gusta mucho más la expresión Suramérica o mejor aún Sudamérica, que suena más elegante. Por supuesto que más allá de la elegancia, el asunto es como dice Ramonet, que los otros nombres que nos dan allá y nos damos acá, son bastante irrespetuosos para con los americanos de verdad y para los africanos que fueron hechos americanos a prepo, por decir lo menos.</span>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/12038500291988681518noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-55519232502099619122018-01-04T20:04:00.003-03:002018-01-04T20:10:36.920-03:00LA INVENCIÓN DEL 1º DE MAYO<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-YWVs0Prpea4/Wk6xsYr7UAI/AAAAAAAAcPo/aWwXf3gZU7MH3PuwhCRffWNKSol2y0e5gCLcBGAs/s1600/Manifestaci%25C3%25B3n_1Mayo1909_%2528Abanderada%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="717" data-original-width="981" height="466" src="https://4.bp.blogspot.com/-YWVs0Prpea4/Wk6xsYr7UAI/AAAAAAAAcPo/aWwXf3gZU7MH3PuwhCRffWNKSol2y0e5gCLcBGAs/s640/Manifestaci%25C3%25B3n_1Mayo1909_%2528Abanderada%2529.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b><span style="font-size: large;">Eric Hobsbawn (*)</span></b><br />
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La importancia de las tradiciones inventadas es más sorprendente cuando surgen entre movimientos racionalistas que eran, en todo caso, más bien hostiles a ellas y carecían de elementos simbólicos y rituales prefabricados. De ahí que la mejor manera de estudiar su aparición sea centrándonos en uno de tales casos: el de los movimientos obreros de signo socialista.<br />
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El principal ritual de estos movimientos, el Primero de Mayo (1890), se creó de manera espontánea en un período sorprendentemente breve. Al principio tenía que ser una huelga y una manifestación simultáneas a favor de la jornada de ocho horas en una fecha que desde hacía algunos años ya se asociaba con esta exigencia en Estados Unidos. No cabe duda de que la elección de tal fecha fue totalmente pragmática en Europa. Es probable que no tuviera ningún significado ritual en Estados Unidos, donde ya se celebraba el «Día del Trabajo» a finales del verano. Se ha sugerido, y no es inverosímil, que se eligió para que coincidiese con el llamado «Día del Traslado», la fecha tradicional de terminación de los contratos de arrendamiento en Nueva York y Pennsylvania. <br />
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Aunque esto, como parecidos períodos contractuales en sectores de la agricultura europea tradicional, al principio había formado parte del ciclo anual cargado de simbolismo del año laboral preindustrial, su relación con el proletariado industrial era claramente fortuita. La nueva Internacional Obrera y Socialista no tenía pensada ninguna forma concreta de manifestación. El concepto de una fiesta obrera no sólo no se mencionó en la resolución original (1889) de dicha organización, sino que varios militantes revolucionarios la rechazaron enérgicamente por motivos ideológicos.<br />
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Sin embargo, la elección de una fecha tan cargada de simbolismo por parte de la tradición antigua resultó importante, aunque —como sugiere Van Gennep— en Francia el anticlericalismo del movimiento obrero opuso resistencia a la inclusión de costumbres folclóricas tradicionales en su Primero de Mayo. Desde el principio, la ocasión atrajo y absorbió elementos rituales y simbólicos, en especial los de una celebración casi religiosa o numinosa («Maifeier»), fiesta y día religioso a la vez. (Después de emplear la palabra «manifestación» para referirse a ella, Engels utiliza el término «Feier» a partir de 1893. <br />
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Adler reconoció este elemento en Austria desde 1892, Vandervelde en Bélgica desde 1893). Andrea Costa lo expresó sucintamente para Italia (1893): «Los católicos tienen la Pascua; en lo sucesivo los obreros tendrán su propia Pascua»; hay referencias menos frecuentes también a Pentecostés. Se conserva un «sermón del Primero de Mayo» curiosamente sincrético, que procede de Charleroi (Bélgica) y data de 1898, bajo los epígrafes conjuntos de «Proletarios de todos los países, unios» y «Amaos los unos a los otros».<br />
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Las banderas rojas, únicos símbolos universales del movimiento, estuvieron presentes desde el principio, pero también lo estuvieron, en varios países, las flores: el clavel en Austria, la rosa (de papel) roja en Alemania, la eglantina y la amapola en Francia, y la flor del espino, símbolo de renovación, se infiltró de forma creciente, y a partir de mediados del decenio de 1900 reemplazó al lirio de los valles, que no se asociaba con nada que fuera político. Poco se sabe de este lenguaje de las flores que, a juzgar también por los poemas del Primero de Mayo en la literatura socialista, se asociaba espontáneamente con la ocasión. <br />
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No cabe duda de que hacía sonar la nota principal del Primero de Mayo, el tiempo de renovación, crecimiento, esperanza y alegría (recordemos a la muchacha con la rama florida de flor del espino que la memoria popular asocia con la matanza del Primero de Mayo en Fourmies. Igualmente, el Primero de Mayo desempeñó un papel importante en la evolución de la nueva iconografía socialista del decenio de 1890, en la cual, a pesar del previsible énfasis en la lucha, predominaba la nota de esperanza, la confianza y la próxima llegada de un futuro mejor, a menudo expresado por medio de la metáfora del crecimiento de las plantas.<br />
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Dio la casualidad de que el Primero de Mayo empezó a celebrarse en un momento de crecimiento y expansión extraordinarios en los movimientos obreros y socialistas de números países, y es muy probable que no hubiera arraigado en un clima político menos esperanzado. El antiguo simbolismo de la primavera, asociado a él de manera tan fortuita, se ajustaba perfectamente a la celebración en los primeros años del decenio de 1890.<br />
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Así pues, se transformó rápidamente en una fiesta y un ritual anuales y muy cargados. La repetición anual se introdujo para satisfacer las peticiones de las bases. Con ella, el contenido político original del día —la exigencia de la jornada de ocho horas— pasó inevitablemente a un segundo plano y dio paso a las consignas que atraían a los movimientos obreros nacionales en un año determinado, o, más a menudo, a una afirmación no especificada de la presencia de la clase obrera y, en muchos países latinos, a la conmemoración de los «Mártires de Chicago». <br />
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El único elemento original que se conservó fue el internacionalismo, preferiblemente simultáneo, de la manifestación: en el caso extremo de Rusia en 1917 los revolucionarios llegaron a hacer caso omiso de su propio calendario para celebrar el Primero de Mayo en la misma fecha que el resto del mundo. Y, de hecho, el desfile público de los obreros como clase formó el núcleo del ritual. Los comentaristas dijeron que era la única fiesta, incluso entre los aniversarios radicales y revolucionarios, asociada con la clase obrera industrial y ninguna otra; aunque —al menos en Gran Bretaña— comunidades específicas de obreros industriales ya habían dado señales de inventar presentaciones colectivas generales de sí mismos como parte del movimiento obrero. <br />
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Como todos los ceremoniales de este tipo, era o se convirtió en una celebración familiar fundamentalmente alegre. Las clásicas manifestaciones políticas no eran forzosamente así. (Este carácter todavía puede observarse en «tradiciones inventadas» posteriores como las fiestas anuales del periódico comunista italiano Unitá). Al igual que todas ellas, combinaba festejos y festines públicos y privados con la afirmación de lealtad al movimiento, que era un elemento fundamental en la conciencia obrera: la oratoria —en aquel tiempo cuanto más larga, mejor, ya que un buen discurso era a la vez inspiración y diversión—, pancartas, insignias, consignas, etcétera. Lo más importante era que afirmaba la presencia de la clase obrera por medio de la afirmación más fundamental del poder dicha clase: la abstención del trabajo. <br />
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Porque, paradójicamente, el éxito del Primero de Mayo tendía a guardar proporción con su alejamiento de las actividades cotidianas y concretas del movimiento. Alcanzaba sus mayores proporciones donde la aspiración socialista predominaba sobre el realismo político y el cálculo sindical que, como en Gran Bretaña y Alemania, tendía a favorecer una manifestación el primer domingo con preferencia a la huelga anual de un día el Primero de Mayo. Victor Adler, sensible al estado anímico de los obreros austríacos, había insistido en la huelga demostrativa en contra de los consejos de Kautsky, y, por consiguiente, el Primero de Mayo austríaco adquirió una fuerza y una resonancia desacostumbradas. Por tanto, como hemos visto, el Primero de Mayo, más que un invento formal de los líderes del movimiento, fue aceptado e institucionalizado por éstos basándose en la iniciativa de sus seguidores.<br />
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Es claro que los enemigos de la nueva tradición se dieron cuenta de su fuerza. Hitler, con su agudo sentido del simbolismo, juzgó deseable no sólo adoptar el rojo de la bandera de los obreros, sino también el Primero de Mayo, convirtiéndolo oficialmente en «día nacional del trabajo» en 1933, y atenuando luego sus asociaciones proletarias. A este propósito, podemos señalar que se ha convertido en una fiesta general del trabajo en la CEE.<br />
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El Primero de Mayo y otros rituales obreros parecidos se encuentran a medio camino entre las tradiciones «políticas» y «sociales»: pertenecen a las primeras por su asociación con organizaciones y partidos de masas que podían —y, de hecho, pretendían— convertirse en regímenes y estados; a la segunda, por ser la expresión auténtica de la conciencia de los trabajadores como clase aparte, dado que esto era inseparable de las organizaciones de dicha clase.<br />
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<b>(*)</b> Fragmento de "La fabricación en serie de tradiciones: Europa, 1870-1914", artículo final del libro colectivo de 1983 <b><a href="https://www.lectulandia.com/book/la-invencion-de-la-tradicion/" target="_blank">"La invención de la Tradición"</a></b><br />
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<br />Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-9811481323302780092017-12-29T12:53:00.002-03:002017-12-29T12:53:54.162-03:00EL «VAQUERO» DE ESTADOS UNIDOS: ¿UN MITO INTERNACIONAL?<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-hCXx7eKiayQ/WkZkdldSFiI/AAAAAAAAb90/WP-tQREytaw4RH43zbN__-aa84PiJSKHQCLcBGAs/s1600/shane-alan-ladd-jean-arthur-van-everett.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="702" data-original-width="900" height="498" src="https://2.bp.blogspot.com/-hCXx7eKiayQ/WkZkdldSFiI/AAAAAAAAb90/WP-tQREytaw4RH43zbN__-aa84PiJSKHQCLcBGAs/s640/shane-alan-ladd-jean-arthur-van-everett.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b><span style="font-size: large;">Eric Hobsbawn (*)</span></b><br />
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Empezaré mis reflexiones sobre esa bien conocida tradición inventada en Estados Unidos, la del cowboy o vaquero, con una, o más bien dos, preguntas enlazadas que van mucho más allá de Texas. ¿Por qué esas poblaciones de hombres a caballo que cuidan de ganado suelen convertirse —aunque no sea siempre— en tema de un mito poderoso, y de forma típica, de un mito heroico? ¿Y por qué, entre los muchos mitos de esta especie, uno generado por un grupo social y económicamente marginal de vagabundos proletarios y desarraigados —que ascendió y cayó en el transcurso de un par de decenios en los Estados Unidos del siglo XIX— ha tenido una fortuna universal tan extraordinaria, o más aún, única?<br />
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No me siento capaz de dar respuesta a la primera de estas preguntas, porque nos hace adentrarnos, supongo, en algún sotobosque arquetípico y profundo, de corte jungiano, en el que yo ciertamente me perdería. La capacidad de generar tales imágenes heroicas entre los vaqueros montados, dicho sea de paso, no es precisamente universal. Entiendo que no es habitual que se extienda a los pastores nómadas, como los hunos, mongoles o beduinos. Desde la perspectiva de las poblaciones sedentarias con las que tales pastores nómadas tienen que coexistir en calidad de comunidades separadas, es probable que se los vea ante todo como un peligro público: necesarios, pero amenazadores. Los grupos que generan el mito heroico con más facilidad, según pretendo sugerir aquí, son poblaciones especializadas en el manejo del caballo pero, en algún sentido, aún relacionadas con el resto de la sociedad; por lo menos, en el sentido en que un campesino o un habitante de la ciudad pueda pensar de sí mismo que se va a convertir en vaquero, gaucho o cosaco. ¿Es concebible un rancho de turismo rural en el que mandarines del imperio chino se comportaran como caballeros mongoles? Probablemente, no.<br />
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Pero ¿por qué el mito? ¿Qué papel desempeña en ese mito el caballo, un animal que, sin lugar a dudas, porta una poderosa carga emocional y simbólica? ¿O qué papel corresponde al centauro, a quien representa el hombre que vive montado? Un aspecto sí está claro, sin embargo: el mito es esencialmente viril. Aunque en los espectáculos y rodeos de los años de entreguerras aparecieron vaqueras, e incluso estuvieron un tanto de moda —es de suponer que como analogía con las acróbatas circenses, puesto que la combinación de feminidad y arrojo tiene su atractivo en la taquilla—, desde entonces se han evaporado. El rodeo, de hecho, se ha vuelto muy exclusivo de machos. Las mujeres de clase alta que lo sabían todo sobre los caballos y cazaban el zorro con tanta bravura como los hombres —en realidad, con una valentía aún mayor, puesto que debían cabalgar a mujeriegas— eran bastante populares en la Gran Bretaña victoriana, y sobre todo en Irlanda, donde el estilo imperante en la caza del zorro era particularmente suicida. <br />
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Nadie dudaba de su feminidad. Incluso cabría sugerir —aunque sea con malicia— que estar relacionada con los caballos era un atractivo para la venta de la feminidad en una isla en la que, hasta el día de hoy, se dice que los hombres desarrollan más pasión por los caballos y la bebida que por el sexo. Aun así, el mito del jinete es fundamentalmente viril, y a las buenas jinetes se las encomiaba comparándolas con las míticas guerreras amazonas. El mito tiende a representar al guerrero en acción, al agresor, al bárbaro, al violador, no a quien sufre la violación. Es de lo más significativo que el diseño de los uniformes de caballería en los siglos XVIII y XIX, obra esencialmente de príncipes o de oficiales aristocráticos, se inspirase a menudo en las vestiduras de jinetes semibárbaros que, de hecho, constituían unidades auxiliares irregulares en muchos de tales ejércitos: cosacos, húsares, panduros.<br />
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En la actualidad, hay poblaciones de tales jinetes y pastores montados en gran número de regiones de todo el mundo. Algunas son estrictamente análogas a los cowboys de Estados Unidos, como los gauchos, en las llanuras del Cono Sur; los llaneros, en la zona de los Llanos, en Colombia y Venezuela; posiblemente los vaqueiros del noreste brasileño; y, sin duda, los vaqueros mexicanos, de los que, como es bien sabido, derivan en realidad tanto los trajes del moderno mito del cowboy como mucho vocabulario del comercio vaquero: mustang [de mesteño], lasso [lazo], lariat [la reata], remuda (manada de caballos de remuda, es decir, «relevo»), sombrero, chaps (chaparreras), cinch [cincha], bronco, wrangler (de caballerango, «mozo de espuela»), rodeo e incluso una adaptación directa de «vaquero», buckaroo. Hay poblaciones similares en Europa, como las de csikós de la llanura húngara (la puszta); los jinetes andaluces de las zonas de cría de ganado, cuya conducta extravagante probablemente dio su sentido primero a la palabra «flamenco»; y las diversas comunidades cosacas de las llanuras del sur de Rusia y Ucrania. Dejo a un lado otras varias formas de pastores no montados, o comunidades más reducidas de vaqueros, e incluso las importantes poblaciones europeas de arrieros cuya función es exactamente análoga a la de los cowboys, esto es: trasladar el ganado desde puntos de cría remotos hasta el mercado. En el siglo XVI, hubo equivalentes exactos de la famosa senda estadounidense de Chisholm que iban desde las llanuras húngaras a ciudades de mercado como Augsburgo, Núremberg o Venecia. Y no hará falta que les diga nada sobre la extensa zona del interior de Australia que es, en lo esencial, zona de ranchos, aunque sea para ovejas, más que para reses.<br />
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Así pues, no hay carestía de mitos potenciales de la vaquería en el mundo occidental. Y, de hecho, prácticamente todos los grupos que he mencionado han generado mitos semibárbaros, viriles y heroicos de una especie u otra, en sus propios países y a veces incluso más allá. Sospecho que incluso en Colombia, el último de los países que cabría describir como un Salvaje Oeste gigantesco y abigarrado, los jinetes de las llanuras orientales inspirarán a los escritores y productores de películas; sobre todo ahora, que están desapareciendo. Su mayor monumento literario hasta la fecha es un magnífico relato de la guerra de guerrillas que, a las órdenes de rancheros del Partido Liberal, desarrollaron durante la «violencia» de 1948-1953; es obra de su jefe, un gran caballero, bajo, fornido y patizambo que, con su guardaespaldas, asistió el año pasado a la conferencia de expertos sobre la violencia en Bogotá; me refiero a Eduardo Franco Isaza y su Las guerrillas del Llano.<br />
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Lo que es más, mientras que los auténticos cowboys carecieron de toda relevancia política en la historia de Estados Unidos —y por esto, las ciudades que figuran en el mito del Salvaje Oeste no son ciudades reales, ni siquiera capitales de los estados, sino agujeros de rincones remotos, como Abilene o Dodge City—, los jinetes salvajes de otros países fueron elementos cruciales y, en ocasiones, decisivos en el desarrollo nacional. Los grandes alzamientos de campesinos rusos de los siglos XVII y XVIII empezaron en la frontera cosaca; y, a la inversa, los cosacos se convirtieron en la guardia pretoriana del zarismo posterior. Los omnipresentes haiduks balcánicos —forajidos y ladrones a la par que guerrillas nacionales, sobre los que he escrito en otras páginas— derivan su nombre de una palabra húngara que significa «vaquero».<br />
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En Argentina, los gauchos, organizados como temibles ejércitos de caballería a las órdenes de su gran caudillo, Rosas, controlaron el país durante una generación, después de la independencia. Convertir Argentina en un país moderno y civilizado se veía, en lo esencial, como una batalla de la ciudad contra los llanos, de la élite comercial e instruida contra los gauchos, de la cultura contra la barbarie. Como en la Escocia de Walter Scott, en la Argentina de Sarmiento el componente trágico de esta batalla también saltaba a la vista, porque el avance de la civilización implicaba la destrucción de valores que se reconocían como nobles, heroicos y admirables, pero estaban condenados a la extinción histórica. El beneficio lo pagaba una pérdida. Uruguay, como país, lo formó en realidad una revolución de vaqueros, bajo Artigas, y estos orígenes explican su inclinación a la libertad democrática y el bienestar popular, que lo convirtieron en la llamada «Suiza latinoamericana» hasta que los generales pusieron fin a todo ello en la década de 1970. Es similar el caso de los jinetes del ejército revolucionario de Pancho Villa, que procedían de la frontera minera y el ganado.<br />
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Australia, al igual que Argentina y Uruguay, se convirtió pronto en una sociedad urbanizada; de hecho, probablemente era la sociedad más urbanizada del siglo XIX, con la salvedad de unas zonas poco extensas de Europa. Sin embargo, en lo que atañía puramente al área geográfica, constaba de un Salvaje Oeste con un par de grandes ciudades en un extremo; y en cuanto a su economía, se apoyaba en los productos de los ranchos de ganado, en una medida muy superior a la que nunca alcanzó Estados Unidos. Por ello, no es de extrañar que tales grupos generasen mitos: por ejemplo, el interior australiano, con sus ganaderos esquiladores y otros vagabundos trashumantes y de índole proletaria, aún proporciona la esencia del mito nacional australiano. De hecho, la canción nacional de Australia, Waltzing Matilda, narra la historia de uno de estos vagabundos. Pero nada de ello ha generado un mito de verdadera popularidad internacional, menos aún uno que pueda compararse, ni siquiera de lejos, con la suerte del vaquero norteamericano. ¿Por qué?<br />
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Antes de presentar conjeturas como respuesta, déjenme decir, brevemente, una o dos palabras sobre estos otros mitos vaqueros. En parte, servirá para llamar la atención sobre lo que tienen en común; pero sobre todo, para recordar al lector la flexibilidad política e ideológica de tales mitos o «tradiciones inventadas», tema sobre el que volveré dentro de un momento, ya en el contexto norteamericano. Lo que tienen en común salta a la vista: dureza, valentía, armas, prontitud a causar o sufrir penalidades, indisciplina y un fuerte componente de barbarie o, por lo menos, una superficie nada pulida; su sombra se acaba entremezclando con la del buen salvaje. También, probablemente, el desprecio del hombre a caballo por el que va a pie, del vaquero por el granjero; y la vestimenta y el estilo arrogantes con los que indica su superioridad. A ello hay que añadir, cuando no un antiintelectualismo, una clara ausencia de intelectualismo. Todo esto ha atraído a más de un hijo de las clases medias y refinadas de la ciudad. Los vaqueros —y aquí se incluyen los cowboys de medianoche— son machos rudos. Pero más allá de esto, reflejan los mitos y las realidades de sus sociedades. Los cosacos, por ejemplo, son hombres salvajes, pero «situados» y con raíces sociales. No cabe concebir un cosaco «Shane». El mito —y la realidad— del interior australiano es el de un proletariado organizado y con conciencia de clase; como si dijéramos, un Salvaje Oeste que hubiera sido organizado por los «wobblies» (los trabajadores del sindicato IWW). Los ganaderos bien podían ser aborígenes, en lugar de blancos, pero los equivalentes locales del cowboy —los esquiladores trashumantes— eran sindicalistas. <br />
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Cuando entre un grupo de hombres con aspecto de vagabundo, que erraban por el interior a caballo (o sobre mulas o viejos cacharros a motor), se contrataba a una sección —como se sigue haciendo hoy—, lo primero que hacían esos hombres era reunirse y elegir a un portavoz que negociara con el jefe. No era así como se hacían las cosas en el O. K. Corral y sus alrededores. Tampoco pertenecían, quisiera añadir, a la izquierda ideológica. Cuando en 1917 un grupo numeroso de tales personajes organizó, en el interior de Queensland, un encuentro para saludar la Revolución de Octubre y pedir sóviets, se arrestó a varios de ellos —no sin dificultades— y se los cacheó en busca de literatura revolucionaria. Pero las autoridades no hallaron en sus manos ninguna literatura subversiva; de hecho, no hallaron literatura alguna, salvo un papel que varios llevaban en el bolsillo. Contenía el siguiente mensaje: «Si el agua pudre tus botas, ¿qué no le hará a tu estómago?».<br />
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En suma: el mito del vaquero proporciona muchas posibilidades de variación. John Wayne es tan solo una versión especial. Como veremos, incluso en Estados Unidos es tan solo una versión especial del mito local.<br />
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¿Cómo podríamos descubrir por qué el mito del cowboy estadounidense ha sido tanto más poderoso que los demás? Solo caben conjeturas. Nuestro punto de partida es el hecho de que, dentro y fuera de Europa, el mito del cowboy —el western, en su sentido moderno— es una variante tardía de una imagen muy antigua y arraigada: la del Salvaje Oeste en general. La versión más conocida de esto es la de Fenimore Cooper, quien obtuvo en Europa una popularidad inmediata con su primera novela: Víctor Hugo lo consideraba «el Walter Scott» de Estados Unidos. Y Cooper no ha muerto. Sin el recuerdo de Leatherstocking («Calzas de Cuero»), ¿acaso los punks ingleses habrían inventado el peinado a lo mohicano?<br />
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La imagen original del Salvaje Oeste, a mi entender, contiene dos elementos de enfrentamiento: el de naturaleza y civilización, por un lado, y el de libertad con restricción social, por otro. La civilización es lo que amenaza la naturaleza; y (como se puede ver, aunque esto no queda tan claro en un principio) el paso de las ataduras o limitaciones a la independencia, que constituye la esencia de Estados Unidos como ideal europeo radical en los siglos XVIII y principios del XIX, es en realidad lo que lleva la civilización al seno del Salvaje Oeste y lo destruye. El arado que hiende la llanura supone el final del búfalo y el indio. Pues bien, sugiero que la imagen europea original del Salvaje Oeste prácticamente no presta una atención genuina a la búsqueda colectiva de libertad, esto es, a la frontera del asentamiento. Los mormones, por ejemplo, entran en la historia principalmente como malos; al menos, en Europa (recuérdese a Sherlock Holmes).<br />
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Es evidente que muchos protagonistas blancos de la épica del Salvaje Oeste original son, en algún sentido, inadaptados de la «civilización», o gente que busca refugio de ella; pero esta no es, según creo, la esencia principal de su situación. Básicamente, existen dos tipos: exploradores o visitantes que buscan algo que no se puede hallar en otro lugar (y lo último que buscan, con diferencia, es dinero); y hombres que, en esos páramos, han establecido una simbiosis con la naturaleza, según esta existe en su forma humana y no humana. No traen consigo el mundo moderno, salvo en el sentido de que vienen con elementos de este: sus pertrechos y su conciencia de sí. El ejemplo más extremo de un investigador de visita es el del joven jacobino galés que, en la década de 1790, se propuso determinar si los indios mandan hablaban de veras galés y, en consecuencia, eran descendientes de cierto príncipe Madoc que habría descubierto América mucho antes que Colón. (A esta historia, que ha analizado de un modo hermoso Gwyn Williams, se le daba mucho crédito en la época; incluso Jefferson creía en ella). John Evans remontó en solitario el Misisipi y el Misuri, halló —tristemente— que aquellas gentes de aspecto noble cuyos retratos todos hemos visto no hablaban galés y, al regresar a Nueva Orleans, a la edad de veintinueve años, se dio mortalmente a la bebida.<br />
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El mito original del Oeste en cuanto de la propia América era, por lo tanto, utópico; pero en el caso del Oeste, la utopía era la de la recreación del perdido «estado de naturaleza». Los verdaderos héroes del Oeste eran indios, o cazadores que aprendieron a vivir con y como los indios; de hecho, los Leatherstocking y Chingachgook de F. Cooper. Era una utopía ecológica. Los vaqueros, por descontado, no podían acceder a ella mientras el Oeste fuera el del viejo Noroeste (futuro Medio Oeste de Estados Unidos). Pero incluso cuando el vaquero se había unido al elenco del espectáculo teatral del Oeste, lo había hecho como una más de las figuras del escenario, junto con el minero, el cazador de búfalos, el soldado de la caballería estadounidense, el constructor de ferrocarriles y tantos otros. Los temas básicos del mito internacional del Oeste los ilustran bien las novelas de Karl May, con las que han crecido todos los chavales de lengua alemana desde la década de 1890, cuando publicó su enorme trilogía de Winnetou. Hago referencia a Karl May porque la suya fue, y sigue siendo, con mucho, la más influyente de las versiones europeas del Salvaje Oeste. Y, dicho sea de paso, el enorme éxito que las películas sobre Winnetou tuvieron en los primeros años sesenta en Alemania (en realidad, se grabaron en Yugoslavia) fue lo que dio a los productores italianos y españoles la idea de producir en masa los «spaghetti westerns» que hicieron la fortuna de Clint Eastwood y transformaron de nuevo la imagen del Oeste.<br />
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El Oeste de May lo debe todo a fuentes literarias, incluidas obras rigurosas, de viaje y etnológicas, que el autor leyó cuando fue bibliotecario de prisión; era un fantasista de enorme talento, cuya capacidad de impostura le llevó primero a la delincuencia, antes que a la literatura creativa. En lo esencial, trata de la afinidad entre el europeo culto y perspicaz que aprende a orientarse en el Oeste en compañía del noble salvaje, enfrentados al yanqui que profana y destruye el paraíso ecológico que no es capaz de comprender. El héroe alemán y el guerrero apache se convierten en hermanos de sangre. La historia, lógicamente, solo puede acabar en tragedia. Winnetou, noble y extraordinariamente bello, debe morir porque el Oeste en sí está condenado a morir: hasta aquí, es un rasgo que el mito europeo comparte con las versiones posteriores del Oeste norteamericano. Pero en esta versión del mito, los auténticos bárbaros no son de piel roja, sino blanca. Karl May, por descontado, no puso el pie en América hasta mucho después de haber escrito sobre ella. No hay ningún tema análogo en los relatos de aventuras que ambientó en otras partes del mundo, en especial, la zona islámica, a la que dedicó numerosos volúmenes.<br />
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Dio la casualidad de que la enorme moda de Winnetou (el volumen 1 se escribió en 1893) coincidió casi exactamente con el descubrimiento —o la construcción— del vaquero idealizado de la clase dirigente de Estados Unidos: el cowboy según lo vieron Owen Wister, Frederick Remington y Theodore Roosevelt. Pero estos dos casos no tienen nada en común. A lo sumo, cabría relacionarlos a ambos con el imperialismo, porque, como otros practicantes europeos de tales géneros, Karl May (quien, pese a sus inclinaciones vagamente pacifistas, fue muy admirado por Hitler) disfrutaba de los escenarios exóticos y, fuera o no hermano de los pieles rojas, sin duda daba por sentada cierta superioridad del hombre blanco o, mejor dicho, del alemán.<br />
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Si hay algún vínculo entre la moda del Oeste en los distintos continentes en la última década del siglo XIX, lo proporciona casi con toda certeza Buffalo Bill, cuyo espectáculo del Salvaje Oeste empezó sus viajes internacionales en 1887 y, allí por donde pasaba, incrementaba de golpe el interés público por los vaqueros, indios y demás. Karl May no es más que el representante más exitoso de un género familiar, cuyos productos, en su mayoría, se han olvidado hace mucho, como por ejemplo las novelas del francés Gustave Aimard, con títulos como Les Trappeurs de l’Arkansas. Los menciono tan solo para subrayar que el mito europeo del Salvaje Oeste no se derivaba del estadounidense, a diferencia de gran parte de la música popular inglesa, que derivaba de los éxitos de Broadway. Fue contemporáneo del mito estadounidense, antes incluso de Fenimore Cooper. El Oeste europeo no se tornó adocenado hasta principios del siglo XX, cuando lo dominaron parásitos como las subnovelas del Oeste de Clarence Mulford, Max Brand y, sobre todo, Zane Grey (1875-1939), así como del género cinematográfico del western. Supongo que un ejemplo temprano y distinguido de esta producción derivada es la primera y única obra que en verdad merecería el título de horse opera; me refiero a La fanciulla del West, de Puccini (1907), basada en una obra teatral de Belasco.<br />
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¿Qué podemos decir sobre la tradición inventada del vaquero estadounidense, que, como hemos visto, emergió en la última década del siglo XIX y que, con el tiempo —al menos, durante cerca de medio siglo—, anegó y absorbió la tradición internacional nativa original del Oeste? O más bien, de las tradiciones inventadas, en plural, porque este particular tópico literario o subliterario demostró ser enormemente maleable y flexible. Es bien sabido que emerge en un momento crucial de la historia de Estados Unidos, que teatraliza, si ustedes quieren, la coincidencia con la Exposición de Chicago de 1893, cuando Turner lee su tesis de frontera ante la recién nacida Asociación Histórica Americana, mientras, en el exterior, Buffalo Bill exhibía su «safari park» de una fauna del Oeste que había dejado de vagar libremente, en condiciones naturales, por esas tierras.<br />
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El cowboy se había convertido ya en tema habitual de las novelas baratas y los medios de comunicación populares en las décadas de 1870 y 1880; pero como ha demostrado Lonn Taylor, su imagen, aunque no excluía el heroísmo, era desigual. Y en la de 1880, si algún cambio sufrió, fue el de tornarse más antisocial: «pendenciero, peligroso, anárquico, falto de escrúpulos, individualista»; por lo menos, cuando se relacionaba con la población asentada en las ciudades. La nueva imagen la crearon las clases medias orientales, entre las que abundaban los rancheros, y era una imagen hondamente literaria; así lo evidencian no solo la comparación de los vaqueros con los caballeros medievales de Thomas Malory, y quizá también la popularidad del enfrentamiento a mediodía de dos paladines aislados —como si fuera un duelo caballeresco—, sino también que el origen de varios tópicos del Oeste sea en realidad europeo. El pistolero noble y solitario, que llega de la nada con un pasado misterioso tras de sí, ya lo estaba explotando el novelista irlandés Mayne Reid. La idea de que «un hombre debe hacer lo que es deber de hombres hacer» tiene su expresión victoriana clásica en un poema antaño muy famoso (no así hoy), La venganza, de Tennyson, que cuenta cómo sir Richard Grenville lucha en solitario contra toda una flota española.<br />
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En lo que respecta a la filiación literaria, el cowboy inventado era una creación del romanticismo tardío. Pero en lo que atañe al contenido social, el vaquero desempeñaba una doble función: representaba el ideal de la libertad individualista que, con el cierre de la frontera y la aparición de las grandes corporaciones empresariales, se veía empujado a una especie de prisión ineludible. Como dijo un reseñador de los artículos de Remington, ilustrados por él mismo en 1895, el vaquero vagaba por «donde un estadounidense aún puede deleitarse con la gran libertad de las camisas rojas, que se ha empujado tan cerca de la muralla de las montañas que amenaza con expirar pronto en las inmediaciones de sus cumbres». Al volver la mirada atrás, el Oeste podía tener este aspecto, como le parecía también al sentimentalista —y primera gran estrella del cine del Oeste— William S.Hart, para quien el ganado y la frontera minera «significan… para este país la esencia misma de la vida nacional… Hace apenas una generación, o poco más, prácticamente todo este país era frontera. En consecuencia, su espíritu es inseparable de la ciudadanía estadounidense». <br />
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Como afirmación cuantitativa, esto es absurdo, pero sí posee importancia simbólica. Y la tradición inventada del Oeste es del todo simbólica, puesto que generaliza la experiencia de lo que, comparativamente, era solo un puñado de marginales. A fin de cuentas, ¿a quién le importa que el total de muertos en tiroteos, contando todo el período de 1870 a 1885, en la suma de las principales ciudades ganaderas —esto es, Wichita más Abilene más Dodge City más Ellsworth—, fuera de solo cuarenta y cinco (una media de 1,5 en cada temporada de comercio ganadero)? ¿Qué importa que en los periódicos locales del Oeste no abundaran las historias sobre peleas de bar, sino los artículos sobre oportunidades de negocio y valores inmobiliarios?<br />
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Ahora bien, el vaquero también representaba un ideal más peligroso: la defensa de las formas nativas del WASP estadounidense contra la invasión de millones de inmigrantes de razas inferiores. Por eso se dejó caer, calladamente, a los integrantes mexicanos, indios y negros que aún aparecen en los westerns originales, no ideológicos; por ejemplo, en el espectáculo de Buffalo Bill. En este estadio, y de esta forma, el vaquero se convierte en un ario alto y desgarbado. En otras palabras, la tradición inventada del cowboy forma parte del ascenso tanto de la segregación como del racismo contrario a los inmigrantes; y esta es una herencia peligrosa. El vaquero ario, por descontado, no es del todo mítico. <br />
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Es probable que el porcentaje de mexicanos, indios y negros disminuyera de verdad a medida que el Salvaje Oeste dejaba de ser un fenómeno esencialmente suroccidental —incluso texano— y, en el momento de mayor auge, se extendía a zonas como Montana, Wyoming y las dos Dakotas. En los períodos posteriores de la explosión ganadera, se unió a los cowboys un número no poco considerable de vaqueros europeos, en su mayoría ingleses, a los que siguieron jóvenes universitarios de origen oriental. «Cabe afirmar con seguridad que nueve décimas partes de los que se dedican al negocio ganadero en el lejano Oeste son caballeros». De paso, hay que decir aquí que un aspecto de la realidad de la economía del ganado, que no entra mucho en la tradición inventada del cowboy, es que una cantidad importante de las inversiones de la Gran Bretaña victoriana fueron a parar a los ranchos del Oeste de Estados Unidos.<br />
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El vaquero ario, en un principio, no revestía especial atractivo para los europeos, pese a que los westerns adquirieron una enorme popularidad. De hecho, un número importante de estas películas se rodó en Europa. Los europeos aún se interesaban por los indios, y no solo por los vaqueros; quizá alguien recuerde que los alemanes produjeron una versión cinematográfica de El último mohicano antes de 1914 (sorprendentemente, el papel del héroe indio lo interpretaba Bela Lugosi).<br />
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La nueva tradición del cowboy se abrió paso por el ancho mundo a través de dos vías: las películas del Oeste y un género tan subestimado como el de la novela (o subnovela) del Oeste, que fue, para muchos extranjeros, lo que la intriga de detectives ha terminado siendo en nuestros días. Surgió con la invención del nuevo Oeste. No diré nada al respecto, más allá de citar el ejemplo del militante jefe del sindicato minero británico, un metodista que falleció en 1930 y dejó tras de sí una mínima cantidad de dinero, pero una gran colección de las novelas de Zane Grey. Digamos de paso que Los jinetes de la pradera roja, de Grey, dio origen a cuatro películas entre 1918 y 1941. <br />
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En cuanto al cine, se sabe que el género del western ya estaba asentado con firmeza hacia 1909. Como el espectáculo para un público de masas es lo que es, no sorprenderé a nadie al decir que el vaquero del celuloide tendió a desarrollar dos subespecies: por un lado, el hombre de acción silencioso, tímido, fuerte y romántico que ejemplifican W.S. Hart, Gary Cooper y John Wayne; por otro, el vaquero de entretenimiento, a lo Buffalo Bill, que, sin dejar de ser heroico, en lo esencial se dedica a exhibir sus habilidades y, como tal, suele asociarse a un caballo en particular. Tom Mix, sin duda, fue el prototipo y, con mucho, el más exitoso de ellos. Déjenme observar una vez más, de paso, que las influencias literarias sobre el western ambicioso —como modelo enfrentado al que representaba un Hoot Gibson— se hallan, a todas luces, en la escritura sentimental del siglo XIX. Esto es bastante obvio en La caravana de Oregón (The Covered Wagon), de 1923, la primera obra épica de Hollywood que no fuera de Griffith, y resulta muy evidente en La diligencia (Stagecoach), que se basa, por descontado, en Bola de sebo, de Maupassant.<br />
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Pero no quiero ofrecerles otro resumen más sobre el desarrollo del cine del Oeste, ni siquiera trazar, aunque fuera brevemente, la transformación del western en una especie de épica nacional (en origen, no lo era). Los westerns, como es obvio, no tentaron en serio a D. W. Griffith, pero no cabe duda de que a La caravana de Oregón se la trató como algo más que un simple entretenimiento: la investigación previa, por ejemplo, fue muy minuciosa. Y en la década de 1930, cuando los europeos se interesaron por un tema del Oeste clásico que interpretaron con espíritu anticapitalista, como en Oro en el Pacífico (Sutter’s Gold), Hollywood reaccionó pidiendo al autor de La caravana de Oregón que hiciera una versión más patriótica del mismo tema, estrenada en 1936.<br />
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Lo que quiero, en su lugar, es atraer la atención —cerca ya de la conclusión de este capítulo— sobre un hecho curioso: la reinvención de la tradición del vaquero en nuestros tiempos, en cuanto mito asentado de los Estados Unidos de Reagan. Esto es, en verdad, muy reciente. Por ejemplo, los vaqueros no se convirtieron en un factor de venta destacado hasta la década de 1960, por sorprendente que pueda parecer: el «país de Marlboro» reveló realmente el enorme potencial de identificación de los varones estadounidenses con los vaqueros, a quienes, por descontado, se los ve cada vez más no como arrieros de ganado, sino como pistoleros. ¿Quién dijo aquello de: «Siempre he actuado en solitario, como el vaquero… el vaquero que entra en el pueblo o la ciudad en solitario, sobre su caballo… Él actúa, eso es todo»? Pues bien, se lo dijo Henry Kissinger a Oriana Fallaci en 1972. ¿Podemos imaginar que a un jefe, antes de la década de 1970, lo describan las personas que dirige como alguien que «guía ganado»? Déjenme citar la reductio ad absurdum de este mito, que se remonta a 1979:<br />
<i>"El Oeste. No son solo diligencias y estepas de artemisa. Es una imagen de hombres que son reales y orgullosos. De la libertad e independencia que todos quisiéramos sentir. Ahora Ralph Lauren ha expresado todo esto en Chaps, su nueva colonia para hombres. Chaps es una colonia que un hombre se puede poner con tanta naturalidad como una chaqueta de cuero gastado o unos pantalones vaqueros. Chaps. Es el Oeste. El Oeste que te gustaría sentir dentro de ti."</i><br />
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La auténtica tradición inventada del Oeste, como fenómeno de masas que domina la política de Estados Unidos, es producto de las eras de Kennedy, Johnson, Nixon y Reagan. Desde luego, Reagan, el primer presidente que, desde Teddy Roosevelt, cultivó una imagen de cowboy a caballo, sabía lo que estaba haciendo. ¿Hasta qué punto los vaqueros reaganitas reflejan que la riqueza estadounidense ha virado al suroeste? Es una cuestión que debo dejar que juzguen otros.<br />
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Este mito reaganita del Oeste ¿es acaso una tradición internacional? Entiendo que no. En primer lugar, porque el principal de los medios de propagación estadounidenses del Oeste inventado se ha extinguido. La novela o subnovela del Oeste, según he apuntado antes, ha dejado de ser el fenómeno internacional que representaba en los días de Zane Grey. Los detectives han matado al virginiano. Autores como Larry McMurtry y similares, sea cual sea su lugar en la literatura estadounidense, son prácticamente desconocidos fuera de su país natal. En cuanto a los westerns cinematográficos, los mató la televisión; y las series del Oeste, que probablemente fueron el último triunfo en verdad internacional y a gran escala del Oeste inventado, pasaron a ser un mero adjunto del horario infantil y, con el tiempo, también se han desvanecido. <br />
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¿Dónde están hoy los Hopalong Cassidy, Lone Ranger, Roy Rogers, Laramie, Gunsmoke y el resto de personajes que tanto emocionaban a los chavales de la década de 1950? En esa década, el cine real del Oeste se tornó deliberadamente intelectual, en una carrera de significación política, moral y social, hasta que a su vez también se hundió bajo su propio peso y el de la edad de sus realizadores y estrellas: Ford, Wayne, Cooper. No los estoy criticando, antes al contrario. Prácticamente todos los westerns que cualquiera de nosotros querría volver a ver son posteriores a La diligencia (que se estrenó en 1939). Pero lo que llevó el Oeste a los corazones y hogares de los cinco continentes no fueron las películas que aspiraban a ganar los Oscar o el aplauso de los críticos.<br />
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Lo que es más: una vez que el último cine del Oeste quedó infectado por el reaganismo —o por la ideología de John Wayne— se tornó tan propio de Estados Unidos que el resto del mundo no lo comprendió o, si lo hizo, no le gustó. En Gran Bretaña, al menos, el término «cowboy» tiene hoy un sentido derivado mucho más habitual que el sentido primario del tipo de los anuncios de Marlboro. Se refiere, ante todo, a un tío que sale de la nada para ofrecer un servicio, como por ejemplo la reparación de un tejado, pero que en realidad no sabe del oficio ni tiene más interés que desplumarte: viene a ser como un «pirata» de la fontanería o la construcción. <br />
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Dejo al lector que conjeture: a) cómo ha podido derivarse este segundo sentido a partir del estereotipo de «Shane» o John Wayne, y b) cuánto refleja la realidad de quienes llevan un sombrero Stetson en el «cinturón del sol» que forman los estados del sur y suroeste de Estados Unidos. No sé cuándo apareció este uso por primera vez en Gran Bretaña, pero desde luego, no fue antes de mediados de la década de 1960. En este uso, el deber de un hombre se queda en desplumarnos y desaparecer en el crepúsculo.<br />
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De hecho, en Europa se produjo una reacción contra la imagen del Oeste propia de un John Wayne, y de ahí el renacer europeo de los westerns. Fuera cual fuera el sentido de los spaghetti westerns, de lo que no cabe duda es de que criticaban sobremanera el mito del Oeste según circulaba en Estados Unidos, y con ello, paradójicamente, demostraban hasta qué punto seguía existiendo, entre los adultos tanto de Europa como de Estados Unidos, la demanda de los viejos pistoleros. El cine del Oeste revivió por vía de Sergio Leone —o, si quieren, Kurosawa—, es decir, por vía de intelectuales no estadounidenses que conocían muy bien la tradición y las películas del Oeste, pero eran escépticos con respecto a la tradición inventada en Estados Unidos.<br />
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En segundo lugar, los extranjeros, simplemente, no reconocen las asociaciones del mito del Oeste con la derecha estadounidense o, más aún, los estadounidenses de la calle. Todo el mundo lleva pantalones vaqueros, pero sin el impulso espontáneo (aunque tenue) que mueve a muchos jóvenes estadounidenses a, nada más vestírselos, descansar el peso sobre un poste de atar caballerías con los ojos entrecerrados al sol. Fuera de Estados Unidos, ni siquiera los que aspiran a la riqueza sienten tentación alguna de exhibir sombreros de estilo texano. Pueden ver El cowboy de medianoche, de John Schlesinger, sin sentimiento de profanación. En suma: solo los estadounidenses viven en el «país de Marlboro». Gary Cooper nunca fue una broma, pero sí lo son J. R. y otros habitantes chapados en platino del gran rancho residencial de la teleserie Dallas. En este sentido, el Oeste ha dejado de ser una tradición internacional.<br />
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Pero en otros tiempos, sí lo era. Y al final de estas breves reflexiones, quiero volver sobre la pregunta: ¿por qué? ¿Qué tenían los vaqueros estadounidenses, que los hiciera tan especiales? En primer lugar, a todas luces, que vivieron en un país de visibilidad universal y con una posición central en el mundo del siglo XIX, donde representaban, por así decir, la dimensión utópica; al menos, en el período anterior a 1917, y fuera cual fuese tu utopía: el sueño vivo. Cualquier cosa que sucediera en Estados Unidos parecía mayor, más extrema, más dramática e ilimitada, tanto si lo era como si no; por descontado, a menudo lo era, pero no en el caso de los cowboys. En segundo lugar, porque la moda puramente local del mito del Oeste se amplificó e internacionalizó a través de la influencia mundial de la cultura popular estadounidense, la más original y creativa del mundo urbano e industrial, así como a través de los medios de comunicación que la transmitían y que Estados Unidos dominaba. Y déjenme observar, de paso, que se abrió camino por el mundo no solo directamente, sino también de forma indirecta, tanto por mediación de los intelectuales europeos que atrajo a Estados Unidos como los que atraía desde la distancia.<br />
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Esto, sin duda, explicaría por qué los cowboys son más conocidos que los vaqueros de México o los gauchos de Argentina; pero no, según creo, todo el espectro de vibraciones internacionales que despertaba (o solía despertar). Esto, sugiero, se debe al anarquismo inherente al capitalismo estadounidense. No me refiero solo al anarquismo del mercado, sino al ideal de un individuo no controlado por ninguna restricción impuesta por la autoridad estatal. En muchos sentidos, Estados Unidos, en el siglo XIX, era una sociedad sin Estado. Compárense los mitos del Oeste de Estados Unidos y Canadá. El primero es un mito de un estado de naturaleza hobbesiano, que solo se mitiga por medio de la propia ayuda, individual o colectiva: pistoleros (con licencia o sin ella), partidas de justicieros y, en ocasiones, cargas de caballería. El otro es el mito de la imposición del gobierno y el orden público, según lo simbolizan los uniformes de la versión canadiense del héroe a caballo: la Real Policía Montada del Canadá.<br />
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El anarquismo individualista tenía dos caras. Para los ricos y poderosos, representa la superioridad del beneficio sobre el derecho y el Estado. No solo porque a la ley y el Estado se los puede comprar, sino porque, incluso cuando no es posible, carecen de legitimidad moral en comparación con el egoísmo y el beneficio. Para los que no disponen ni de riqueza ni de poder, representa la independencia y el derecho del hombre pequeño a obtener respeto y mostrar de qué es capaz. No creo que fuera una casualidad que el héroe típico-ideal de los cowboys, en el Oeste inventado clásico, fuera un solitario que no debía nada a nadie; y tampoco era casual, según creo, que para él el dinero no tuviera importancia. En palabras de Tom Mix: «Entro en un lugar a caballo, como propietario de mi propia montura, mi silla y mis bridas. No es mi pelea, pero me meto en problemas al hacer lo que debo para algún otro. Cuando todo está resuelto, nunca obtengo ninguna recompensa de dinero». No deseo analizar aquí los westerns más recientes, que son la apoteosis no del individuo solitario, sino de la banda de machos. Sea cual sea su significado —y no habría que excluir el componente homosexual—, suponen una transformación del género.<br />
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En cierto sentido, si el solitario se prestó a la identificación imaginaria personal fue precisamente porque era un solitario. Para ser Gary Cooper a mediodía, o Sam Spade, basta con imaginar que uno es un hombre; mientras que para ser Don Corleone o Rico Tattaglia, por no hablar de Hitler, es preciso imaginar un colectivo de personas que te siguen y obedecen, lo que es menos plausible. Sugiero pues que un vaquero, precisamente porque era un mito de una sociedad ultraindividualista —la única sociedad de la era burguesa sin auténticas raíces preburguesas—, suponía un instrumento de una eficacia inusitada, a la hora de soñar; y este campo, el de los sueños, suele ser lo máximo a lo que la mayoría de nosotros llega, en lo que respecta a las oportunidades ilimitadas. Cabalgar en solitario es menos improbable que esperar a que en nuestra mochila se haga realidad un bastón de mariscal.<br />
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<b>(*) Capítulo 22 del libro “Un tiempo de rupturas. Sociedad y arte en el siglo XX” (2013)<br />
</b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-89037071073487691102017-12-20T15:12:00.000-03:002017-12-20T15:12:19.659-03:00SHANGHÁI NO ES SHANGHÁI SINO SHANGHÁI, UNA EQUIVOCACIÓN<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-iDap_zTfC3w/WjqnetWQ5oI/AAAAAAAAb18/TEXaVXKmyYQVizikfvJNxuiQIFV7mnEwACLcBGAs/s1600/1329764301_yun_7703_httpwwwyunphotonetesphotobaseyp7703html.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="574" data-original-width="1024" height="358" src="https://4.bp.blogspot.com/-iDap_zTfC3w/WjqnetWQ5oI/AAAAAAAAb18/TEXaVXKmyYQVizikfvJNxuiQIFV7mnEwACLcBGAs/s640/1329764301_yun_7703_httpwwwyunphotonetesphotobaseyp7703html.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b>Martín Caparrós (<i>Jotdown</i>)</b><br />
<br />
Entonces una señora del público me pregunta qué estoy escribiendo ahora y yo le contesto que una novela que sucede en la segunda mitad del siglo XXI y que en mi mundo del futuro el poder es más bien chino y veo las sonrisas de placer de muchos de los que han venido esta tarde a la Biblioteca de Shanghái, y me molestan:<br />
<br />
—Y no es un mundo donde quisiéramos vivir.<br />
Les digo, sonriendo.<br />
Yo soy alguien que sabe equivocarse.<br />
<br />
Me equivoco: otra vez me equivoco.<br />
<br />
Olivia es chiquita, piel oliva, rasgos suaves. Olivia trabaja en la organización del Festival del Libro de Shanghái y se encarga de mí. En el almuerzo, para hacer conversación, le pregunto dónde nació y me nombra una ciudad mediana, sur de China. Le pregunto cuántos años tiene y me dice que treinta y tres, que nació en 1985. Le digo que entonces serán treinta y dos y me dice que no, que en el sur de China la edad empieza a contarse desde la concepción, no desde el nacimiento —o, también, que como tiene treinta y dos está en su trigesimotercer año de vida. Entonces le digo que no debe tener hermanos —en aquellos días la política del hijo único era tajante en China— y me dice que no, que sí, que tiene una, mayor, y me explica que cuando ella nació sus padres tuvieron que pagar una gran multa por quebrar esa ley. Entonces se me ocurre decirle que qué privilegio, que debió ser muy amada y me mira raro, con pregunta. Le digo que claro, que si no piensa que es un privilegio tener unos padres que la deseaban tanto que violaron la ley para tenerla y pagaron por tenerla y me mira más raro, casi triste —y recién entonces termino de entender: si sus padres se arriesgaron a un segundo parto fue porque querían un varón, un hombre que continuara el nombre, un sostén para sus años de retiro, y que ella no les trajo alegría sino la bruta decepción de saber que ya nunca tendrían ese hijo. Me callo: tarde, tan avergonzado. Olivia también se calla, comemos en silencio.<br />
<br />
Viajar es equivocarse, vivir<br />
es equivocarse.<br />
Saber es saber<br />
que uno se ha equivocado. <br />
Quién supiera<br />
ignorar, saber en serio.<br />
<br />
Y lo falsa que se ve esa pagoda con techos voladizos en medio de docenas y docenas de edificios cuadrados, flacos, altos, sus veinte o treinta pisos de cemento y vidrio, tan actuales. Lo auténtico, decíamos: lo auténtico.<br />
<br />
Porque muchas veces la tarea del turista —la tarea que el turista se atribuye para sentirse pleno— consiste en buscar, en nombre de la autenticidad, lo que hace tanto que no existe y que los locales reproducen, mal que bien, a veces, para él.<br />
<br />
O sin pensar en él.<br />
<br />
Ahora tienen: carteles impresos en láser, sombrillas de un dólar para pegar los carteles, ventiladores de mano para no morir en el intento, móviles donde mostrar las fotos de los hijos. Y podrían hacer esto mismo en las redes sociales —chinas, por supuesto— pero prefieren seguir viniendo a la Plaza del Pueblo, pleno centro de Shanghái, como hace tantos años, para ver si le consiguen un marido a su hija, una mujer al hijo. Son cuadras y cuadras de personas en los senderos del parque, entre los árboles del parque, las sombrillas posadas en el suelo, un cartel pegado en cada una, ofreciendo a la nena o al nene, un padre o madre sentado detrás, el calor imposible. Me dicen que la costumbre de arreglar los matrimonios se mantiene, solo que ahora —en muchos casos— es la segunda opción: si los chicos, jóvenes todavía, se consiguen apaño por sí mismos, todo en orden. Pero si pasan los veinticinco y nada asoma, los padres empiezan a buscarles esa felicidad que solo provee el matrimonio. Y me dicen que así completan su trabajo de padres: que un padre o madre no están hechos mientras no hayan casado a sus retoños y que entonces sí pueden, por fin, esperar que su labor empiece a rendir frutos.<br />
<br />
Lo cual es, por supuesto, auténtico, folclórico.<br />
<br />
Y alrededor las calles rebosantes de personas, tan desbordadas de personas, tan excedidas de personas, y tanta policía. Me dicen, también, que solo en el metro de Shanghái hay treinta mil cámaras vigilantes que transmiten sus imágenes a una central con unos programas modernísimos de reconocimiento de caras y otros rasgos, donde manejan la seguridad. Me dicen que en Shanghái no hay problemas de seguridad.<br />
<br />
Y no me dicen que hay, también, más de mil chinos ejecutados cada año por delitos y crímenes diversos —asalto, asesinato, estafa, violación, drogas, corruptelas.<br />
<br />
Lo auténtico, decíamos, el error<br />
de lo auténtico.<br />
<br />
Todo es mucho, grande, rumoroso. En las calles de Shanghái hay estruendo, sudor, peligro de motitos que no paran; en las calles de Shanghái hay un flujo incesante. En las calles de Shanghai se oyen escupidas homéricas, bronquios combatiendo. China tiene, dice un estudio, trescientos cincuenta millones de fumadores, más que cualquier otro lugar del mundo. Por lo cual también se puede decir que tiene, según el mismo estudio, mil cien millones de no fumadores, más que cualquier otro lugar del mundo. Y así, muy a menudo así. Los números pueden ser pérfidos o bobos o incluso ambos, como tantas mujeres, como todos los hombres.<br />
<br />
Llevo años viniendo a este país: vine, mi primera vez, hace más de veinticinco. Y cada vez tengo la sensación de que me gustaría venir a este país: llegar a este país, entrar a este país.<br />
<br />
Siempre en la puerta, del otro lado de la puerta.<br />
<br />
Busco, entonces, formas de lo local: la forma que tiene el viajero de equivocarse en serio. Digamos, un suponer: el arte de manejar la bicicleta con una sola mano para que la otra sostenga la sombrilla. La seguridad, sus mil ejecutados; la pagoda solitaria, la censura de internet, los ravioles de cangrejo y puerco con sopita, el desarrollo desatado, los plátanos que trajeron los franceses, los atascos brutales, los viejos en calzoncillo y musculosa. Pamplinas, paparruchas. Digo: ya he estado en China. Nunca, como ahora, vine a mirarla como quien trata de entender al nuevo amo —antes de que lo sea, claro, para que tenga interés, tenga sentido.<br />
<br />
Para que valga la pena equivocarse.<br />
<br />
La periodista usa esos anteojos que se llamaban culo de botella cuando las que tenían culo eran las botellas y una risa hecha de dientes disparados, pero habla un inglés casi sutil y me pregunta con aplomo, con audacia. Entonces yo le contesto suelto y le digo algunas cosas, por ejemplo cuánto me incomoda en ciertas charlas tener que decir que el país que más ha reducido el hambre en las últimas décadas es China: que lo haya hecho un régimen que reúne lo peor de cada sistema, le digo, el autoritarismo de partido único del dizque socialismo con las injusticias del capitalismo más salvaje. Y le digo algunas cosas más y ella asiente con esos dientes desbocados y al final, solo para saber cómo es el paño, le digo bueno, pero estas cosas no las vas a publicar, ¿no?<br />
<br />
—Ah, ¿me está pidiendo que queden off the record?<br />
<br />
Me dice ella, cortada, y yo trato de explicarle que no quería decirle eso, que yo me hago cargo de lo que digo, que lo que quería era entender cómo funcionan la censura y la autocensura en China pero ya no hay caso: la barrera, la bruta desconfianza:<br />
<br />
—¿Por qué? ¿Para qué quiere saberlo?<br />
<br />
El sol de Shanghái es implacable.<br />
(Y me resuena —la paladeo, saboreo— la palabra implacable.<br />
Hasta que me rechina<br />
la palabra implacable.)<br />
<br />
Entonces descubro de pronto lo más obvio: si me gusta el calor es porque trae olores. En el calor —húmedo, tropical— los olores se multiplican, se transportan. Vivimos en una civilización del frío, dominada por señores de ciudades frías, que nos imponen su asquito del olor. Ahora, más que nunca, vivimos bañados en olores que no son, olores falsos, posverdad del olor, olores defensivos. Aquí, en solo veinte metros: arroz, cilantro, meo, cerdo frito, ajo, sudor, una planta que no reconozco y no consigo preguntar.<br />
<br />
(Una planta que supongo sabiendo que me voy a equivocar.<br />
¿El que sabe que se equivoca se equivoca menos?<br />
¿El que sabe que se equivoca se equivoca más?)<br />
<br />
Ahora los chinos empiezan a viajar, a conocer su mundo —tantos millones. Muchos van a Europa— dicen Europa como los argentinos, como si existiera. Para ellos Europa es una marca única y famosa y sus expertos en turismo —cuenta Evan Osnos en The New Yorker— aconsejan a los agentes que no la desperdicien hablando de marcas subsidiarias como Francia, España, Italia. Van y ven, poco y corriendo: constatan que son países desordenados que viven embarrados en un pasado ni siquiera tan guau y se preguntan satisfechos cómo va a progresar la economía de un lugar donde la gente tarda tanto en hacerse el desayuno y donde, además, salen a la calle a pedirle cosas al Gobierno y hacen huelgas.<br />
<br />
La tentación, entonces, de sacar conclusiones generales: de equivocarse en serio.<br />
<br />
Pero cualquier paseo muestra lo evidente: cuando la China se quede con el mundo lo hará con estructuras inventadas en los países ricos de Occidente a finales del siglo XIX, principios del XX: el coche, el rascacielos, el traje, el fútbol, el partido, el avión, los antibióticos, el plástico, el semáforo, la relatividad, la radio, la radioactividad, la aspirina, el cine, la ametralladora, el papel higiénico, el teléfono, las zapatillas, el vacío.<br />
<br />
Solo que todas esas cosas han conseguido deshacerse de su historia: ahora son de esas que parecen haber estado siempre, que parecen venir de todas partes y ninguna. Es lo que llaman la globalización, una manera de decir que el mundo entero se las ha apoderado. Que un metro —un suponer— ya no es una forma de transporte que apareció en París en 1900 sino un modelo universal; que un metro —otro suponer— ya no es una forma de medir el mundo que apareció en París en 1889 sino un modelo universal: que no transmiten cultura, ideología, que no marcan.<br />
<br />
Para eso, también, sirven las marcas visibles de «lo occidental», esos objetos y negocios y conductas aspiracionales que muestran que los que las poseen o practican se acercan a esa fuente. Quedan bien, por supuesto, coolifican, pero también funcionan por oposición: al decir esto sí es de Occidente subrayan que el resto —el coche, el rascacielos, el partido— ya es de todos, que ya no es de nadie.<br />
<br />
Flaqueza de la posesión: decir<br />
esto es mío es decir<br />
lo demás no lo es.<br />
<br />
El café es el nuevo opio de los pueblos. A mediados del siglo XIX el Imperio Británico debió armar una guerra para obligar a los chinos a comprarle su opio y arruinarse con él. Ya las cosas no funcionan así. El café no precisó ninguna guerra, porque los mecanismos están más aceitados y porque es una droga más dura. No te enfrenta a tus fantasías; te provee la fantasía de que eres otro, uno de ellos.<br />
<br />
Sucedió, faltaba más, primero en los Estados Unidos: de pronto fue cool parecer mediterráneo, soleado, casi sofisticado, uno que aprecia las cosas buenas de la vida, uno que ya no es como mamá y papá, terribles pelagatos. Y apreciar el café verdadero —no ese jugo de paraguas que tomaban— hacía el truco.<br />
<br />
De allí, la moda se extendió. Ahora Shanghái —las partes nobles de Shanghái— rebosa de tienditas de café que prometen espressos con granos etíopes y capuccinos con salvadoreño y lattes con kenyata orgánico; que tienen nombres siempre escritos en el otro idioma —ese que usa solo veintiocho dibujitos—; que sirven para que esos jóvenes urbanos modernos se sientan jóvenes y urbanos y modernos, diferentes.<br />
<br />
Distantes de un pasado que les parece tan de otros.<br />
(China, aquella China en que unos cuantos quisieron inventar otro mundo<br />
y fracasaron como perros.)<br />
<br />
Y entonces recuerdo tiempos en que viajar era cambiar de escena de un modo radical. Ahora la búsqueda del lugar radicalmente diferente es cada vez más difícil, más inútil. Quedan algunos, todavía, pero cada vez más escasos, más parecidos a todos los demás. El mundo se ha vuelto una versión berreta de Wisconsin, con un toque de Nueva York pintada por un nuevo muy rico y unos polvitos de costa californiana por si acaso. La globa, que le dicen.<br />
<br />
Recuerdo tiempos<br />
en que viajar era equivocarse diferente.<br />
Shanghái, digamos: una ciudad que podría estar en casi cualquier lugar del mundo o<br />
en casi cualquier lugar del mundo dentro de veinte años.<br />
Son edificios para el «oh» o el «coño: oh, qué edificio tan grande», o, en mejor castellano, «coño, qué edificio».<br />
<br />
Son intentos deportivos, no estéticos: hechos para ganar y para impresionar, no para placer a los sentidos o acomodar los cuerpos. Construidos como se construían las catedrales, pirámides, palacios: para el asombro, para el respeto, para erigir poder al erigirlos.<br />
<br />
Pero ahí mismo, detrás de las fachadas, entre los edificios, en vías de desaparición pero porfiadas, esas pequeñas entradas que abren a un mundo de calles chiquititas, encerradas, casi ajenas al ruido del progreso, con sus tiendas pequeñas, sus viejos dormitando, sus gallinas incluso, con esas construcciones de dos o tres pisos levantadas en los treintas o cincuentas con lo mínimo, con piezas como cuchas, sin cocina ni baño, con esos baños colectivos en la esquina y su encargada, la señora aburrida que ahora, mediodía, espera a los clientes, y el olor. Liao Yiwu, cronista necesario, contaba de un cuidador de baños ya viejo que decía que su peor momento laboral fue la Revolución Cultural maoísta, porque entonces los guardias rojos ponían a los intelectuales aburguesados a cuidar los baños y que él entonces se quedaba sin trabajo y que encima esos hijos de puta a menudo se ahorcaban ahí mismo sobre una letrina, como una forma de decir mejor la muerte que esta vida y entonces él se preguntaba qué le querían decir sobre su propia vida, pasada en esos baños —y la pregunta suena extrañamente amplia, general.<br />
<br />
¿Equivocarse?<br />
¿Qué significa equivocarse?<br />
<br />
Lo que no entendí era por qué insistía en preguntarme si no estaba cansado: me pidió que firmara unos libros, no era tanto. Hasta que entró en su oficina y veo una montaña: son más de cuatrocientos, me dice mi editora, con esa mueca de vergüenza que ellos llaman sonrisa. Le digo que bueno, qué se le va a hacer, y ella me dice que no me preocupe, que no vamos a tardar tanto. Entonces sale y vuelve con otros cuatro empleados de la editorial y allí mismo arman la cadena: el primero le pasa libros uno por uno a la segunda que los abre en la página de firmar y los pone frente a mí, yo los firmo y los corro a un costado donde el tercero los va poniendo en pilas de diez para que el cuarto se las lleve a empaquetar. China, por fin, poco menos que auténtica.<br />
<br />
Delicias de la cadena de montaje: no<br />
pensar, mover algo del cuerpo, descansar<br />
las ideas, repetir. La delicia mayor<br />
es repetir.<br />
<br />
Y cuando terminamos me levanto y les agradezco y les doy la mano uno por uno y me miran como si no correspondiera: como si, al hacerlo, me pusiera en un lugar que no es el mío. Hay culturas que se arman a partir de la idea de que uno debe salir de su lugar; hay culturas que no soportan que nadie salga de él.<br />
<br />
Yo salgo, siempre<br />
salgo.<br />
Que es otro modo de decir<br />
que me equivoco.<br />
<br />
Y ahora el juego es venir aquí y tratar de entender algo porque China es el futuro, puede ser el futuro, ofrece un futuro. En un mundo que solo sabe pensarse como economía, China dice que, en términos económicos, el suyo es el modelo que funciona. Y puede haber otros que le crean o, incluso, puede decidir que le sirve imponerlo.<br />
<br />
El juego de venir, equivocarse.<br />
<br />
Hay complicaciones, todo tipo de complicaciones. Estamos acostumbrados a imaginar a los países poderosos como sociedades ricas. China no. En China todavía hay más de cien millones de personas que no comen suficiente y aquí mismo, en Shanghái, la pobreza amenaza. Aunque me cuentan que cada vez más mendigos tienen su código QR para aceptar limosnas con dinero electrónico. Eso sí que parece un futuro, la carcajada del futuro.<br />
<br />
Entonces me explican que no vamos a tener tiempo para que traduzcan mis respuestas: que ya lo harán después y cuando pasen la entrevista por la tele pondrán unos subtítulos, pero que si queremos que el intérprete traduzca durante la grabación nos perdemos toda la mañana, así que ella —la periodista jovencita, junco, la piel una magnolia, la sonrisa un relámpago— va a preguntarme en chino, el intérprete va a traducirme sus preguntas, yo las voy a contestar en castellano y ella me va a mirar y sonreír y leer la siguiente pregunta de su lista aunque no haya entendido una palabra de lo que acabo de decirle. El periodismo como simulación ha tenido sus buenos momentos, pero no mucho mejores que este.<br />
<br />
—¿Y cómo fue que tuvo la idea de escribir un libro sobre el hambre?<br />
<br />
Ella —la junco relámpago magnolia— sonríe mucho mientras yo le hablo en castellano. Al final, cuando le pregunte, compungido, en inglés, si no se sintió rara, me mirará sin entender y me dirá que no, ¿por qué?<br />
<br />
—Yo estaba haciendo mi trabajo.<br />
<br />
Me dirá, y me dejará una de esas sonrisas que deben cotizar millones de yuans en Alibaba: condescendiente, generosa. Como quien la regala.<br />
<br />
Me equivoco: de nuevo<br />
me equivoco.<br />
Me tranquiliza: esto es, todavía,<br />
un mundo otro.<br />
<br />
Pero veo llegar a mil una ambulancia y pienso que si me muriera en un lugar —la China, por ejemplo— me moriría un poco menos. Me moriría como viví, el error sería bruto y palpable, alguien tendría que llevar mi cuerpo a alguna parte, mi vida muerto seguiría unos días.<br />
<br />
Después pienso que si me muriera en Shanghái<br />
sería un idiota.<br />
La ambulancia sigue de largo<br />
como todo.Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-67090571732029225312017-11-13T23:25:00.001-03:002017-11-13T23:26:14.708-03:00REVOLUTIONARY ROAD DE RICHARD YATES<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-AcTs6KxBvME/WgpSwDdGCoI/AAAAAAAAbaI/x_UlQNh22FAQGu5EC-pyRzPaAEfj7oNyQCLcBGAs/s1600/1402_4.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="409" data-original-width="728" height="358" src="https://3.bp.blogspot.com/-AcTs6KxBvME/WgpSwDdGCoI/AAAAAAAAbaI/x_UlQNh22FAQGu5EC-pyRzPaAEfj7oNyQCLcBGAs/s640/1402_4.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b><span style="font-size: large;">Richard Ford (*)</span></b><br />
<br />
Cuando Revolutionary Road se aproxima al cuadragésimo aniversario de su publicación, parece extraño imaginar que haya lectores que abran hoy este libro por primera vez. La atracción y los efectos de esta novela sobre dos generaciones de norteamericanos han sido tan primordiales y convincentes, que el hecho de no conocer todavía la gran obra de <b><a href="https://es.wikipedia.org/wiki/Richard_Yates" target="_blank">Richard Yates</a></b> resulta impensable; por eso se tiene la sensación de que su ofrecimiento en frío encierra cierta torpeza, algo así como presentar un antiguo amigo sabio a uno reciente y prematuramente maduro: casi no deberíamos hacerlo, dada la cantidad de cosas decisivas que no se pueden volver a decir ni pensar. Y, sin embargo, debemos hacerlo, pues los grandes libros, como los grandes amigos, han de compartirse.<br />
<br />
No obstante, baste decir que, desde comienzos de la década de los sesenta, Revolutionary Road, publicada con gran éxito en 1961, se ha convertido hasta cierto punto en objeto de culto entre los lectores de literatura de ficción norteamericana, sobre todo entre los escritores, que han mantenido el brillo de su reputación elogiándola, enseñándola y, a veces, emulando involuntariamente su aparente facilidad, su absoluta accesibilidad, su luminosa particularidad y la profunda seriedad con que trata a los seres humanos, nosotros, de quienes ofrece conmovedoras intuiciones y valoraciones. Nos maravillamos ante su consumada habilidad literaria, su cuasi simple permanencia como puro producto hecho de palabras que desafía todos los intentos de clasificación. Realismo, naturalismo, sátira social —la batería normal de la crítica— resultan conceptos insuficientes ante este magnífico libro. Revolutionary Road es sencillamente Revolutionary Road, y su evocación desencadena una especie de secreta comunión literario-cultural entre sus devotos.<br />
<br />
Richard Yates nació en Yonkers, Nueva York, en 1926, y murió en 1992 en el Veterans Administration Hospital de Birmingham, Alabama. No prosiguió sus estudios una vez finalizado el bachillerato, prestó servicio en el ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, se divorció dos veces y tuvo tres hijas. Después de la guerra, trabajó durante un tiempo como redactor publicitario para la Remington Rand Corporation y, durante un breve período, a finales de los años sesenta, como redactor de los discursos del senador Robert Kennedy. Pero durante casi toda su vida Richard Yates fue únicamente escritor, con ocasionales tareas en la enseñanza o como guionista cinematográfico para complementar sus ingresos. En su vida de escritor creó siete novelas (incluida Revolutionary Road) y dos libros de relatos, muchos de los cuales han sido reunidos en antologías y son muy admirados por los lectores como modelos del género.<br />
<br />
En una ocasión, Yates —famoso también por su rectitud y su franqueza— comentó a un entrevistador que tenía la sensación de haber escrito demasiado poco en su vida, y que esto se debía a la mala suerte de que su mejor libro fue el primero. Y si bien es cierto que en sus treinta años de vida pública como escritor la reputación de Yates creció, decayó y volvió a crecer, distinguiéndose finalmente por ese ambiguo estatus de «escritor para escritores», es decir, de quien no triunfa en la siempre lucrativa palestra de la moda literaria norteamericana, también lo es que nada de lo que escribió se aproximó en perfección ni en elogios a Revolutionary Road, que en 1961 «perdió» el National Book Award en favor de El cinéfilo, de Walker Percy.<br />
<br />
El argumento de Revolutionary Road puede resumirse en pocas palabras:<br />
En la primavera y el verano de 1955, en la urbanización de Revolutionary Hill Estates, en el oeste de Connecticut, la vida de la joven familia Wheeler —April, Frank y dos hijos— se ve esencial y violentamente quebrada por dentro, para no volver a ser nunca más lo que había sido.<br />
<br />
A un transeúnte ocasional, la vida de los Wheeler no le parecería demasiado distinta de la de sus vecinos, pues sus placeres y preocupaciones eran los disponibles y previsibles: participación en el grupo teatral de la comunidad, achispadas cenas al anochecer con otros propietarios de casas y con mentalidades afines, cómodas idas y venidas en el tren de cercanías, el consuelo de ser indistinguibles en la cultura mientras se tiene firme dominio de las elecciones fundamentales de la vida y, aunque menos alentadora, una lánguida incapacidad para controlar las frustraciones del paso de la juventud, la fatiga de la tarea rutinaria del puesto de trabajo y los rompecabezas que produce el hacer que la vida no pierda interés y vigor mientras se mantiene intacta la unidad familiar.<br />
<br />
Pero la vida de los Wheeler tiene muchos aspectos no precisamente positivos, aun cuando ninguno de ellos parece lo suficientemente excepcional como para resultar insoportable. Lamentablemente, Frank y April se tienen poco afecto. A ambos les disgusta la periferia en la que viven, de la que tanto uno como otro se quejan demasiado. Los hijos deparan las dificultades de costumbre. El trabajo de Frank en la ciudad es, como él mismo reconoce, «el trabajo más aburrido que pueda imaginarse». Y April, con muy poco que hacer, fracasa pública y bochornosamente como actriz de un teatro de segunda fila. Por si eso fuera poco, los Wheeler beben demasiado, sus vecinos les aburren a muerte, sienten un vago temor de convertirse en clichés y, como consecuencia, ven que su futuro, aunque no claramente definido, no es nada prometedor.<br />
<br />
Sin embargo, April Wheeler demuestra tener recursos y planea una solución romántica para la enfermedad que ambos padecen: simplemente vender su casa y mudarse a París. Allí, Frank podrá «encontrarse» a sí mismo, April podrá entrar a formar parte del equipo de secretarias de la OTAN y los niños podrán aprender francés. Después de eso, las cosas se desarrollarán por sí solas sin mayor esfuerzo, mientras ellos van afirmando su confianza en que su vida no se agota en un empalagoso exceso de complacencia.<br />
<br />
Sólo Frank Wheeler ha comenzado a compensar su infeliz vida matrimonial refugiándose a escondidas en una vulgar aventura amorosa con una compañera de trabajo con el poco caritativo nombre de Maureen Grube. En todos los sentidos salvo en éste, Frank teme el cambio que traerán los planes de April para ir a París. Y por esta razón, y contrariamente a sus amargas objeciones sobre lo insignificante de su trabajo, Frank se deja persuadir para aceptar un empleo «mejor» que consiste en escribir absurdos argumentos para charlas sobre promoción de ventas para su compañía, la Knox Business Machines, que está reciclando sus anticuadas líneas de productos para la nueva era informática de los años cincuenta.<br />
<br />
Sin embargo, los planes prosiguen con la puesta en venta de la casa. La aventura amorosa de la oficina comienza, se interrumpe y luego vuelve a encenderse. El rechazo de Frank al traslado aumenta. Los hijos, como era de esperar, están confundidos. Frank y April discuten cada vez más, se hacen revelaciones indeseadas y ofensivas, sufren acusaciones y retracciones, bofetadas, huidas, regresos, humillaciones, hasta que abandonan sus planes de mudanza, y con esta decisión el ingreso de los Wheeler en la buena vida que habían elegido se va esfumando primero de forma gradual y luego con más rapidez, hasta acabar desapareciendo repentina, violenta y trágicamente. Todo esto parece evaporarse en un agradable verano que tal vez podría haber acabado bien para otra familia que no fuera la de los Wheeler.<br />
<br />
Revolutionary Hill Estates no era una urbanización pensada para que ocurrieran tragedias. Incluso por la noche, como si fuera a propósito, no había nunca sombras acechantes ni siluetas misteriosas. Era un lugar irresistiblemente alegre, un país de juguete con sus casas blancas y de tonos pastel cuyas ventanas iluminadas y sin cortinas refulgían entre el decorado de hojas verdes y amarillas…<br />
<br />
Había un hombre corriendo por aquellas calles, angustiado por la pena y totalmente fuera de lugar. A excepción del roce de sus zapatos sobre el asfalto y del resuello de su respiración, todo estaba tan silencioso que pudo oír el sonido de los televisores más allá del follaje: un grito impreciso de humorista seguido de espasmódicas oleadas de risas y ovaciones, y luego una orquesta que empezaba a tocar (p. 392).<br />
<br />
En 1961, Revolutionary Road debió de parecer una crítica particularmente corrosiva de la «solución» periférica de la posguerra, y de las almas esperanzadas que abandonaban el centro urbano en busca de cierto aceptable equilibrio entre los rudos elementos básicos de la vida rural y las oportunidades y el ruido de la ciudad. Frank Wheeler, el personaje principal de la novela, tiene veintinueve años, ya es un veterano de guerra, un graduado de Columbia y, aparentemente, un hombre triunfador. Pero Yates lo describe sarcásticamente como un ejecutivo contemporizador y engreído, con la «apostura nada solemne que un fotógrafo de publicidad emplearía para ilustrar al consumidor perspicaz de productos bien hechos pero no caros» (p. 24). De la información más detallada de la novela se desprende que Frank es un pelmazo ingenuo y disipado que se considera «una especie de Jean-Paul Sartre ardiente y nicótico» (p. 38) y que no es más que un adúltero que sazona su conversación con referencias literarias, mientras prosigue con un trabajo tan atrofiante e insignificante que incluso se ríe de sí mismo.<br />
<br />
April Wheeler también es una joven de veintinueve años, aunque pobremente valorada por su marido, que la ve como una «criatura sin gracia y sufriente cuya existencia trataba él de negar cada día de su vida». Yates imagina a April con más simpatía, como una voluntariosa actriz ligeramente aturdida, ligeramente consentida, sin una pizca de buena voluntad para con su cónyuge, no obstante lo cual lucha para reorientar una vida sin objetivos conduciendo a la familia (o más en particular conduciéndose a sí misma) a París y a una importante oportunidad de libertad. Sin embargo, lentamente va permitiendo que le mientan, luego la engañen, la desmoralicen y la enloquezcan, para terminar arrastrada a la muerte por circunstancias que ella, a falta de fuerza moral, no puede controlar.<br />
<br />
A lo largo de las casi cuatro décadas transcurridas desde la publicación de Revolutionary Road los estudiosos han calificado casi siempre la novela de Yates de «sombría» por su visión de los norteamericanos y de la vida norteamericana del extrarradio, que, en palabras de Joyce Carol Oates, presenta como gente sin rumbo en «un mundo triste, gris y sepulcral». El propio Yates, que no tenía pelos en la lengua, admitía ante un entrevistador en 1974 que «intentaba que el título sugiriese que la vía revolucionaria de 1776… nuestro mejor y más valiente espíritu revolucionario [tal vez sucintamente encarnado en April Wheeler] se había convertido en los años cincuenta en algo muy parecido a un callejón sin salida».<br />
<br />
Pero lo cierto es que, para Yates, el modelo para un comportamiento correcto reside mucho más en la necesidad de la ciudadanía de romper con las costumbres y formar una comunidad basada en ideas claras sobre quiénes son los ciudadanos, qué necesitan y a qué se oponen. Aunque en Revolutionary Road éste es precisamente el ideal que el extrarradio —con sus monótonas y anestesiadas zonas de protección entre las dos experiencias más vitales del campo y la ciudad— termina por trivializar y contaminar. Los propios habitantes de la periferia parecen hambrientos y desnortados cazadores no en busca de una vida mejor, sino de una vida más cómoda, con menos responsabilidades. Ninguno de los personajes que se entrevén en Revolutionary Road tiene mucha idea de lo que es. De hecho, a todos les cuesta admitir abiertamente esto o admitirlo con la suficiente rapidez y frecuencia. <br />
<br />
Todos recorren senderos que han sido trazados por fuerzas y autoridades ajenas a su sentimiento personal de lo que está bien y lo que está mal: convención, hábito, falta de compromiso, afán de riqueza, evasión. «Ni siquiera podía decir si estaba enfadado o arrepentido, si lo que deseaba era perdón o capacidad para perdonar» (p. 119), observa con causticidad el narrador de Yates refiriéndose a Frank Wheeler. Y cuando su vida se desliza hacia el fulminante clímax de la novela, April Wheeler, mortalmente desesperada, mira detenidamente a su vecino, el incompetente Shep Campbell, desde la oscuridad del asiento trasero donde se habían precipitado uno sobre otro en un exaltado momento de confusión y debilidad sexual: «De verdad —dice April, sin agregar nada a lo que es evidente—. Es que no sé quién eres… Y aunque lo supiera, me temo que no serviría de mucho porque, ya ves, yo tampoco sé quién soy» (p. 321).<br />
<br />
A fin de cuentas, nadie (excepto tal vez los niños) parece bueno en Revolutionary Road. Incluso los vecinos que Yates elige como sostén de la narración, empresarios venales, jefes dominantes, entrometidos agentes inmobiliarios e internados en manicomios, todos parecen engañados e indignos de confianza, incapaces, cada a uno a su manera, de hacer lo correcto, o de mantener las relaciones humanas idóneas para la elaboración de un tejido de espíritu comunitario lo suficientemente fuerte para sostener a los débiles cuando flaquean o consolar a los desesperados que se lamentan.<br />
<br />
En 1984, en un ensayo no precisamente elogioso sobre las novelas de Yates, Anatole Broyard, crítico de libros del New York Times, se quejaba de algo que considero decisivo de Revolutionary Road, algo de lo que personalmente no tengo ninguna queja. «La cuestión principal en relación con la obra del señor Yates», decía Broyard, «es discernir si se nos pide que miremos alrededor o más allá de los personajes, en busca de algún simbolismo, o que los tomemos al pie de la letra. ¿Se supone que perdonamos sus defectos y sus fallos como lo hace Dios, o se los presenta como intrínseca e indefectiblemente interesantes? El enfoque del autor ¿es metafísico o entomológico?»<br />
<br />
Sin duda, el interrogante de Broyard reviste particular importancia para valorar Revolutionary Road. Por un lado, el consumado talento de Yates para trazar y desarrollar los detalles de la vida tal como es vivida, su voluntad de utilizar su imaginación para tomarse la vida en serio, su capacidad para inventar emoción humana creíble antes de que podamos experimentarla y luego volcarla en palabras, todo eso abonaría la consideración del hombre-visto-como-criatura-literal. Y sin embargo hay en esta novela tanto sarcasmo, comicidad, malicia y exageración como para no defender el enfoque literal sino el simbólico, que Broyard llama «metafísico». <br />
<br />
Todos esos nombres extraliterales: señora Givings, la inflexible (ungiving) agente inmobiliaria; Shep, el pertinaz vecino; el inverosímil Oat Fields, jefe dickensiano del padre de Frank; la implícitamente sucia (grubby) señorita Grube; incluso los propios Wheeler, que giran descarrilados y cuesta abajo hacia el desastre. Más toda la descripción maliciosamente ampliada que brinda finalmente a la vacilante luz de la ironía y la sátira, como con los patéticos señores Givings, el día en que visitan a su hijo en el «hogar» donde «descansa» del trabajo que será el deplorable resto de su vida:<br />
En la sala de espera de la Sala Dos A, después de haber pulsado el timbre donde decía LLAME A UN AUXILIAR, el señor y la señora Givings se incorporaron a un grupo de visitantes que estaba inspeccionando una exposición de obras de los pacientes. Entre los cuadros había una fiel representación del Pato Donald, hecha a lápiz, y una complicada crucifixión en tonos morados y marrones donde el sol, o la luna, tenía el mismo tono carmesí que las gotas de sangre que caían a intervalos exactos de la herida en las costillas del Salvador (p. 342).<br />
<br />
Además, ¿hasta qué punto podía ser literalmente malo estar en la periferia, donde —como Frank Wheeler reflexiona tontamente en una ocasión— «las circunstancias económicas podían obligarlos a vivir en este entorno, pero lo importante era evitar ser contaminado por él» (p. 34) y donde, sin embargo, casi nadie da muestras de tener el carácter necesario para cambiar, sino sólo para sufrir? ¿Cómo podían los Wheeler hacerse mutuamente cada vez más infelices y degradarse moralmente y, sin embargo, seguir siendo creíbles como nuestros prójimos? «Podía incluso dar gracias en el sentido de que no tenía intereses especiales», observa el narrador, evaluando superficialmente la vida Frank, y agrega: «al evitar metas concretas había evitado limitaciones concretas. Por el momento, el mundo, la vida misma, podía ser la esfera de su elección» (p. 37).<br />
<br />
En los chirriantes términos de Broyard, Revolutionary Road parece necesitar ambas aproximaciones, la «entomológica» y la metafísica; la literal y la simbólica. Broyard piensa que, al elegir ambas modalidades, la novela no funciona muy bien en ninguna de ellas. Pero, a mi juicio, al permitir la simultaneidad de al menos dos estrategias de representación de la realidad, Yates dio vida a una notabilísima novela; nos acercó lo suficiente —a través del arte— a los detalles palpables de la vida como para reconocer en ellos nuestra propia vida, aunque preservó para nosotros una distancia desde la cual podemos ejercer el juicio y sentirnos aliviados de no ser los Wheeler.<br />
<br />
A mis cincuenta y seis años, 1955 no me parece tan lejos. Y si abrimos hoy de nuevo el libro, Revolutionary Road consigue dar testimonio de cuánto ha cambiado la cultura norteamericana desde los años cincuenta, pero también de cuánto de aquellos extraños tiempos permanece vivo en nuestro imaginario moral.<br />
<br />
En Revolutionary Road todo el mundo bebe demasiado, y todo el mundo fuma. Las mujeres embarazadas hacen ambas cosas con toda alegría. En las comidas de negocios se sirven cuatro martinis; las tardes se consagran a citas con la secretaria y a la mañana siguiente el caballero vuelve sigilosamente al trabajo, pone buena cara pero no llama nunca más. Frank Wheeler abofetea a April cuando está un poco bebido, y, por lo general, April deja que tal cosa ocurra. La mayoría de las esposas se quedan en casa, no ganan un sueldo ni asisten a seminarios de desarrollo de la conciencia. Las empresas del centro responden todavía al estilo de Bartleby, con oficinas de «una sala grande, profundamente iluminada por fluorescentes cenitales y dividida en un laberinto de pasillos y cubículos mediante tabiques a la altura del hombro» (p. 106). Aún no hay teléfono móvil, ni fax, ni llamada en espera, y los sueldos no alcanzan para ir a esquiar los fines de semana a Sugarbush. Sugarbush no existe, como tampoco las carreras de 10 K, ni Outward Bound.<br />
<br />
Y, sin embargo, Revolutionary Road se instala en el inicio de la nueva era informática y hace la crónica de su fascinante comienzo con la comunicación vacía, fascinación que nos ha llevado al egocentrismo, el narcisismo, la megalomanía y el correo electrónico no deseado. «Se trata de un tipo de trabajo completamente nuevo, y habrá que desarrollar un tipo de talento totalmente nuevo para ejecutarlo» (p. 250), rebuzna el voluminoso Bart Pollock a Frank, débil y temeroso, tras tomar de un trago otra ginebra doble. Wheeler es ese nuevo hombre, el evidente heredero, «para vender la calculadora electrónica al hombre de negocios americano», y de esa manera «introducir un concepto totalmente nuevo de control empresarial» (pp. 242-243).<br />
<br />
Y, más allá de la dudosa ética empresarial, el desenlace depende del cuestionamiento más bien sobrio y actualizado de si April Wheeler puede concienciarse lo suficiente como para desafiar con verdadera audacia a su marido, romper todas las reglas y poner término a un embarazo que teme que le arruine la vida. Y aunque los lectores contemporáneos muevan descreídamente la cabeza ante el desastroso camino que April elige para asegurarse el futuro, nadie podría discutir la perspicacia y la perfección de tono con que la novela describe una transición en la vida moral moderna, así como la escrupulosa evaluación del tremendo coste humano que acompaña al gran cambio de la sociedad.<br />
<br />
Con los años, pocos comentaristas, incluso entre los más favorables, han observado que Revolutionary Road es un libro divertido, quizá porque la farsa macabra y el semblante serio superan la sensibilidad cómica de la mayoría de los críticos en relación con una época que normalmente no consideramos divertida. Y, por cierto, nadie llega al final de Revolutionary Road con una jovial disposición de ánimo. Pero es incuestionable que los medios que utiliza la novela son cómicos, desde el comienzo hasta casi el final: la maliciosa exageración de la menor ostentación humana y el ritual social más insignificante; los funestos retratos de matrimonios absurdamente rotos; los cameos quirúrgicamente precisos de actores de segunda y valoraciones generalmente crueles de la ignorancia que se presenta como inocencia. Escuchemos una vez más a los desafortunados Wheeler con sus «amigos», los tontos Campbell, reunidos para otra agradable velada íntima de vecinos:<br />
—¡Hola! —se dijeron unos a otros.<br />
—¡Hola!<br />
—¡Hola!<br />
Estas dos alegres sílabas, pronunciadas a través del crepúsculo y devueltas desde la cocina de los Wheeler, eran el preludio tradicional a una velada de diversión. Luego vinieron los apretones de manos, los besos formales, los suspiros de amigable cansancio pensados para sugerir los muchos kilómetros de arena caliente que se habían recorrido hasta encontrar aquel oasis, o la promesa de aquella liberación que les había hecho contener, aun dolorosamente, el mismísimo aliento vital. En la sala de estar, después de sorber con una mueca sus primeras copas escarchadas, hicieron un esfuerzo común para dedicarse unos momentos de admiración mutua; luego se acomodaron en variadas posturas de postración controlada (p. 79).<br />
<br />
En la lectura de Revolutionary Road hay momentos en que me siento obligado a preguntarme cuáles son exactamente las cualidades humanas que su autor respaldaría finalmente como virtuosas y al mismo tiempo viables. ¿Qué se necesitaría para mantener la integridad del tejido el tiempo suficiente como para atravesar la vida de forma aceptable? Está claro que hace falta algo más que los protocolos normales para ganarse la subsistencia —el tren, la oficina, el progreso, la cooperación—, pues todos conducen a otras posturas de derrumbe controlado. El matrimonio, como matrimonio, tampoco es plenamente suficiente. Y lo mismo la paternidad. París —el viejo y fragante sueño de libertad— parece fuera de alcance.<br />
<br />
Es evidente que hace falta una forma de vida más acotada, en la que lo que decimos corresponda estrictamente a lo que pensamos. Podríamos también intentar no esperar demasiado de los demás. Y podría ser que esto no fuera demasiado divertido. En realidad, el humor negro de Yates parece menos calculado para producirnos placer que, como ocurre con toda sátira, para prepararnos para verdades más duras.<br />
<br />
Y aquí, definitivamente, no se elude ninguna verdad de este tipo. Pero es tanto lo que hay en el camino para gustar y admirar que, se trate o no de verdades duras, uno lamenta que se acabe, y lo lamenta en más de un sentido. La mayor parte de Revolutionary Road es inteligente, aguda e imaginativa en todos los temas de que se trate: ser joven y gozosamente libre de objetivos en Nueva York antes de que las responsabilidades del matrimonio y la familia nublen el cielo; entretener a espantosos vecinos; larguísimas comidas de empresa; tener treinta años y sentirse de cuarenta; temer el cambio cuando uno sabe que el cambio podría ser la salvación; incluso la luz encarnada que se ve a través del lóbulo de la oreja de un pobre hombre, pálido resumen de toda la fragilidad y todo el fracaso de la humanidad:<br />
<br />
«¿No hay tarta?», pregunta desde su posición yacente Howard Givings a su esposa, concienzuda agente inmobiliaria. «Creía que todavía quedaba un poco de pastel de coco.»<br />
—Sí, querido, pero verás, había pensado que hoy sería mejor tomar el té sin acompañamiento, porque como vamos a tener que cenar muy temprano […]<br />
<br />
Le explicó otra vez lo de su compromiso con los Wheeler, consciente apenas de habérselo dicho ya, y él asintió con la cabeza, consciente apenas de lo que ella le decía. Mientras hablaba, ella miraba entre distraída y fascinada cómo el sol poniente brillaba encarnado a través del lóbulo de la oreja de su marido y convertía su caspa en copos de fuego, pero su pensamiento estaba anticipando ya la velada con los Wheeler (p. 198).<br />
<br />
Si, por último, contemplamos a los Wheeler y su entorno social como unos remotos «tipos de los años cincuenta», con sus ensoñaciones parisinas, sus imbéciles pontificaciones empresariales, sus flirteos sexuales sin demasiados problemas, sus recuerdos de una juventud y una guerra justa que se desvanecen rápidamente, diría que deberíamos dejar que esta novela nos cautive. Los prototipos siempre nos llegan de alguna verdad inalterable en algún lugar. Y si abordamos el cambio de una época, breve y no tan lejana, a otra, nuestro verdadero tiempo en realidad, Revolutionary Road nos contempla directamente con mirada sabia y admonitoria, y nos invita a prestar atención, a tener cuidado, a estar alerta y vivir la vida como si lo que hacemos fuera importante, en la medida en que hacer menos es un riesgo para todo.<br />
<b>-<br />
(*) Texto integrante de la recopilación “Flores en las grietas”, notas y ensayos de Richard Ford.</b><br />
<b>Link de descarga:<br />
<a href="https://www.lectulandia.com/book/flores-en-las-grietas/">https://www.lectulandia.com/book/flores-en-las-grietas/</a></b><br />
<b><span style="color: red;">Link de descarga del libro de Richard Yates:</span></b><br />
<b><span style="color: red;"><a href="https://www.lectulandia.com/book/via-revolucionaria/">https://www.lectulandia.com/book/via-revolucionaria/</a></span></b><br />
<br />Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-79290377684688126382017-11-10T11:40:00.001-03:002017-11-10T11:41:08.424-03:00SOBRE LA IDENTIDAD<span class="fullpost"> </span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-d7kkeD0-yJw/WgW52mVFNwI/AAAAAAAAbVI/2xWifNm29J0gakrhA-jvPQ2vsp19sMPJQCLcBGAs/s1600/zygmunt-bauman.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="669" data-original-width="998" height="428" src="https://4.bp.blogspot.com/-d7kkeD0-yJw/WgW52mVFNwI/AAAAAAAAbVI/2xWifNm29J0gakrhA-jvPQ2vsp19sMPJQCLcBGAs/s640/zygmunt-bauman.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b><span style="font-size: large;">Zygmunt Bauman *</span></b><br />
<br />
Hay dos razones obvias para este nuevo florecimiento de reivindicaciones de autonomía o de independencia, erróneamente llamadas “resurgimiento del nacionalismo” o resurrección / renacimiento de naciones. <br />
<br />
Una razón es el ferviente y desesperado, aunque desnortado, intento de encontrar protección de los aires globalizadores (a veces tan helantes y otras tan abrasadores) que los muros que se derrumban del Estado-nación ya no proporcionan. <br />
<br />
Otra es el replanteamiento del pacto tradicional entre nación y Estado, que sólo se pretende en una época de Estados debilitados que tienen cada vez menos ventajas que ofrecer a cambio de la lealtad exigida en nombre de la solidaridad nacional. <br />
<br />
Ambas razones aluden a la erosión de la soberanía estatal como factor principal. Los movimientos de los que hablamos expresan el deseo de reajustar la estrategia recibida de persecución colectiva de intereses, que intentan crear apuestas y actores nuevos en el juego de poder. <br />
<br />
Podemos (y deberíamos) ver con malos ojos el celo separatista de dichos movimientos, podemos condenar los odios tribales que siembran y lamentar los amargos frutos de dicha siembra, pero a duras penas podemos acusarles de irracionalidad o despacharlos sencillamente como pataleta atávica. Si lo hacemos, nos arriesgamos a confundir lo que necesita explicarse por la explicación misma.<br />
<br />
Los escoceses “volvieron a descubrir” su nacionalidad, con fervor patriótico incluido, cuando el Gobierno de Londres comenzó a embolsarse los beneficios de las ventas de licencias para perforar en busca de petróleo junto a las costas de Escocia (este nacionalismo renacido comenzó a perder muchos de sus patriotas recién reclutados una vez que comenzó a asomar el fondo por debajo de las plataformas petrolíferas del Mar del Norte). <br />
<br />
Cuando el control del Gobierno en Roma comenzó a debilitarse y se vieron venir las ventajas escasas de la lealtad al Estado compartido, la gente del acaudalado norte de Italia se preguntaba por qué se debería sacar año tras año a los pobres desventurados y holgazanes calabreses o sicilianos de la miseria a costa de los “norteños”, a lo que siguió de inmediato la puesta en cuestión de la identidad nacional italiana común.<br />
<br />
Con los primeros signos de la desaparición inminente del Estado yugoslavo, los eficientes y acaudalados eslovenos se preguntaron por qué tenían que desviar su riqueza a las partes menos afortunadas de la alianza eslava, yendo a parar en primer lugar a manos de los burócratas de Belgrado. <br />
<br />
Recordemos también que fue Helmut Kohl, el canciller alemán, quien primero expresó la opinión de que Eslovenia merecía un Estado independiente por ser étnicamente homogénea, cosa que pudo ser la chispa que prendió el polvorín balcánico de etnias, lenguas, religiones y alfabetos en un frenesí de limpieza étnica.<br />
<br />
La tragedia que siguió es bien conocida. Pero las supuestas “ofensivas atávicas” no brotaron de las oscuras profundidades del inconsciente, donde habían invernado desde tiempo inmemorial a la espera de que llegara el momento del despertar. <br />
<br />
Tuvieron que ser laboriosamente construidas, predisponiendo astutamente a vecino contra vecino, a un pariente contra otro, y transformando a todo el que estuviera destinado a formar parte de la comunidad proyectada en cómplice activo del crimen o en cómplice encubridor. <br />
<br />
Matar a los vecinos de al lado, la violación, la bestialidad, el asesinato de los indefensos, rompiendo uno a uno todos los tabúes más sagrados y haciéndolo a la vista de todos, con luces y taquígrafos, constituía de hecho un acto de creación de comunidad: invocando a una comunidad que se mantiene unida por el recuerdo de la fechoría original; una comunidad que podía estar razonablemente segura de su supervivencia al convertirse en el único escudo protector de los perpetradores de ser declarados criminales en lugar de héroes, de ser llevados a juicio y castigados. <br />
<br />
Pero en primer lugar: ¿por qué la gente obedece a esas llamadas a las armas? ¿Por qué los vecinos se vuelven contra los vecinos?<br />
<br />
El viraje y el hundimiento espectaculares del Estado que servía de marco para que se llevaran a cabo de forma rutinaria las relaciones vecinales fue, sin duda, una experiencia traumática, una buena razón para temer por la seguridad de uno. Entre las ruinas del marco supervisado por el Estado creció y se asilvestró la mala hierba de la ansiedad. <br />
<br />
Le siguió una auténtica “crisis social”, y, como explica René Girard, en un estado de crisis social, “la gente culpa inevitablemente a la sociedad como conjunto (cosa que no cuesta nada), o a otra gente que parece especialmente dañina por razones fácilmente identificables”. <br />
<br />
En un estado de crisis social, los individuos aterrorizados se apiñan y se convierten en multitud, y “la multitud busca acción por definición pero no puede influir en las causas naturales (de la crisis). Por tanto, busca una causa accesible que mitigue su apetito de violencia”. <br />
<br />
Lo demás es bastante confuso, pero fácil de entender y de llevar a cabo: “para culpar a las víctimas de la pérdida de rasgos distintivos provocadas por la crisis, se les acusa de crímenes que eliminan dichos rasgos distintivos. Pero en realidad se les identifica como víctimas susceptibles de persecución porque llevan el letrero de víctimas”.<br />
<br />
Cuando el mundo conocido salta en pedazos, uno de los efectos más inquietantes y desalentadores es la pila de escombros que tapan los límites y la lluvia de basura y chatarra que destroza las señales. No se temía ni odiaba a los aspirantes a víctimas por ser diferentes, sino por no ser lo bastante diferentes y mezclarse con demasiada facilidad con la multitud. <br />
<br />
Se requiere de la violencia para hacer que sean espectacular, inconfundible y descaradamente diferentes. Así, destruyéndolos, uno podía eliminar con un poco de suerte el agente contaminante que difuminaba los rasgos distintivos, recreando así un mundo ordenado en el que todos sepan quiénes son y donde las identidades ya no sean frágiles, inciertas ni precarias. <br />
<br />
Así, fiel al modelo moderno, aquí toda destrucción es una destrucción creativa: una guerra santa del orden contra el caos, una acción con propósito, una labor de construcción ordenada…<br />
<br />
Que nadie se llame a engaño: la crisis social causada por la pérdida de los medios convencionales de protección colectiva efectiva no es una especialidad balcánica. Con diferentes grados de virulencia y de condensación se experimenta por todo nuestro planeta, que se globaliza a paso de gigante. <br />
<br />
Sus consecuencias en los Balcanes podrían haber sido inusitadamente enormes, pero mecanismos parecidos están en funcionamiento en cualquier otra parte. Tal vez las cosas no vayan tan lejos como en los Balcanes y se pueda amortiguar el drama, a veces incluso inaudible, pero deseos y urgencias compulsivas parecidos empujan a la acción a la gente en cuanto se perciben los efectos mortalmente perturbadores de la crisis social.<br />
<br />
La meta que se codicia de forma más febril y extendida es excavar trincheras profundas y, a poder ser, infranqueables entre el “dentro” de una localidad territorial o categorial y el “afuera”. <br />
<br />
Afuera: tempestades, huracanes, ventiscas de nieve, emboscadas en la carretera y peligros por todas partes. Dentro: lo acogedor, calor, chez soi, seguridad, estar a salvo. Como para hacer que todo el planeta sea seguro (de modo que ya no necesitemos separarnos del “afuera” poco hospitalario) carecemos (o, al menos, creemos que carecemos) de herramientas adecuadas y de materias primas, delimitemos, rodeemos de una valla y fortifiquemos una parcela que sea claramente nuestra y de nadie más, una parcela en cuyo interior podamos sentir que somos los únicos e indiscutibles dueños. <br />
<br />
El Estado ya no puede alegar que tiene poder suficiente para proteger su territorio y a sus residentes. Así que la tarea que el Estado ha abandonado y tirado está en el suelo, esperando a que alguien la recoja. Cosa que no implica (en contra de una opinión muy extendida) un renacimiento, ni siquiera una venganza póstuma del nacionalismo, sino una vana aunque desesperada búsqueda de soluciones locales sustitutorias a problemas generados globalmente, en una situación en la que ya no se puede contar con la ayuda en esta materia de los organismos regidos por el Estado.<br />
<br />
La distinción entre el artificio republicano de consenso de ciudadanía y la pertenencia/filiación/asociacionismo “natural” se remonta tan atrás como a la querelle de los siglos XVIII y XIX entre los filósofos franceses de la Ilustración y los románticos alemanes (Herder, Fitche: teóricos del Volk y del Volkgeist), que precede e invalida todas las distinciones e identidades artificiales que se pueden legislar en la convivencia humana. <br />
<br />
Esos dos conceptos de nacionalidad adquirieron forma canónica en la oposición entre Staatnation y Kulturnation formulada por Friedrich Meinecke (1907). Geneviève Zubrzycki resumió su estudio de las definiciones al uso en los debates científico-sociales y políticos contemporáneos, contraponiendo los modelos/interpretaciones “étnicos” y “cívicos” del fenómeno de nacionalidad:<br />
<br />
“Según el modelo cívico de nacionalidad, la identidad nacional es puramente política; no es otra cosa que la elección individual de pertenecer a una comunidad basada en la asociación de individuos con ideas afines. Por el contrario, la versión étnica sostiene que la identidad nacional es puramente cultural. La identidad se proporciona con el nacimiento, se impone al individuo”.<br />
<br />
La oposición se da, en resumidas cuentas, entre pertenecer por asignación primordial o por elección. En términos prácticos, entre un hecho en bruto que precede a los pensamientos y elecciones de los individuos humanos (un hecho que, según el modelo de rasgos determinados y genéticamente heredados del cuerpo humano, se puede desmentir, armar o, por el contrario, ocultar pero que jamás se puede obviar ni “deshacer” de forma realista), y una asamblea de la que, como club de asociación voluntaria, se puede formar parte y a la que se puede dejar a discreción y cuya forma, carácter y procedimiento están constantemente abiertos a la deliberación y nueva negociación por parte de sus miembros.<br />
<br />
Recordemos las palabras de Stuart Hall: “Como la diversidad cultural es, cada vez más, el destino del mundo moderno, y el absolutismo étnico un rasgo regresivo de la última modernidad, ahora el peligro mayor proviene de las formas de identidad cultural y nacional —nuevas y viejas— que intentan afianzar esa su identidad adoptando modalidades cerradas de cultura y de comunidad y negándose a comprometerse… con los peliagudos problemas que provoca intentar vivir en la diferencia”. Intentemos, en la medida de lo posible, esquivar semejante peligro.<br />
<br />
<b>* La conferencia completa se puede descargar aquí:</b><br />
<a href="https://www.lectulandia.com/book/identidad/"><b>https://www.lectulandia.com/book/identidad/</b></a>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-65408445572431461302017-11-01T22:09:00.000-03:002017-11-01T22:09:31.799-03:00LA ENTREVISTA DE H.G. WELLS A STALIN DE 1934<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-WecDZ_3gVg4/Wfpuh873V4I/AAAAAAAAbKg/JTjKhc4Eec0mQkrFWYgN0uSZs9KjIb9vQCLcBGAs/s1600/stalinewells-002.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="754" data-original-width="1209" height="398" src="https://3.bp.blogspot.com/-WecDZ_3gVg4/Wfpuh873V4I/AAAAAAAAbKg/JTjKhc4Eec0mQkrFWYgN0uSZs9KjIb9vQCLcBGAs/s640/stalinewells-002.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b><a href="http://www.elviejotopo.com/" target="_blank">(El Viejo Topo)</a></b><br />
<br />
<br />
<b>— Le estoy muy agradecido, Sr. Stalin, por darme la oportunidad de conversar con Ud. Hace poco estuve en los Estados Unidos. Tuve una larga entrevista con el presidente Roosevelt, y en ella traté de averiguar cuáles eran sus principales ideas. Ahora le pregunto ¿qué está haciendo usted para cambiar el mundo?</b><br />
<b>—</b> No mucho.<br />
<br />
<b>—Viajo por el mundo como un hombre corriente, y como hombre corriente observo lo que sucede a mi alrededor.</b><br />
—Hombres de la vida pública de su importancia, no son “gente corriente”. Naturalmente, solo la historia pronuncia el juicio definitivo acerca de la importancia que tal o cual hombre haya tenido efectivamente; pero en todo caso, Ud. no contempla el mundo con los ojos del “hombre corriente”. <br />
<br />
<b>—No finjo modestia. Lo que quiero decir es, que trato de ver el mundo con los ojos del hombre corriente, y no con los de un político de partido o de un alto funcionario de administración. Mi visita a los Estado Unidos me ha proporcionado más de un estímulo para nuevas reflexiones. El viejo mundo financiero allí se está derrumbando; la vida económica del país va siendo reorganizada según nuevos principios. Lenin dijo: “Debemos aprender a manejar nuestros asuntos, debemos aprender de los capitalistas”. Hoy, los capitalistas deben aprender de ustedes, y asimilar el espíritu del socialismo. Me parece que los Estados Unidos se encuentran en un profundo proceso de reorganización, está naciendo una economía planificada, una economía socialista. Ud. y Roosevelt parten de posiciones diferentes. ¿Pero acaso no existen, a pesar de eso, puntos de contacto entre lo que se piensa en Washington y lo que se piensa en Moscú? ¿No existe un cierto parentesco entre las respectivas ideas y necesidades? Las mismas cosas me llamaron la atención tanto en Washington como ahora aquí: se constituyen oficinas, se crea una serie de nuevos órganos reguladores del Estado, se organiza el servicio estatal que hace tiempo hacía falta. Lo que se necesita tanto allí como aquí es la posibilidad de intervenir con medidas en la buena dirección.</b><br />
—Los Estados Unidos persiguen un fin diferente al nuestro en la URSS. El fin que persiguen los Estados Unidos se ha dado como resultado de los problemas económicos, de la crisis económica. Los americanos quieren encontrar una salida a la crisis, con medidas del capitalismo privado, sin cambiar la base económica. Intentan limitar a un mínimo el daño, las pérdidas que resultan del sistema económico actual. Con nosotros, en cambio, la vieja base económica ha sido, como Ud. sabe, destruida, y en su lugar fue creada una base económica nueva, completamente diferente. Aunque los americanos, a los que alude, alcanzaran su meta en parte, es decir, si lograsen limitar las pérdidas a un mínimo, no eliminarían las raíces de la anarquía inherente al sistema capitalista. Protegen el sistema económico que origina, forzosa e inevitablemente, anarquía de la producción. Para ellos no se trata, por lo tanto, de una reorganización de la sociedad, de abolir el viejo sistema social del cual nacen la anarquía y las crisis, sino, a lo sumo, de restringir determinadas desventajas, de restringir determinados abusos. Subjetivamente, los americanos tal vez tengan la opinión de estar reorganizando la sociedad; pero objetivamente protegen la base actual de la sociedad.<br />
Por eso, objetivamente no habrá ninguna reorganización de la sociedad. Y tampoco una economía planificada. ¿Qué es la economía planificada? ¡Veamos algunas de sus cualidades! La economía planificada tiene como meta abolir la desocupación. Supongamos que manteniendo el sistema capitalista fuese posible limitar la desocupación a un cierto mínimo. Con seguridad, ningún capitalista aprobaría la eliminación total del desempleo, la abolición del ejército de reserva de desocupados que está destinado a ejercer presión sobre el mercado de trabajo y constituye una garantía de mano de obra barata. Ahí tiene Ud. una de las contradicciones de la “economía planificada” de la sociedad burguesa. ¡Sigamos! Economía planificada significa impulsar la producción en aquellas ramas industriales cuyos bienes son de especial importancia para la masa del pueblo. Pero Ud. sabe que, en el capitalismo, la ampliación de la producción se lleva a cabo de acuerdo a reglas totalmente diferentes, que el capital afluye a aquellos sectores económicos en los que el beneficio sea mayor. Nunca podrá Ud. inducir a un capitalista a que se inflinja pérdidas a sí mismo, y a que se contente con un cobro de utilidades más bajo, para satisfacer las necesidades del pueblo. Sin que desaparezcan los capitalistas, sin que sea abolido el principio de la propiedad privada de los medios de producción, es imposible edificar una economía planificada.<br />
<br />
<b>—Estoy de acuerdo con Ud. en muchos sentidos. Pero quisiera remarcar que, al decidirse un país entero por el principio de la economía planificada, al comenzar el gobierno lentamente, paso a paso, a imponer ese principio consecuentemente, al final habrá desaparecido la oligarquía financiera, y se habrá alcanzado el socialismo, en el sentido anglosajón de la palabra. El efecto que parte de las ideas “New-Deal” de Roosevelt es extraordinariamente fuerte, para mí esas ideas son socialistas. Me parece que en vez de acentuar el contraste entre ambos mundos deberíamos aspirar a encontrar un lenguaje común para todas las fuerzas constructivas.</b><br />
—Al hablar de la imposibilidad de realizar los principios de la economía planificada, manteniendo al mismo tiempo la base económica del capitalismo, no quiero, en lo más mínimo, rebajar las excepcionales facultades personales de Roosevelt, su iniciativa, su valor y su fuerza para decidir. Indudablemente, Roosevelt es, entre todos los líderes del mundo capitalista de hoy, uno de los personajes más vigorosos y sobresalientes. Por eso quisiera volver a poner el acento, una vez más, en que mi convicción acerca de la imposibilidad de la economía planificada bajo condiciones capitalistas no significa que ponga en duda las facultades personales, el talento y el valor del presidente Roosevelt. Pero si las circunstancias no lo permiten, ni siquiera el líder más dotado de clarividencia puede alcanzar el objetivo del cual Ud. habla. En un sentido puramente teórico, por supuesto no queda excluida la posibilidad de acercarse, bajo las condiciones del capitalismo, paulatina y gradualmente a la meta que Ud. llama “socialismo en el sentido anglosajón de la palabra”. Pero ¿qué clase de socialismo será ese? A lo sumo refrenaría a los representantes individuales más desvergonzados del capital y aplicaría el principio de la intervención en la economía nacional en un campo algo más amplio. Todo está muy bien. Pero tan pronto Roosevelt, o cualquier otro líder del mundo burgués de hoy, quiera ir más allá, y quiera seriamente atacar las bases del capitalismo, irremediablemente experimentará un rotundo fracaso. Los bancos, la industria, las grandes empresas, las grandes grajas agrícolas no le pertenecen a Roosevelt. Sin excepción son propiedad privada.<br />
El ferrocarril, la flota mercante, todo esto está en manos de propietarios privados. Y, finalmente, aún el ejército de obreros cualificados, de ingenieros, de técnicos no está bajo el mando de Roosevelt, sino bajo el mando de propietarios privados: toda esta gente, sin excepción, trabaja para propietarios privados. Tampoco nos debemos olvidar de la función del Estado en el mundo burgués. El Estado es una institución que organiza la defensa del país y mantiene el “orden”; es una máquina para la recaudación de impuestos. El Estado capitalista no tiene mucho que ver con la economía en el sentido propio de la palabra; esta no se encuentra en manos del Estado. Al contrario, el Estado está en manos de la economía capitalista. Justamente por eso, Roosevelt, a pesar de toda su energía, me temo que no logrará el fin señalado por Ud., siempre suponiendo que esté, efectivamente, persiguiendo tal fin. Tal vez sea posible dentro de algunas generaciones aproximarse un poco más a esa meta; personalmente, sin embargo, creo que ni siquiera eso es muy probable.<br />
<br />
<b>—Quizá esté yo más convencido de una interpretación económica de la política que Ud. Los inventos y la ciencia moderna han producido poderosas fuerzas que impulsan hacia una mejor organización, un mejor funcionamiento de la sociedad, es decir, al socialismo. Organización y regulación de la actividad individual se han convertido, por encima de toda teoría social, en necesidades mecánicas. Si empezamos por el control estatal de los bancos y, en un segundo paso, ampliamos el control hasta incluir la industria pesada, luego la industria entera, el comercio, etc., entonces este control, que lo abarca todo, equivaldrá a la propiedad estatal de todas las ramas de la economía nacional. Este será el proceso de socialización. Socialismo e individualismo no son contrarios como blanco y negro. Hay muchas gradaciones. Existe un individualismo que raya en el bandolerismo, y existen una disciplina y una organización que son equivalentes al socialismo. La introducción de la economía planificada depende, en gran parte, de los organizadores de la economía, de la inteligencia técnica bien formada, que poco a poco puede ser ganada para los principios de organización socialista. Esto es lo que importa. Pues organización viene antes que socialismo. Es el factor más importante. Sin organización, la idea del socialismo queda siendo una simple idea.</b><br />
—Entre el individuo y el colectivo, entre los intereses del individuo y los de la comunidad, no existen antagonismos incompatibles, o por lo menos no deberían existir. No deberían existir, ya que el colectivismo, el socialismo, no niega los intereses individuales, sino que, al contrario, los une con los intereses del colectivo. El socialismo no puede separarse de los intereses individuales. Solo la sociedad socialista puede satisfacer al máximo estos intereses personales. Más aún: Solo la sociedad socialista puede intervenir con decisión a favor de los intereses del individuo. En este sentido, no existen antagonismos incompatibles entre “individualismo” y socialismo. Pero ¿podemos negar los antagonismos entre las clases, entre la clase poseedora, la clase de los capitalistas, y la clase trabajadora, el proletariado? De un lado tenemos la clase poseedora, a la cual le pertenecen los bancos, las fábricas, las minas, los medios de transporte, las plantaciones en las colonias. Esa gente no ve más que su propio interés: quiere lucros. No se somete a la voluntad del colectivo; intenta subordinar todo lo colectivo a su voluntad. Por otro lado, tenemos la clase de los pobres, la clase explotada, a la cual no le pertenecen ni fábricas, ni empresas, ni bancos, que para poder vivir está forzada a vender su fuerza de trabajo a los capitalistas, y que carece de la posibilidad de satisfacer sus necesidades más elementales. ¿Cómo armonizar intereses y aspiraciones tan contrarios? A mi parecer Roosevelt no logró encontrar el camino hacia la reconciliación de estos intereses. Eso es también imposible, como lo demuestra la experiencia. Por supuesto Ud. conoce la situación en los Estados Unidos mejor que yo, pues nunca he estado allí y me informo acerca de las condiciones americanas principalmente por medio de la literatura. Pero tengo alguna experiencia en la lucha por el socialismo, y esta experiencia me dice que Roosevelt, si realmente tratara de servir a los intereses de la clase obrera a costa de la clase capitalista, sería sustituido por otro presidente por la acción de esa clase capitalista. Los capitalistas dirán: los presidentes van y vienen, mas nosotros no nos vamos, si tal o cual presidente no representa nuestros intereses, nos buscaremos otros. ¿Qué puede, a fin de cuentas, oponer el presidente a la voluntad de la clase capitalista?<br />
<br />
<b>—Me opongo a esa simplificada subdivisión de la humanidad en pobres y ricos. Desde luego que existe una categoría de gente que solo persigue afanosamente el lucro propio. Pero ¿acaso no se ve a esta gente como a una plaga, en el oeste tanto como aquí? ¿No existe mucha gente en el oeste para la cual el beneficio no es ninguna meta en sí, que dispone de ciertos medios financieros, que quiere invertir y costear el sustento de estas inversiones, sin que vean en esto su meta principal? Ven en las inversiones una necesidad desagradable. ¿Acaso no existen muchos ingenieros capaces, que cumplen con su deber, organizadores de la economía, que encuentran el acicate para su actividad en otra cosa que no sea el lucro? A mi parecer existe una clase numéricamente fuerte de gente capacitada, que admite que el sistema actual es insatisfactorio, y que jugará un papel importante en la sociedad capitalista del futuro. Durante los últimos años he pugnado mucho, he pensado mucho acerca de la necesidad de hacer propaganda por el socialismo y el cosmopolitismo en amplios círculos de ingenieros, pilotos, de los empleados técnico-militares. Carece de sentido querer acercarse a esos círculos con la propaganda de una simple lucha de clases. Esa gente comprende en qué estado se encuentra el mundo. Comprende que es un maldito caos, pero el simple antagonismo de la lucha de clases suya lo toma como algo disparatado.</b><br />
—Ud. se opone a la subdivisión simplificada de la humanidad en pobres y ricos. Naturalmente, existe una capa media; existe la inteligencia técnica a la que se refirió, y existen personas muy buenas y muy honestas en ella. También existen, en ella, personas deshonestas y malas. Generalmente uno encuentra aquí todo tipo de gente. Pero antes que nada la humanidad se divide en pobres y ricos, en poseedores y explotados, y apartar la vista de esta división significa apartar la vista del hecho fundamental. Yo no niego la existencia de capas medias, intermedias, que se puedan poner del lado de una, o de otra de las dos clases combatientes, o que se mantengan en una posición neutral en esta lucha. Pero repito, apartar la vista de esta división fundamental de la sociedad, o de la lucha fundamental entre las dos clases principales significa cerrar los ojos ante los hechos. Esta lucha se está librando y se seguirá librando. Cómo termine la lucha depende del proletariado, de la clase obrera.<br />
<br />
<b>—Pero, ¿no existe mucha gente que no es pobre, y sin embargo trabaja, trabaja productivamente?</b><br />
—Naturalmente que hay pequeños propietarios de tierra, artesanos, pequeños comerciantes; pero el destino de un país no depende de esa gente, sino de las masas trabajadoras que producen todo aquello que la sociedad necesita.<br />
<br />
<b>—Pero tendrá que reconocer que existen géneros de capitalistas que difieren mucho entre sí. Hay capitalistas que solo piensan en el lucro, solo piensan en hacerse ricos; pero también hay quienes están dispuestos a hacer sacrificios. Tome por ejemplo al viejo Morgan. Solo pensaba en el lucro; era sencillamente un parásito de la sociedad; solo acumulaba posesiones. Pero tome a Rockefeller. Era un organizador brillante; ha demostrado de manera ejemplar cómo se debe organizar la explotación del petróleo. O tome a Ford. Desde luego que Ford busca el beneficio propio. ¿Pero no es también un organizador apasionado de la racionalización en la producción, del cual Ud. aprende? Quiero señalar que en los últimos tiempos se ha producido un cambio importante en la actitud de los países de habla inglesa con respecto a la URSS. La causa de esto hay que buscarla en la posición de Japón y en los acontecimientos en Alemania. Pero al lado de eso existen otras razones que no tienen su origen en la política internacional. Existe una causa más profunda, y está, justamente, en que mucha gente se va dando cuenta de que el sistema basado en el lucro privado se está derrumbando. Bajo estas circunstancias me parece que no debemos poner el antagonismo entre ambos mundos en primer plano, sino que nos deberíamos esforzar por unificar todas las corrientes constructivas, todas las fuerzas constructivas, en la medida de lo posible, en una línea. Tengo la impresión de que mi posición es más izquierdista que la suya, Sr. Stalin, creo que el viejo sistema está más cercano a su fin de lo que Ud. cree.</b><br />
—Al hablar de capitalistas, que solo buscan el lucro, solo buscan la riqueza, no estoy queriendo decir que esa gente no tenga ningún valor y que no sirva para nada más. Muchos de ellos disponen, sin duda, de grandes capacidades organizativas, que no pretendería negar ni en sueños. No es poco lo que los hombres de la Unión Soviética aprendemos de los capitalistas. Y Morgan, al cual caracteriza de modo tan desventajoso, fue indudablemente, un organizador bueno y capaz. Pero si habla de gente resuelta a crear un mundo nuevo, por cierto que no la encontrará en las filas de aquellos que sirven fielmente a la causa del lucro. Nosotros y ellos estamos en dos polos opuestos. Ud. ha mencionado a Ford. Desde luego que es un organizador capaz de la producción. ¿Pero no conoce su actitud para con la clase obrera? ¿No sabe a cuántos obreros lanza a la calle? El capitalista está encadenado al lucro, y ningún poder del mundo lo puede arrancar de allí. El capitalismo no es eliminado por los organizadores de la producción, por la inteligencia técnica, sino por la clase obrera, porque las capas que mencionamos no tienen un papel autónomo. El ingeniero, el organizador de la producción, no trabaja como él quiere, sino como debe, trabaja de una manera que sirve a los intereses de su patrón. Desde luego que hay excepciones; hay hombres en esa capa que han despertado del delirio capitalista. En determinadas condiciones, la inteligencia técnica puede lograr milagros y prestar grandes servicios a la humanidad. Pero también puede causar grandes daños. No es poca la experiencia que tenemos los hombres de la Unión Soviética con la inteligencia técnica. Después de la Revolución de Octubre, una determinada parte de la inteligencia técnica se negó a colaborar en la construcción de la nueva sociedad; se resistía a este trabajo de construcción y lo saboteaba. Hicimos todo lo que pudimos para integrar a la intelectualidad técnica a este trabajo constructivo; lo intentamos de una manera y de otra. Pasó mucho tiempo antes de que nuestros intelectuales preparados se encontraran dispuestos a apoyar activamente al nuevo sistema. Hoy, lo mejor de esta intelectualidad técnica está en la línea más avanzada de aquellos que construyen la sociedad socialista. Partiendo de estas experiencias, estamos muy lejos de subestimar tanto los buenos como los malos aspectos de esta intelectualidad; sabemos que, de un lado, puede causar daño, del otro, puede lograr “milagros”. Naturalmente, las cosas serían diferentes si fuese posible arrancar a la intelectualidad, de un solo golpe, del mundo capitalista. Pero eso es utópico. ¿Hay entre la intelectualidad técnica muchos que osarían romper con el mundo burgués e intervenir a favor de la edificación de una nueva sociedad? ¿Cree Ud. que haya mucha gente de ese tipo, digamos, en Inglaterra o en Francia? No, son solo pocos los que estarían dispuestos a separarse de sus patronos y empezar con la construcción de un nuevo mundo. Además, ¿podemos ignorar el hecho de que, para cambiar el mundo, se tiene que estar en posesión del poder político? Me parece, Sr. Wells, que subestima mucho la cuestión del poder político, que en esta pregunta, en su concepción, no está considerada en absoluto. ¿Qué puede hacer esa gente, aún con las mejores intenciones del mundo, si no está en condiciones de plantearse la pregunta del poder, y no está, ella misma, en posesión del poder? En el mejor de los casos puede apoyar a la clase que tome el poder, pero no puede cambiar el mundo por sus propios medios. Eso solo lo puede hacer una clase mayoritaria, que se pone en el lugar de la clase capitalista, y se convierte, en vez de ésta, en dirigente. Esta clase, es la clase obrera. Desde luego que hay que aceptar la ayuda de la intelectualidad técnica; y, en sentido inverso, hay que ayudarla a ella. Pero no se debe creer que la intelectualidad técnica es capaz de jugar un papel histórico autónomo. La transformación del mundo es un proceso grande, complicado y penoso. Esta gran tarea exige una gran clase. Solo grandes barcos emprenden largos viajes.<br />
<br />
<b>—Sí, pero para emprender un viaje largo se necesita un capitán y un timonel.</b><br />
—Eso es correcto, pero lo primero que se necesita para un viaje largo es un barco grande. ¿Qué es un timonel sin barco? Nada.<br />
<br />
<b>—El barco grande es la humanidad, no una clase.</b><br />
—Ud., Sr. Wells, por lo visto parte de la suposición de que todos los hombres son buenos. Yo, sin embargo, no olvido que también existen muchos hombres malos. No creo en la virtud de la burguesía.<br />
<br />
<b>—Recuerdo la situación de la intelectualidad hace algunas décadas. En aquel entonces, la intelectualidad técnica era numéricamente pequeña, pero había mucho que hacer, y cada ingeniero tenía, técnica e intelectualmente, su oportunidad. Por eso, la intelectualidad técnica era la clase menos revolucionaria. Hoy, mientras tanto, hay intelectuales técnicos de sobra, y su mentalidad ha cambiado muy marcadamente. El hombre con formación profesional, que antes jamás habría prestado atención a discursos revolucionarios, ahora se interesa mucho por ellos. Recientemente estuve en una cena de la Royal Society, nuestra gran sociedad científica inglesa. El discurso del presidente fue una intervención en defensa de la planificación social y del control científico. Hoy, el hombre que está al frente de la Royal Society sostiene ideas revolucionarias e insiste en una reorganización científica de la sociedad humana. Su propaganda de guerra de clases no ha podido adaptarse al paso de este desarrollo. El pensar humano cambia.</b><br />
—Ya lo sé, sí, y la explicación a esto hay que buscarla en el hecho de encontrarse la sociedad capitalista en un callejón sin salida. Los capitalistas buscan un camino que los conduzca fuera de este callejón sin salida, que sea compatible con el prestigio de esta clase, con los intereses de esta clase, pero no lo encuentran. Podrán salirse un corto trecho fuera de la crisis, gateando con pies y manos en el suelo, pero no pueden encontrar un camino que les posibilite salir con la cabeza erguida, un camino que no atente fundamentalmente contra los intereses del capitalismo. Esto se comprende, naturalmente, en amplios círculos de la intelectualidad técnica. Una gran parte de esos hombres empieza a comprender los intereses comunes con la clase que es capaz de mostrar una escapatoria al callejón sin salida.<br />
<br />
<b>—Si hay alguien que entienda algo de la revolución, del lado práctico de la revolución, es Ud., Sr. Stalin. ¿Acaso se han sublevado alguna vez las masas? ¿No es una verdad innegable, que todas las revoluciones son hechas por una minoría?</b><br />
—Para hacer una revolución es menester una minoría revolucionaria dirigente; pero la minoría más capacitada, más abnegada y más enérgica quedaría desvalida si no pudiese basarse en el apoyo, por lo menos pasivo, de millones.<br />
<br />
<b>—¿Por lo menos pasivo? ¿Tal vez subconsciente?</b><br />
—En parte también el apoyo semi instintivo, y semi inconsciente, pero sin el apoyo de millones aún la mejor minoría sería impotente.<br />
<br />
<b>—Al observar la propaganda comunista en el oeste, tengo la impresión de que esa propaganda, en vista de la situación actual, suena muy atrasada, pues es propaganda para la insurrección. La propaganda a favor del derrocamiento del sistema social por la violencia fue buena y justa cuando iba dirigida contra una tiranía. Pero en las condiciones actuales, derrumbándose solo el sistema, se debería de atribuir importancia al rendimiento, a la eficacia, a la productividad, y no a la sublevación. Yo encuentro que el tono de sublevación es un tono falso. La propaganda comunista en el oeste es una contrariedad para los hombres de mentalidad constructiva.</b><br />
—Naturalmente, el viejo sistema se derrumba y se pudre. De acuerdo. Pero también estará de acuerdo en que se están haciendo nuevos esfuerzos para, con otros métodos, con todos los medios, proteger este sistema moribundo, y salvarlo. Ud. saca una conclusión errónea de una premisa correcta. Con razón afirma que el viejo mundo se derrumba. Pero se equivoca si cree que se derrumba por sí solo. No, la sustitución de un sistema social por otro es un proceso revolucionario, largo y penoso. No es un simple proceso espontáneo, sino una lucha: es un proceso que se lleva a cabo con el choque de clases. El capitalismo se pudre, pero no se le puede comparar sencillamente con un árbol que esté tan corrompido que vaya a caer a tierra por sí solo. No, la revolución, el relevo de un sistema por otro, ha sido siempre una lucha, una lucha penosa y cruel, una lucha de vida o muerte. Y cada vez que los hombres del mundo nuevo llegaron al poder, tuvieron que defenderse de los intentos por parte del mundo viejo de restaurar el viejo orden por la violencia; estos hombres del mundo nuevo siempre han tenido que estar en guardia, siempre dispuestos a rechazar los ataques del mundo viejo al nuevo sistema. Sí, tiene razón al decir que se derrumba el viejo sistema social; pero no se derrumba por sí mismo. Tome por ejemplo el fascismo. El fascismo es una fuerza reaccionaria que, utilizando la violencia, intenta conservar el viejo mundo. ¿Qué quiere hacer con los fascistas? ¿Discutir con ellos? ¿Tratar de convencerlos? Pues así, con ellos, no se logra ni lo más mínimo. Los comunistas no glorifican, de ninguna manera, el empleo de la violencia. Pero ellos, los comunistas, no tienen la intención de dejarse sorprender, no se pueden fiar de que el viejo mundo salga del escenario voluntariamente, ven que el viejo sistema se defiende con la violencia y, por eso mismo, los comunistas le dicen a la clase obrera: ¡Contestad a la violencia con la violencia, haced todo lo que esté en vuestras fuerzas para impedir que os aplaste el viejo orden moribundo, no dejéis que os aten las manos, aquellas manos con las que derribaréis el viejo sistema! Dése cuenta, por tanto, que los comunistas no consideran la sustitución de un sistema social por otro simplemente como un proceso espontáneo y pacífico, sino como un proceso complicado, largo y violento. Los comunistas no pueden cerrar los ojos ante los hechos.<br />
<br />
<b>—Pero mire lo que está sucediendo en el mundo capitalista. Esto no es, simplemente, un colapso, es un estallido de violencia reaccionaria, que termina en el bandolerismo. Y a mi parecer, los socialistas pueden, cuando se da un conflicto con la violencia reaccionaria e inepta, acudir a la ley, y en vez de considerar a la policía como su enemigo, deberían apoyarla en su lucha contra los reaccionarios. Creo que carece de sentido operar con los métodos del viejo y rígido socialismo insurreccional.</b><br />
—Los comunistas se basan en ricas experiencias históricas; esas experiencias enseñan que una clase agotada no abandona el escenario voluntariamente. Piense en la historia de Inglaterra en el siglo XVII. ¿No decían muchos en aquel entonces que el viejo sistema social estaba podrido? Pero, a pesar de ello, ¿no fue necesario un Cromwell para anonadarlo por la fuerza?<br />
<br />
<b>—Cromwell actuaba sobre la base de la constitución, y en nombre del orden constitucional.</b><br />
—¡En nombre de la constitución ejerció violencia, hizo ejecutar al rey, disolvió el parlamento, hizo encarcelar o decapitar gente! O tome un ejemplo de la historia de mi país. ¿No estaba claro hace mucho que se pudría, que se desplomaba el sistema zarista? Pero ¿cuánta sangre tuvo que ser derramada aún, para abatirlo? ¿Y la Revolución de Octubre? ¿No hubo muchos que veían con toda claridad que solamente nosotros, los bolcheviques, señalábamos una salida? ¿No estaba claro que el capitalismo ruso estaba podrido? Pero Ud. sabe cuán fuerte fue la resistencia, cuánta sangre tuvo que ser derramada para defender la Revolución de Octubre contra todos sus enemigos, en el interior y en el extranjero. O tome a Francia a finales del siglo XVIII. Mucho tiempo antes de 1789 ya estaba claro cuán podrido estaba el poder del rey, cuán podrido estaba el sistema feudal. Sin embargo, aquello no pudo llevarse a cabo sin un levantamiento popular, un choque de clases. ¿Por qué? Porque aquellas clases que tienen que abandonar el escenario de la historia son las últimas en creer que su juego se ha acabado. Es imposible convencerlas de ello. Creen, que las grietas en la putrefacta estructura del viejo orden podrían ser remendadas, que la estructura tambaleante del viejo orden podría ser arreglada y salvada. Por eso mismo, las clases que están hundiéndose, acuden a las armas y se valen de cualquier medio para mantenerse como clase dominante.<br />
<br />
<b>—¿Pero acaso la Gran Revolución francesa no fue encabezada por algunos abogados?</b><br />
—Estoy lejos de querer menoscabar el papel de la inteligencia en movimientos revolucionarios: Pero ¿fue la Gran Revolución francesa una revolución de abogados, o una revolución del pueblo, que logró la victoria movilizando a amplias masas populares para la lucha contra el feudalismo, y defendiendo los intereses del Tercer Estado? ¿Y actuaron los abogados entre los dirigentes de la Gran Revolución francesa de acuerdo a las leyes del viejo orden? ¿No introdujeron un derecho nuevo, burgués-revolucionario? Ricas experiencias históricas enseñan que hasta hoy ninguna clase se ha retirado voluntariamente para hacerle lugar a otra. Esto, en la historia no tiene precedentes. Los comunistas han aprendido esta lección histórica. Los comunistas celebrarían que la burguesía se retirase voluntariamente. Pero tal giro de las cosas es, como sabemos por experiencia, improbable. Por eso, los comunistas están prevenidos para lo peor, y se dirigen a la clase obrera con el llamamiento de estar alerta y preparada para la lucha. ¿De qué vale un dirigente que adormece la vigilancia de su ejército, un dirigente que no comprende que el enemigo no va a capitular, que tiene que ser destruido? Quien, como dirigente, actúa de tal manera, engaña, traiciona a la clase obrera. Esta es la razón por la cual opino que aquello que a Ud. la parece atrasado, para la clase obrera es, en realidad, una norma para la actividad revolucionaria.<br />
<br />
<b>—No niego que sea necesario hacer uso de la violencia, pero sí es mi opinión que las formas de lucha deberían ser concertadas, como mejor se pueda, con las posibilidades que ofrecen las leyes existentes dignas de ser defendidas contra ataques reaccionarios. No hay ninguna necesidad de desorganizar el sistema viejo, ya que éste, tal como están las cosas, se va desorganizando por sí solo. Por eso, la sublevación contra el orden viejo, contra la ley, me parece anticuada y superada por el desarrollo. Estoy, dicho sea de paso, exagerando conscientemente, para que la verdad se haga visible de modo más claro. Puedo formular mi punto de vista de la siguiente manera: primero, estoy a favor del orden; segundo, ataco al sistema existente en tanto que no puede garantizar el orden; tercero, temo que la propaganda a favor de la guerra de clases vaya a alejar del socialismo justamente a aquellas personas cultas, que el socialismo necesita.</b><br />
—Si se quiere lograr un gran objetivo, un objetivo social importante, se precisa una fuerza central, un baluarte, una clase revolucionaria. En el siguiente paso es necesario organizar el apoyo de esta fuerza central por las fuerzas auxiliares; en este caso, la fuerza auxiliar es el Partido, al cual están afiliadas también las mejores fuerzas de la inteligencia. Ud. acaba de hablar de “personas cultas”. Pero ¿en qué personas cultas pensaba? En Inglaterra durante el siglo XVII, en Francia a fines del siglo XVIII, y en Rusia durante la época de la Revolución de Octubre, ¿no estaban muchas personas cultas del lado del viejo orden? El viejo orden tenía a su servicio a muchas personas sumamente cultas, que defendían el viejo orden, que combatían el nuevo orden. La cultura es un arma cuyo efecto depende de qué mano la haya forjado, de qué mano la dirija. Por supuesto, el proletariado necesita personas sumamente cultas. Ciertamente; los ingenuos no pueden ser de ninguna ayuda para el proletariado en su lucha por el socialismo, en la edificación de una nueva sociedad. No subestimo el rol de la inteligencia; al contrario, lo subrayo. Pero la pregunta es la siguiente: ¿de qué inteligencia estamos hablando? Porque hay diferentes tipos de inteligencia.<br />
<br />
<b>—No puede haber revolución sin cambios radicales en la enseñanza pública. Basta citar dos ejemplos: el ejemplo de la República alemana, que no tocó el viejo sistema educacional, y que por eso nunca se convirtió en República; y el ejemplo del Labour Party inglés, que no tiene la intención de insistir en una transformación radical de la instrucción pública.</b><br />
—Muy acertado. Permítame ahora responder a sus tres puntos. Primero: Lo más importante para la revolución es la existencia de un baluarte social. Tal baluarte social es la clase obrera. Segundo: se precisa de una fuerza auxiliar, aquello que los comunistas llaman Partido. Al Partido está afiliada la inteligencia obrera y aquellos elementos de la inteligencia técnica que están estrechamente ligados a la clase obrera. La inteligencia es fuerte solamente si se une con la clase obrera. Si se opone a la clase obrera, se convierte en una simple cifra. El nuevo poder político crea las nuevas leyes, el nuevo orden, el cual es un orden revolucionario. Yo no estoy a favor del orden sin más ni más. Yo estoy a favor de un orden que corresponda a los intereses de la clase obrera. Por supuesto, si algunas leyes del viejo orden pueden ser utilizadas en interés de la lucha por un orden nuevo, esto debería hacerse. No tengo objeciones contra su postulación de que el sistema actual debería ser atacado, en tanto que no puede garantizar el orden necesario para el pueblo. Y, finalmente, está equivocado si cree que los comunistas están enamorados de la violencia. Con todo gusto renunciarían a la aplicación de violencia si la clase dominante estuviera dispuesta a cederle su lugar a la clase obrera. Pero la experiencia histórica indica lo contrario de tal suposición.<br />
<br />
<b>—Aunque también es cierto que la historia de Inglaterra conoce un caso en que una clase le deja voluntariamente el poder a otra. En el periodo entre 1830 y 1870, la aristocracia, que en las postrimerías del siglo XVIII tuvo aún una influencia considerable, voluntariamente, sin lucha seria, le cedió el poder a la burguesía, lo cual fue una de las causas del sentimental mantenimiento de la monarquía. Después, esta transferencia del poder condujo a que erigiera su dominio la oligarquía financiera.</b><br />
—Pero Ud. ha pasado imperceptiblemente del asunto de la revolución al asunto de la reforma. Eso no es lo mismo. ¿No opina que el movimiento cartista tuvo un gran significado para las reformas en la Inglaterra del siglo XIX?<br />
<br />
<b>—Los cartistas poco hicieron, y desaparecieron sin dejar huella.</b><br />
—No comparto su opinión. Los cartistas y el movimiento huelguístico organizado por ellos tuvieron un papel importante; obligaron a las clases dominantes a una serie de concesiones con respecto al derecho de sufragio, con respecto a la abolición de los llamados “distritos electorales corrompidos”, con respecto a algunos puntos de la “Carta”. El cartismo jugó un rol histórico de no poca importancia y obligó a una parte de las clases dominantes, a menos que hubiesen querido sufrir continuas conmociones, a hacer ciertas concesiones, ciertas reformas. En general cabe decir que las clases dominantes de Inglaterra, tanto la aristocracia como la burguesía, han mostrado desde el punto de vista de sus intereses de clase, desde el punto de vista del afianzamiento de su poder, ser las más hábiles, las más flexibles en comparación con todas las otras clases dominantes. Tome, digamos, un ejemplo de la historia de nuestros días –la huelga general en Inglaterra, en el año 1926. En semejante acontecimiento, a saber, que el Consejo general de los sindicatos dé la orden de huelga, cualquier otra burguesía hubiese, en primer lugar, hecho detener a los dirigentes sindicales. No así la burguesía británica, que con ello actuó de manera absolutamente inteligente desde el punto de vista de sus propios intereses. No me imagino que la burguesía de los Estados Unidos, de Alemania o de Francia hubiesen aplicado una estrategia tan flexible. Para mantener su dominio, las clases dominantes de Gran Bretaña no han rehusado nunca hacer pequeñas concesiones, o reformas. Pero sería un error tomar estas reformas por revolucionarias.<br />
<br />
<b>—Ud. tiene una opinión más favorable de las clases dominantes de mi país que yo. Pero ¿existe gran diferencia entre una pequeña revolución y una gran reforma? ¿Acaso una reforma no es una pequeña revolución?</b><br />
—A consecuencia de la presión desde abajo, de la presión de las masas, la burguesía puede ocasionalmente, manteniendo el sistema socio-económico reinante, conceder determinadas reformas parciales. Al actuar así calcula que esas concesiones son necesarias para mantener su dominio de clase. Es pues, por este motivo, imposible caracterizar una reforma como revolución. Por ello no hemos de esperar ningún cambio de sistema social que se caracterice por ser una imperceptible transición de un sistema a otro, por la vía de reformas, a través de concesiones de la clase dominante.<br />
<br />
<b>—Le agradezco mucho esta conversación, que para mí ha tenido una gran importancia. Cuando me estuvo explicando algunos puntos, posiblemente haya recordado tiempos pasados, cuando en los círculos ilegales, antes de la revolución, solía explicar los fundamentos del socialismo. Hay actualmente solo dos personas en el planeta cuya opinión, cuya más mínima declaración es escuchada todavía por millones. Son Ud. y Roosevelt. Otros, que prediquen cuanto quieran; lo que digan no será impreso ni tenido en cuenta. Aún no puedo apreciar cuánto ha sido logrado en su país. Pero he visto ya las caras contentas de hombres y mujeres sanos, y sé que algo muy significativo se está produciendo aquí. La diferencia, en comparación con 1920, es asombrosa.</b><br />
—Mucho más se hubiera podido conseguir si los bolcheviques hubiésemos sido más inteligentes.<br />
<br />
<b>—No, si los seres humanos fuésemos más inteligentes. Sería una buena cosa inventar un plan quinquenal para la reconstrucción del cerebro humano, pues obviamente le faltan muchas cosas que son imprescindibles para un orden social perfecto.</b><br />
—¿Piensa quedarse aquí para el Congreso de la Unión de Escritores Soviéticos?<br />
<br />
<b>—Desafortunadamente tengo varios compromisos, y puedo quedarme solo una semana en la URSS. Vine con el deseo de hablar con Ud. y estoy muy contento de haber podido mantener nuestra charla. Pero, con los escritores, con los que pueda encontrarme, pienso hablar de la posibilidad de su afiliación al PEN-Club. Es ésta una organización internacional de escritores, que fue fundada por Galsworthy; después de morir él, yo me convertí en su presidente. La organización es aún débil, pero tiene grupos de afiliados en muchos países y, lo que es aún más importante, la prensa informa muy detalladamente acerca de los discursos de sus miembros. Su principio es la libre manifestación de opiniones –también de opiniones contrarias. Espero poder discutir este punto con Gorki. No sé si aquí ya se está preparado para tanta libertad…</b><br />
—Los bolcheviques llamamos a eso “autocrítica”. Se acostumbra en toda la URSS. Si Ud. deseara alguna cosa, podría ayudarle con voluntarios.<br />
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<b>—Le estoy muy agradecido.</b><br />
—Yo le agradezco la entrevista.Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-68114548667254145372017-09-17T19:28:00.000-03:002017-09-17T19:28:27.990-03:00DE LA INDIGNACIÓN AL COMPROMISO Y VICEVERSA<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://2.bp.blogspot.com/-HCnWoVBNn9Y/Wb72Vcjvn1I/AAAAAAAAam0/Jw885iTmw0Y13PE7tveq1nk9lZHBZOmhgCLcBGAs/s1600/a64df134-2f9c-4207-85ca-39bd07b16798.jpeg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="349" data-original-width="620" height="360" src="https://2.bp.blogspot.com/-HCnWoVBNn9Y/Wb72Vcjvn1I/AAAAAAAAam0/Jw885iTmw0Y13PE7tveq1nk9lZHBZOmhgCLcBGAs/s640/a64df134-2f9c-4207-85ca-39bd07b16798.jpeg" width="640" /></a></div>
<b><span style="font-size: large;">Por Fabrizio Andreella</span> (<i>La Jornada</i>)</b><br />
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<b>El lloriqueo de los inocentes</b><br />
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El 11 de febrero 1917, Antonio Gramsci publica en La Città Futura un apasionado ar-tículo en contra de la indiferencia como “peso muerto de la historia” que “opera pasivamente, pero opera”. Los indiferentes, escribe, “prefieren hablar del fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares”. Esa actitud atestigua una falta de compromiso y el “rechazo de cualquier responsabilidad”, porque “no es que ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar hermosas soluciones para los problemas más urgentes. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que a todos quiere activos en la vida”. Poseído por un cándido ardor político, Gramsci no puede evitar decir: “Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes.”<br />
<br />
Mucho ha cambiado en los cien años tan acelerados que nos separan de esa reflexión del pensador y político italiano. Es conveniente preguntarse cuáles son hoy los nuevos rostros de la indiferencia y del lloriqueo inocente.<br />
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<b>Indiferencia e indignación</b><br />
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En la sociedad mediatizada, las que ayer eran charlas de bares inocuas son hoy sentencias que inundan los medios, tanto los nuevos como los tradicionales. Por eso una nueva forma sutil e inconsciente de indiferencia es la indignación, que es una especie de indiferencia simpática.<br />
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Todos nos indignamos por algo. Por lo que hace el gobierno, los jóvenes, los medios, la economía, la Iglesia, los gringos, los narcos, los varones, los vips, los yihadistas y los pedófilos. Cada quien tiene su dosis de indignación que defecar y ahora las letrinas más populares tienen paredes transparentes y son muy remunerativas para sus propietarios, ya que todo mundo trabaja para ellos (o sea defeca su indignación) gratis. Se llaman redes sociales.<br />
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Hoy, indiferencia e indignación van de la mano, se sostienen una en la otra. La primera sirve para sobrevivir al fracaso de los sueños colectivos, para no ver lo que hemos sembrado y lo que no hemos podido extirpar. La segunda sirve para no cargar con la responsabilidad o complicidad de ese fracaso (“mira lo que hicieron esos malditos”), sentirnos mejores que la realidad que nos rodea (“no tienen madre”) y cubrir con la palabrería indignada nuestra pasividad real (“es que se debería…”).<br />
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<b>La indignación mediatizada</b><br />
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La indignación es un sentimiento fugaz que nos atrapa en el perpetuo esfuerzo de estar al tanto de las noticias que fluyen sin parar en el río del tiempo mediático. Un poco como el burro que persigue la zanahoria. Obviamente, no se trata de denunciar el supuesto complot que se esconde detrás de todos los medios de comunicación manipulados por una organización secreta pero que nosotros conocemos, sino de descubrir interiormente por qué utilizamos el mundo y sus sufrimientos para darle tanto espacio a nuestro ego a través de la expresión de la indignación.<br />
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No se equivocaban los Chumbawamba cuando en el 1986 titularon su primer álbum Pictures of Starving Chil-dren Sell Records. La indignación que se agrega a una noticia como producto mediático es muy similar a una compra impulsiva: una necesidad interior de llenar un vacío personal compensada por un placebo social.<br />
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El consumismo espectacularizado nos vende la satisfacción de fugaces deseos como acceso a la felicidad. Esa es la clave para entender tanto la victoria histórica como la corrosión actual del capitalismo que, más que cualquier otro sistema, ha adulado a los pueblos con la promesa de cumplir los apetitos más íntimos. La expectativa de progreso individual es una experiencia psicológica que comparte con la indignación un aspecto importante: ambas reubican la meta y la satisfacción en un plan mental y futuro. Idealizando o condenando una situación, esas actitudes impiden al presente ser un agente histórico concreto.<br />
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<b>Autarquía de la indignación</b><br />
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Con la llegada de los social media, la indignación se ha vuelto un género literario y un modelo de business donde el complot y la provocación son los ingredientes principales para organizar la admiración del ego hacia su misma perspicacia.<br />
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Fake news e indignación son causa y efecto uno del otro. Si el periodismo profesional a menudo se olvida de comprobar los hechos con los cuales construye las noticias, todo el “periodismo” gratuito de los voceadores de sus miedos y odios en las redes sociales está fundado sobre esa omisión. De esta forma, la indignación se manifiesta como un estado de ánimo autosuficiente y endémico que ya no necesita de la realidad para sustentarse. Al contrario, determina la manera en que la realidad es percibida y, finalmente, estructurada.<br />
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<b>Una emoción conservadora</b><br />
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La indignación es un recurso muy utilizado políticamente para vulgarizar palabras que neutralizan cualquier reflexión. Y así, cada mañana, junto con el café, el desayuno y el parte meteorológico, podemos pedir también nuestra porción de indignación (“No, no se preocupe señor, ésa ya está incluida en el menú del día.”)<br />
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Si el control de las masas se maneja a través de la democracia mediática, la indignación es una forma pasiva de sumisión a las reglas del consumismo, que han llegado a disciplinar hasta las emociones y las conductas a través de ellas.<br />
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La indignación se convierte entonces en mercancía que, establecida su inocuidad y su función sedante, se esparce a manos llenas por políticos y medios que ven en ella un instrumento muy eficiente para manipular la atención y paralizar la acción. Desde este punto de vista, la indignación es un sentimiento conservador disfrazado de progresista.<br />
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Hemos pasado del épater la bourgeoisie del artista en el siglo xix a la respuesta de la cultura conservadora por parte de los hippies en el siglo xx, para llegar a la indignación del pueblo incitada por los medios masivos en el siglo xxi. Si la clase burguesa de los sesenta y setenta levantaba la ceja con fastidio e impotencia frente a la contracultura juvenil, la sociedad desclasada de esta década teclea su rabia con la misma inercia, co-mo si pronunciarse en contra de algo fuese más importante o lo mismo que actuar para algo. Seguramente es más fácil y también permite soportar una realidad siempre más desafiante.<br />
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<b>La complejidad y la egolatría</b><br />
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Con el fanatismo religioso, el ideologismo científico, el populismo demagógico y el consumismo espectacularizato, la mente simplifica una realidad percibida como demasiado compleja. “Cuanto más comprensible parece el universo, tanto más sin sentido parece también”, dijo Steven Weinberg, Premio Nobel en física en 1979. Resolver intelectualmente la realidad con conceptos muy sugestivos pero confinados en su enunciación, significa renunciar a comprenderla y aceptar la banalidad como ambiente donde buscar desahogos sin aplicación práctica como la indignación.Esta actitud exterioriza una irritación impulsiva y ofrece al indignado la patente de persona comprometida sin que se transforme en una conducta proactiva que vaya más allá de la denuncia. El indignado de hecho se considera depositario indiscutible de la verdad, ya que no conoce la mirada crítica hacia sí mismo. Puede ser un evasor de impuestos que acusa el gobierno de latrocinio, un político que con descaro se escandaliza públicamente por los resultados de las decisiones que él mismo tomó, un hombre que maltrata su esposa y protesta por la condición femenina en el islam, una mujer que se declara ambientalista y compra el agua de las Hawái y la sal del Himalaya .<br />
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Esos personajes usan su indignación como escenario para exhibir su ego en forma de opiniones consi-deradas, pero no hacen nada para cambiar en su co-tidianidad las cosas que censuran en lo universal. Íntimamente no quieren acabar con su indignación porque esa actitud les gusta, les hace sentirse importantes y ya es una adicción. Ellos mismos son entonces un producto de la sociedad que critican.<br />
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<b>La irresponsabilidad indignada</b><br />
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La indignación justifica la pereza en la comprensión, la distancia de la realidad, el aplauso al conflicto, la pasividad del narcisismo. Aumenta la distancia entre palabra y conducta, y en ese barranco precipitan las buenas intenciones. Estar indignados nos permite ver el sufrimiento y la injusticia del mundo sin sentir alguna responsabilidad personal y alejando preguntas fastidiosamente banales como: ¿Qué tanto hago para preservar la limpieza en mi barrio? ¿Mis consumos de transporte, comida, tecnología, medicamentos y ropa son ecológicos? ¿Cómo trato a mi pareja y cómo educo a mis hijos? ¿Qué tan dispuesto estoy a ayudar a mi vecino que vive solo y es viejo?<br />
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La indignación como válvula de escape deja su forma sin forma en los cojines de los sofás desde donde asistimos como observadores a las tragedias que sufrimos transformadas en entretenimiento y en tema para animar charlas.<br />
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<b>La indignación y la acción</b><br />
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Atrapados en la indignación no podemos intervenir activamente en la realidad porque estamos demasiado ocupados en describirla. Para construir un presente que no sea un pálido fantasma de maravillosos futuros concebidos mentalmente, hay que empezar por el humilde ejercicio cotidiano de la encarnación del pensamiento, porque “la libertad no es estar sobre un árbol, ni tampoco es tener una opinión. La libertad no es un espacio libre, la libertad es la participación” (g. Gaber).<br />
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Indignarse no es entonces interesarse en la realidad; es más bien una toma de distancia psicológica que rechaza una implicación activa en lo que existe cerca de nosotros y hace evaporar las buenas intenciones con la verbosidad.<br />
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<b>El reino de las ideas</b><br />
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El siglo xx hizo de las ideas (en forma de religión, ideología, economía, ciencia, arte y tecnología) la fuerza maestra para moldear la Historia y la conciencia. Progreso, revolución, redención y bienestar fueron los valores que toleraron cualquier calamidad en pos de realizarse en la Historia. Sin embargo, nuestra época ve la caída de las grandes narraciones que han tratado de imponer un orden a la sociedad y el surgimiento de la irracionalidad en forma de fanatismo, superstición, miedo y autodestrucción.<br />
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Esta situación nos revela que no son las ideas las que nos pueden indicar la salida, sino las acciones que surgen de una lucha interior para conocer las paradojas y las incoherencias que albergan en el alma humana. Pero no en la del vecino o de la pareja. En la nuestra.<br />
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Claro, cargar con nuestro destino es más difícil que pontificar sobre el destino del mundo. Pero hoy es un ineludible compromiso político. “Lo privado es público y lo personal es político” son los eslogans que colorearon de rebeldía libertaria el cielo gris que el ‘68 heredó del rígido conformismo conservador de los cincuenta. Ahora esos sueños se realizan diabólicamente con el exhibicionismo pornográfico de sentimientos y penas en los reality shows y de cuerpos y sueños en internet.<br />
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Por eso es preciso desparecer del espectáculo mediático global y construir un diálogo local en el barrio o la comunidad. Eso es lo que puede emanciparnos de la condición inconsciente de mano de obra gratuita para el gran panóptico de esta época, donde el poder es acéfalo, seductor, impalpable y mimético. Un poder que ofrece con prodigalidad a quien lo aborrece una abundancia de simulacros contra los cuales dirigir la indignación.<br />
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<b>Prácticas cotidianas</b><br />
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La idolatría de la especulación como Edén inmaculado donde construir ilusiones olvidándose de la realidad nos ha llevado a esta situación. A las nuevas generaciones dejamos la tarea de cambiar esos hábitos. Déjennos gruñir nuestra indignación, pero ustedes actúen como alquimistas con ustedes mismos, no tanto persiguiendo ideas como animando conductas.<br />
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Son los gestos cotidianos de una mayoría silenciosa y no las palabras memorables de una minoría habladora lo que puede renovar una ética y una política adecuada a los desafíos de esta época. Esta es la difícil lección del amanecer del siglo xxi.<br />
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Redescubrir con la convivencia y la fraternidad el cuidado de los bienes comunes –como el aire y el agua, la educación y la salud –es imprescindible para refundar el bien común más quebrado de todos: la política.<br />
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Y si quieren indignarse, háganlo contra las ideas que pretenden llenar la vida sin transformarse en una experiencia íntima, en una “práctica de sí sobre sí” y un “ejercicio continuo del alma” (m. Foucault). Como cantaba Giorgio Gaber, “si pudiera comer una idea, habría hecho mi revolución” •Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-88335879859419438832017-08-11T10:18:00.001-03:002017-08-11T10:20:39.247-03:00LOS DETECTIVES DE BORGES<span class="fullpost"> </span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-ragpyAb73fo/WY2uPAPKFAI/AAAAAAAAaGg/0DzSdoXl0a8ki2cCyx1JndHMLGpm9jLbwCLcBGAs/s1600/borges_portada.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="421" data-original-width="1280" height="210" src="https://3.bp.blogspot.com/-ragpyAb73fo/WY2uPAPKFAI/AAAAAAAAaGg/0DzSdoXl0a8ki2cCyx1JndHMLGpm9jLbwCLcBGAs/s640/borges_portada.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b>Por Mónica Yemayel / Fotografía Félix Busso<i> (Gatopardo)</i></b><br />
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Jorge Luis Borges es una figura de culto. Dos empleados de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, Germán Álvarez y Laura Rosato, buscaron durante catorce años los rastros que el escritor dejó en esa institución mientras fue su director, entre los años 1955 y 1973. Se trata de las anotaciones que hizo en cada uno de los libros que tuvo en sus manos, y que permanecieron olvidados por décadas en los sótanos de la biblioteca. En 2010, publicaron un libro que echa luz acerca de la enorme maquinaria de citas borgianas y cuenta otra historia de su vida a través de las marcas plasmadas en los libros.<br />
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—Encontré algo— dijo Germán en el teléfono, a esa hora en que en el subsuelo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires sólo quedaban los libros y él.<br />
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Varios pisos más arriba, en la Sala del Tesoro, Laura no necesitó preguntar nada.<br />
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Germán tenía en sus manos una revista de tapas anaranjadas abierta en la página donde comenzaba un cuento. En esa página, alguien había hecho tachaduras con una lapicera de pluma, y dejado un papel en el que se leían varias líneas escritas a mano. Tembló. Conocía esa letra de memoria. La rastreaba como un sabueso desde hacía más de diez años. Se pasó las manos por los ojos y enseguida las secó en el pantalón: imbécil, a ver si mojaba el papel y se corría la tinta. Después, llamó a Laura. Caía la tarde un día de julio de 2013.<br />
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—Es lo que querías— le respondió ella—, lo que estabas buscando.<br />
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Jorge Luis Borges había publicado por primera vez el cuento “Tema del traidor y del héroe” en febrero de 1944, en el número 112 de la revista Sur, que dirigía Victoria Ocampo. Y allí estaba Germán, que había descubierto, entre cientos de revistas salpicadas de polvo, las correcciones que Borges había hecho sobre las páginas impresas, y el trozo de papel en el que había escrito, de puño y letra, el nuevo final del cuento que aparecería publicado ese mismo año en la primera edición de Ficciones.<br />
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“Un Borges escondido” titularon los periódicos en septiembre de 2013 cuando la Biblioteca Nacional dio a conocer la noticia. El manuscrito, con el final de “Tema del traidor y del héroe”, se ha convertido en la pieza más importante, entre las poquísimas del escritor que están en manos del Estado argentino. La mayoría pertenece a la Fundación Internacional Jorge Luis Borges que dirige María Kodama; otros han sido vendidos a coleccionistas privados.<br />
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Un año después de aquel día, la ventilación arrastra ráfagas de aire fresco hasta el subsuelo de la Biblioteca Nacional. La temperatura justa para que los libros se conserven. No se escucha ni un suspiro. Germán es delgado, viste de negro, y sus manos pálidas se mueven, eligiendo qué mostrar primero entre los cientos de anaqueles de metal que se repiten parejos, de piso a techo, luz blanca, suelo de cemento, ni una mesa, ni sillas, ni un cuadro. Un leve olor a encierro que no llega a ser rancio.<br />
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—Estaba en este estante— dice Germán, que pasa las yemas de los dedos sobre los lomos anaranjados de Sur.<br />
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Se mueve despacio, y habla en soliloquios largos y suaves; una estrategia que repite para ocultar la timidez. El silencio sepulcral se rompe con un ritmo de cumbia festiva que proviene de un radiograbador que acaban de encender dos empleados que recién llegan y saludan distantes.<br />
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—¿Siempre ponen la música tan fuerte?— pregunto.<br />
—Es para espantar fantasmas —dice, esquivando el radiograbador viejísimo apoyado sobre el piso.<br />
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—Decime si no es la escenografía perfecta para volverte un supersticioso. Un búnker subterráneo casi siempre desierto y estos pasillos angostos entre las baterías. Algunos empleados creen que haber cavado tan profundo despertó algunos espíritus. Dicen que por eso, a veces, brota el agua de las paredes. Como verás, estos son nuestros infiernos. Cualquier cosa podría estar pasando doce pisos más arriba y acá no tendríamos idea.<br />
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En ese sortilegio Germán pasó la mayor parte de estos últimos años, de pie, en cuclillas, buscando los libros que fueron de Borges y los que Borges consultó. El escritor había sido director de la Biblioteca Nacional cuando ésta funcionaba en su antigua sede, en la calle México, a partir de 1955 y hasta 1973. Durante la mudanza a este edificio, muchos libros que le pertenecieron quedaron confundidos y extraviados. Recuperarlos significa acceder a las notas que dejó en ellos; a esos rastros irrefutables de la tremenda maquinaria de lectura borgiana.<br />
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Los subsuelos, seis niveles en total, parecen una enorme playa de estacionamiento, una llanura repleta de bibliotecas interminables. Germán podría caminar por aquí, vendados los ojos, y no se perdería.<br />
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—¿Tenés frío? Subimos cuando quieras.<br />
Pero no deja de sacar libros, pasar las páginas, devolverlos a su lugar. Giramos en círculos.<br />
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—Ya pasamos por acá —dice con naturalidad—. Debo haber revisado esto mil veces y siempre tengo la sensación de que todavía hay algo que no vi.<br />
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* * *<br />
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El descubrimiento del manuscrito es tal vez lo más visible de un trabajo primitivo, faraónico, que comenzó a gestarse por casualidad cuando terminaba la década de los noventa.<br />
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Laura Rosato y Germán Álvarez eran entonces dos empleados de planta de la Biblioteca Nacional. Él trabajaba en el Archivo Histórico Institucional, ella en la Sala del Tesoro. Ambos, cada uno por su lado, sabían que 70 libros de la biblioteca personal de Borges habían sido encontrados en unas cajas abandonadas en los sótanos del edificio. Eran días difíciles. El país se sumergía lentamente en la que sería una de las peores crisis económicas y políticas de su historia, y la violencia de las calles contagiaba el ambiente en la Biblioteca: los empleados denunciaban las pésimas condiciones laborales, la inacción directiva que ponía en peligro el acervo cultural.<br />
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En 2002, Germán y Laura empezaron a encontrarse más seguido, porque militaban en el mismo Sindicato de Trabajadores del Estado que había organizado una olla popular en el playón de la entrada. Ellos cocinaban y servían los platos sin saber que tenían una misma pasión, sin sospechar que Borges sería su refugio. Uno de esos días se confesaron el secreto: los dos se escabullían de sus oficinas para buscar más rastros. Si habían encontrado 70 libros, por qué no podía haber 100, 500, 12009000 más. ¿Y si trabajaban juntos? ¿Y si, además de rastrear los libros, transcribían las notas que Borges había dejado sobre ellos? ¿Y por qué no tratar de descubrir el destino de esas ideas “robadas” a otros autores? ¿En qué parte de sus ensayos y cuentos Borges las había infiltrado?<br />
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No tenían un proyecto. Sólo intuición y una pasión desbordada. Se dejaban llevar, cada vez más horas, más días, más noches, enloquecidos de emoción cuando encontraban pistas nuevas. Los dos primeros años fueron los más fecundos, encontraron casi 800 libros. En 2005 ya tenían un conjunto amplio de anotaciones y en 2006 catalogaron la colección. Un trabajo anárquico, detectivesco, que fueron sistematizando durante más de una década, que los ungió con un prestigio inédito para dos empleados que, sin formación académica, lograron rescatar del más absoluto olvido un millar de libros intervenidos por Borges durante el tiempo en que dirigió la Biblioteca Nacional.<br />
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En 2010, esa Institución publicó el primer tomo de Borges, libros y lecturas, un catálogo que reúne la mitad de los mil libros encontrados; una colección sólo superada por los tres mil ejemplares de la Fundación Borges. El texto comienza con un estudio preliminar de los autores. Después, por orden alfabético, el catálogo enumera los libros de la colección (en donde aparecen, por ejemplo, Dante Alighieri, Dostoievski, T.S. Eliot, Kafka, Lao Tse, Nietzsche, Ovidio, Poe, Schopenhauer, Stevenson, Twain, Virgilio, Whitman), la transcripción de las notas de lectura que Borges hizo en cada uno de ellos, y finalmente la referencia a los ensayos y textos de ficción en los que Borges volcó esas lecturas. Corría el año 2005 cuando comenzó esa última etapa de la tarea y Germán, erizado, se preguntaba: “¿Es posible que Borges sea un gran plagiador?”. No tardó en comprender que tenía entre sus manos, en estado puro, la prueba material de lo que la crítica siempre había sostenido: la literatura de Borges monta una escenificación intertextual, una literatura que va de los libros a los libros.<br />
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Ahora, Laura y Germán escriben en revistas especializadas, exponen junto a expertos en congresos internacionales, reciben elogios de la crítica y de María Kodama, y viajan por el país para contar, a través de las marcas dejadas en los libros, la historia del escritor. Mientras, preparan la inminente edición del segundo volumen que incluirá también las notas que encontraron en sus pesquisas por otras bibliotecas con las que Borges tuvo contacto.<br />
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El manuscrito es, en toda esta historia, el momento mágico, el advenimiento de una reliquia, un tesoro que no existía hasta el momento exacto en que Germán lo encontró. ¿Un premio, un señuelo del autor de El Aleph para que siga buscando? Como sea, Germán vuelve a los subsuelos una y otra vez, y se propone seguir haciéndolo sin que nadie, ni siquiera Laura, pueda convencerlo de lo contrario.<br />
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* * *<br />
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Un mes antes de aquel encuentro con Germán en el subsuelo, la cita había sido en un ambiente muy distinto. La Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional, en el tercer piso. Un espacio con aires de museo, cargado de antigüedades de épocas y estilos diferentes. Ecléctico, con preponderancia de maderas oscuras, cuadros de marcos dorados —un retrato de Borges cuelga cerca de la puerta de ingreso y del detector de metales—, lámparas de pantallas verdes, luces bajas, escritorios señoriales, vitrinas con incunables… Y una enorme mesa oval en el centro de la sala, sobre la cual un investigador —munido con guantes de látex— revisaba un libro antiquísimo cuando Laura y Germán entraron al salón.<br />
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En un encuentro a solas, Laura dirá de Germán: “Desde el principio me cayó bien, chiquito como es, con ese look dark de roquero under, vestido siempre igual, todo de negro y con tachas, y ese peinado raro: me caía bien”. El pelo de Germán es oscuro, largo, crespo; lleva recogida una parte en un rodete que acomoda casi sobre la frente. Y de sí misma, Laura dirá: “Mi padre me dejó un ego bien plantado. Si yo me tiraba un pedo, él lo grababa y lo hacía sinfonía; soy muy malhablada, disculpá. Del lado materno, en cambio, algo no termina de cerrar: las mujeres de la familia son bellas, universitarias, y yo nunca terminé nada salvo mis dos embarazos, y soy gorda. Hace poco, una tía regresaba en avión de dictar una conferencia cuando se puso a mirar una entrevista a Ricardo Piglia. Tan inverosímil le pareció que mencionara nuestro libro que me llamó para corroborar. No podía creer que un gran escritor hablara de mí.”<br />
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Sentados uno frente al otro, ese día escucharon la propuesta para hacer esta nota, las manos apoyadas sobre la mesa oval. Intrigados, divertidos, ¿escépticos?, se observaron largamente como si discutieran la decisión en clave de miradas. Laura, 46 años, vestida con un jogging suelto de algodón gris, el pelo hasta los hombros, ondulado y claro, sin maquillaje, casada desde hace 25 años y madre de dos hijas adolescentes. Germán, de 37, idéntico a la descripción de Laura, separado desde 2010.<br />
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—Mirá, somos dos empleados insignificantes —dijo Laura—. No creo que seamos una nota. Si lo que hicimos fue exitoso es porque se trata de Borges.<br />
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Germán comenzó a desenroscar su rodete para volver a sujetarlo más firme. Laura se tiraba el pelo hacia atrás con manotazos decididos.<br />
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"Me di cuenta que es más importante buscar que encontrar. Buscar te da un sentido".<br />
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—Y porque trabajamos juntos. El libro no se habría publicado si no fuese por Laura.<br />
—No, acá, el investigador minucioso y sistemático que puede quedarse horas exprimiendo un documento es él.<br />
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—Vos también sos investigadora, sólo que diferente. Laura es la memoriosa, la que puede recordar una frase entera, el sitio preciso en dónde encontrar el párrafo en una obra.<br />
—Pero igual me hacés ir a buscar el texto para corroborar.<br />
—…es la que le dio vuelo literario a la prosa, la que tramó las relaciones para que las cosas avancen y salgan. Es la que montó la empresa.<br />
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Todos conocen a Laura. En los pasillos la saludan, le sonríen. Durante muchos años fue delegada sindical y tiene, según dice, una tremenda capacidad para obtener de la gente lo que desea.<br />
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Ese día dijeron que son como el agua y el aceite, que se han peleado como locos, que se han amigado, que son un matrimonio laboral, que no se imaginan trabajando por separado. Que temían, por sobre todas las cosas, que la búsqueda estuviera llegando a su fin.<br />
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—El trabajo fue un refugio para los dos —dijo Laura—. Era el fin del gobierno de Fernando de la Rúa, el país un caos y esto un infierno. Nos habían bajado 30% el salario y estaban vaciando la Biblioteca. ¿Qué podíamos hacer? Nos dedicamos a leer por encima del hombro de Borges. Así empezó. Como una guarida. Después, a partir de 2004, con esta gestión se convirtió en el “Programa de investigación y búsqueda de fondos borgeanos”. Cuando Horacio González asumió la dirección de la Biblioteca, le contamos de la búsqueda que habíamos emprendido, las transcripciones que habíamos empezado a hacer y le pedimos dedicarnos por completo, comenzar un trabajo más sistematizado.<br />
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En el prólogo del libro, el director de la Biblioteca Nacional, feligrés de Borges y uno de los intelectuales más respetados del país, el hombre que depositó una confianza sin condiciones en los dos empleados sin credenciales y ambición inaudita, escribió: “Este libro que presenta la Biblioteca Nacional surge del amor de sus trabajadores por su historia y su patrimonio. Durante muchos años, Germán Álvarez y Laura Rosato, empleados del Tesoro y del Archivo Institucional, investigaron minuciosamente los rastros de Borges en la Biblioteca… párrafos, singularidades o naderías —la palabra es suya—, que luego reaparecerían en el cuerpo de su obra como si fueran cargamentos de minucias asombrosas… Germán y Laura se empeñaron en reconocer en el océano de la obra borgiana, los lugares donde esas perlas sustraídas se cobijaban…”.<br />
<br />
Cuando entregaron la versión final del libro tuvieron una pelea y dejaron de hablarse por una semana. Una tarde, cuando Germán no esté presente, Laura dirá: “La tensión era brutal. Yo no cedo posiciones y él se impone autoritariamente. Un día le dije: ´Si no fuera porque sos un enano de mierda, te daría una trompada´.”<br />
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—El libro sería un flan lleno de agujeros si lo hubiese hecho sola, y Germán no lo hubiese terminado jamás. La pareja funcionó cuando asumí que él era la estrella de rock y yo su manager.<br />
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Laura decidió que había que cerrar el trabajo, faltaba poco más de un año para las elecciones presidenciales de 2011, la dirección de la Biblioteca podría cambiar, y ellos quedarse sin libro. Germán se desesperaba pensando en los errores que se podrían haber deslizado pero, para Laura, el tiempo había llegado a su fin.<br />
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—Cuando me dieron el ejemplar impreso me pareció una cosa horrible, ilegible— dijo Laura, pasándose las manos por el pelo y mordiéndose los labios—. Tomé un papel y le escribí una carta a Horacio González.<br />
La carta era breve: “Horacio, te pido perdón. Laura”.<br />
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* * *<br />
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—Tomá, leé. Es un “gorila”, pero es el mejor escritor argentino.<br />
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Con esa frase reveladora que la alertaba sobre la posición política del escritor identificado con la derecha “gorila”, radicalmente antiperonista, el padre de Laura le entregó El Aleph cuando ella cumplió trece años. Esa lectura iniciática la llevó a otras y otras más, y mientras se educaba en las escuelas públicas de Ciudad Jardín, a 30 km del centro de Buenos Aires, se transformó en una lectora insaciable. Siempre quiso escribir. Cursó estudios en el Profesorado de Letras y más tarde estudió cine, pero abandonó antes de recibirse. Su padre era un sindicalista del “riñón duro del peronismo” y aunque ella le insistía para que le consiguiera un puesto, fue un amigo de la familia quien la llevó a trabajar a la Biblioteca Nacional. Era 1987.<br />
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—Tenía 18 años y la sede era todavía la de México 564, en el barrio sur de Monserrat.<br />
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El mismo edificio en el que se encontraba la biblioteca cuando Borges fue su director, donde pasaba días enteros junto a Bioy Casares, y que convirtió en su “Biblioteca de Babel”, el cuento publicado en 1941 que comienza así: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente”. En las escaleras de madera de la casona de México fue tomada una foto donde se lo ve saludando con una venia al Almirante Rojas, actor fundamental del golpe de 1955 que derrocó al gobierno democrático de Juan Perón, sumió al peronismo en una proscripción absoluta hasta 1973, y colocó a Borges en la dirección de la Biblioteca Nacional. Ese gesto de simpatía hacia Rojas, dicen, fue suficiente para ganarse el rencor de los empleados, todos seguidores de Perón y Evita. Cuentan que le decían “el viejo”: “el viejo nos tiene podridos”; “tiralos por ahí, son los libros del viejo”. Y, al parecer, Borges caminaba por las cercanías del edificio tanteando con su bastón, y a veces se detenía y preguntaba a quien estuviera cerca qué dirección tenía que tomar para llegar a su destino. Desde el episodio de la foto, cuando Borges preguntaba, los empleados que siempre andaban dando vueltas por ahí lo mandaban en sentido contrario.<br />
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—Creo que jamás se hubiese vengado, aunque conociera la treta— dice Laura en el bar del primer piso de la Biblioteca.<br />
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A través de las ventanas, se ven varios estudiantes leyendo bajo el sol de septiembre, y a turistas tomándose fotos.<br />
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—Que Borges lo supiera y les siguiera el juego, es también una posibilidad. Al viejo le encantaba el edificio de México. Llegaban de todas partes del mundo para verlo en su Babel. Él permanecía en su templo del primer piso y más abajo estaban los empleados: rústicos, ex obreros de fábricas que no entendían nada y se la pasaban mirando televisión y empaquetando libros sin ninguna lógica. El edificio había colapsado, no había más lugar para ubicar ejemplares y entonces los mandaban al depósito, sin catalogar, para guardarlos en cajas. Así estuvieron 30 años. De ahí vienen cientos de los libros que recuperamos.<br />
<br />
Laura fue la encargada de ordenar los archivos y la documentación de importancia cuando en 1992 empezó la mudanza desde la calle México hacia la nueva sede, en el barrio de la Recoleta, que había tardado décadas en construirse. En 1971, Borges puso la piedra fundacional de ese nuevo edificio sobre el terreno que había sido la residencia de Eva y Juan Perón antes de ser demolida por los militares. A Borges no le gustaba el barrio de Recoleta y mucho menos el proyecto del arquitecto argentino Clorindo Testa, un edificio audaz, rústico y de estilo “brutalista”, inspirado en las vanguardias de los años cincuenta, que tendría 12 pisos sobre la calle Agüero 2502: seis niveles sobre la superficie y seis de subsuelos. En lo más alto, las salas de lectura; en lo más profundo, los depósitos. “No entiendo cómo los libros se pueden guardar tan lejos de los lectores”, se quejaba augurando problemas con los montacargas y ascensores. Laura fue la primera empleada del edificio nuevo, cuando todavía no habían llegado los libros, y las visitas guiadas a su cargo versaban sobre el estilo arquitectónico que a Borges tanto irritaba. “Parece una máquina de coser”, decía él, sin resignarse a que el modelo elegido hubiese sido “el edificio de la Fundación Guggenheim, el más feo de Nueva York, que no parece de Nueva York”.<br />
<br />
Para el año 1995, Laura ya trabajaba en la Sala del Tesoro. Para entonces se habían descubierto 70 libros que Borges había donado al dejar su cargo de director, y que pululaban de despacho en despacho fuera de catálogo y del alcance del público. En 1999, para celebrar el centenario del nacimiento del escritor, viajaron en una muestra itinerante organizada para exhibir la colección. Cuando regresaron a la Biblioteca faltaba uno.<br />
<br />
—Para protegerlos decidieron guardarlos en la Sala del Tesoro, y ahí estaba yo. Nadie quería demasiado a Borges, nadie se interesaba, así que me ofrecí y empecé a catalogarlos. Algo complicado, porque no soy bibliotecaria y sólo los bibliotecarios catalogan.<br />
<br />
Se sintió una usurpadora. Algo que luego se repetiría cuando comenzaron a trabajar sobre la génesis del texto borgiano; ninguno de los dos es genetista ni filólogo. En los momentos de zozobra, recurrieron a los especialistas, los hicieron cómplices de su juego y formaron una especie de club de amigos de Borges que —desde las principales universidades del mundo— los ayudaban a dilucidar las notas más oscuras, casi ininteligibles, muchas escritas en latín, alemán, francés, italiano e inglés. Todos viajaron para la presentación oficial del libro en la Biblioteca. Recuerda que la intelectual argentina Beatriz Sarlo enfatizó la generosidad de ambos, y dio a entender que cualquier investigador, en lugar de publicar un libro, se hubiese guardado las 400 páginas en un cajón bajo llave para asegurarse diez años de producción de papers académicos e invitaciones a congresos internacionales. Laura vuelve, otra vez, al momento prodigioso, los primeros años del 2000, en el que se dio cuenta de que esos 70 ejemplares eran la punta de un iceberg.<br />
<br />
—Estaban el tomo I y el III de La Divina Comedia. ¿Cómo no iba a estar el II? ¿Pero dónde? En los depósitos había cerca de un millón de libros y apenas 30% estaba digitalizado.<br />
<br />
Entonces empezó la pesquisa. Subía hasta el sexto piso y buscaba en las terminales de consulta a las que sólo tienen acceso los investigadores. Uno de esos días, vio a Germán. Parado frente a otra de las computadoras buscaba, también ensimismado. Había leído en los diarios sobre los 70 libros del autor que lo desvelaba desde chico. Tenía poco más de 20 años, hacía uno y medio que trabajaba en la Biblioteca, y le robaba horas a su trabajo para tratar de encontrarlos.<br />
<br />
—Le preguntaba que hacía por ahí y él me evadía. ¿Dónde vivís? ¿Y tus papás qué hacen? Me encantaba su look y estaba intrigada. Creo que le rompí tanto las bolas que una tarde bajó la guardia y empezó a hablar.<br />
<br />
Germán le dijo por fin lo que buscaba. Y entonces Laura, victoriosa, soberbia en su Olimpo, sabiéndose la dueña del tesoro, susurró:<br />
—Esos libros los tengo yo.<br />
<br />
* * *<br />
<br />
La primera vez que Germán Álvarez escuchó el nombre de Borges tendría unos ocho años, estaba de visita en el viejo conventillo de la Boca donde vivían sus abuelos, y su tío —que era librero y distribuidor de la editorial Larousse— le contaba a su padre acerca de unos manuscritos que habían pertenecido a Borges, unos cuentos escritos en papeles con membrete de la biblioteca municipal Miguel Cané donde Borges había tenido su primer trabajo. Germán no recuerda si hablaban del descubrimiento o la venta de esos originales, pero la anécdota se le hizo presente cuando empezó la búsqueda en los subsuelos de la Biblioteca Nacional, y encontrar un manuscrito se volvió una obsesión.<br />
<br />
Su madre no era lectora, pero lo inscribió en las dos bibliotecas populares de Adrogué, la zona del sur del conurbano bonaerense donde vivían, casi antes de que aprendiera a caminar, y su padre le contagió el entusiasmo —tan borgiano— por las enciclopedias. El tío librero lo llenaba de libros y cuando su hermano diez años mayor compró las Obras Completas de Borges, editadas por Emecé con tapas duras y azules, Germán se las robó. No es difícil imaginárselo en el departamento que alquila en el centro, sentado en el lugar de la casa que más le gusta —”el desayunador, por esa cosa confesional que tiene”—, tomando un whisky y escuchando la música de Nick Cave o Nick Drake, mientras contesta que Tlön, Uqbar, Orbis Tertius fue el primer cuento que leyó. Allí, Borges crea en la ficción un universo que en las últimas líneas del relato invade, amenazante, el mundo real. El tiempo, los espejos, las enciclopedias y hasta Adolfo Bioy Casares se mezclan en la trama.<br />
<br />
—Está muy bien, pensé ese día. Tenía 12 años y no había entendido nada. Pero me provocó. Y decidí seguir las pistas leyendo los libros que mencionaba en el cuento.<br />
Tal vez porque su padre trabajaba en un laboratorio, comenzó a estudiar Farmacia y Bioquímica. Poco después, ingresó en la Biblioteca y, cuando se publicó el libro, abandonó los estudios. Le faltaban tres materias para recibirse. Ahora, una tarde en que volvemos a los subsuelos de la Biblioteca para ver las “jaulas de descarte”, dice a modo de explicación:<br />
<br />
—Venció todo esto que ves alrededor. No importaba que ya hubiésemos encontrado cientos de ejemplares intervenidos, no importaba que hubiésemos publicado el libro en 2010. ¿Cuántos libros más se podían encontrar? Yo necesitaba seguir buscando. No podía parar. “Ahora vuelvo”, le decía a Laura. Y bajaba —se detiene, piensa un momento—. Bueno, sigo haciendo lo mismo.<br />
<br />
Veinte pasos más adelante, saca un libro y dice que ese ejemplar jamás hubiera podido ser de Borges. Camina veinte pasos más y dice que ese otro que ahora señala, sí. Con el tiempo fue descubriendo cuál era la fisonomía de los libros que al escritor le gustaba: encuadernación de calidad, primeras ediciones en idioma original, ediciones antiguas, tipografía gótica, editoriales clásicas como Oxford, Faber and Faber y MacMillan, Penguin Classics y Pelican Books; y los sellos de las librerías que solía frecuentar, Mackern’s, Mitchell’s Book Store, Pigmalión, Viau y Cía., Verbum, y las únicas que sobreviven en el centro de Buenos Aires: Eusebio Rodríguez y Goethe.<br />
<br />
—La búsqueda es un trabajo de los sentidos. No sólo lees, descubrís con el tacto, la vista. El libro te habla, le ves la cara.<br />
<br />
Llegamos a donde están ordenadas las publicaciones periódicas.<br />
—Teníamos un listado con las revistas en las que Borges había publicado. De Sur hay varios números repetidos. Como éstos —pasa el dedo por el lomo de las tapas anaranjadas—. No puedo saber cuántas veces estuve delante de estos estantes. Y, de pronto, hace un año, me detengo, me agacho, saco del último estante todos los ejemplares del número 112, los abro, empiezo a hojearlos y ahí estaban: las tachaduras, el papel suelto con el final del cuento, la letra de insecto del viejo. Después la emoción se lavó. Como en toda conquista. La magia está en el momento exacto del encuentro. ¿Me estaba esperando? No. Lo busqué. ¿Existe antes de que lo encuentre? ¿O se materializa en ese instante?<br />
<br />
—¿Soñás con estas cosas?<br />
—Sí, que encuentro un manuscrito completo, de muchas páginas. Pero algún día se va a acabar.<br />
<br />
Doblamos a la izquierda, después a la derecha, pasamos al lado de la estatua de una Diana cazadora que estaba en los jardines de la calle México.<br />
—¿Por qué tendría que acabarse? ¿Acaso la biblioteca de Borges no es una Babel infinita?— dice con una mueca que no llega a ser sonrisa.<br />
<br />
Si Germán hubiese dado por concluida la búsqueda cuando el primer libro se publicó en 2010, nunca se hubiese encontrado el manuscrito que hoy es patrimonio público y orgullo nacional.<br />
<br />
—Mirá, estas son las jaulas.<br />
Unos enormes canastos tejidos con alambres gruesos conteniendo tapas, hojas sueltas, algunos escombros. Donde nadie vería más que basura, él encontró folios de una Biblia del siglo XVII y las hojas de un libro de Walter Raleigh con anotaciones de Borges.<br />
<br />
—No hay final feliz para esa historia. Las notas no se pudieron recuperar; las hojas de guarda donde las había escrito estaban muy deterioradas.<br />
<br />
* * *<br />
<br />
La puerta sólo puede ser franqueada por unos pocos empleados autorizados. Desplegados sobre una de las mesas de lectura de la Sala del Tesoro, están los libros. Las notas con la letra de Borges, o la de su madre Leonor Acevedo. Pre-textos que Laura y Germán manejan con soltura. Para un lector común, algunas resuenan familiares, otras tremendamente sofisticadas. Sobre un texto de San Agustín, la cita que Borges utilizó para refutar la doctrina del eterno retorno de Nietzsche. Sobre uno de Christian Walchs, el borrador del índice de Inquisiciones. Sobre una enciclopedia de divulgación matemática, una descripción de notaciones científicas y una cita de Arquímedes que usara para desarrollar la noción del infinito en el Libro de Arena. Wilde, John Donne, Shakespeare, Dante, Melville, Poe, Rabelais, Descartes, Schopenhauer.<br />
<br />
“Veamos un ejemplo simple y directo de cómo utiliza las notas en su obra —escribe Germán en un mail de noviembre de 2014—: en el libro Sàtires de Juvenal, la cita en latín “Usque Auroram et Gangen” aparece directamente mencionada en un cuento incluido en El Aleph“. Un personaje de “El hombre en el umbral” evoca el verso pero cometiendo un error. Borges le hace decir: ‘Ultra Auroram et Gangen’ y con eso, según los especialistas, el escritor pone en peligro la autoridad del personaje.<br />
<br />
Entre las citas notables, complejas, oscuras, un poema que Borges nunca publicó: “La esperanza como un cuerpo de niña/ aún misterioso y tácito/ aún no amado de amor/ y una guitarra que apasionadamente se muere/ y con alivio doloroso resurge/ y el cielo está viviendo un plenilunio/ con el remordimiento y la vergüenza/ de la insatisfecha esperanza y de no ser feliz”. Laura y Germán creen, claro, que Borges hizo bien en olvidarlo, y aunque se lo presentaron a un periodista francés como un “ejercicio poético de juventud”, los diarios parisinos —Le Monde, por ejemplo— anunciaron el hallazgo de un poema inédito. María Kodama, de visita en Francia, leyó la noticia. Fue una situación incómoda que rápidamente hubo que aclarar.<br />
<br />
Laura y Germán tiemblan al recordar una interpretación que hicieron de una nota que citaba como fuente a Keynes. Entusiasmados, buscaron las relaciones que se podían tejer con el famoso economista inglés vinculado al grupo literario de Bloomsbury para sumarlas al anticipo del segundo volumen del libro que se incluiría en la revista de la Biblioteca. Poco antes de la publicación, un experto los sacó del error: Borges no estaba citando a Lord Maynard Keynes, el economista, sino a su hermano Geoffrey Keynes, editor y biógrafo, especialista en el escritor inglés William Blake, con quien solía confrontar la traducción de palabras sofisticadas. Con urgencia corrigieron el artículo. Sin embargo, cuando salió la revista, en las páginas impresas estaba la primera versión sin cambios, con el economista inglés y Borges en un “diálogo” que jamás existió.<br />
<br />
Cuando termina su trabajo y cae la tarde, Laura viaja desde la Biblioteca hasta el barrio de Once, un barrio comercial, ajetreado y popular del centro de la ciudad de Buenos Aires. “No me gusta vivir ahí. Soy de Ciudad Jardín, un lugar lleno de árboles, pajaritos, sol y casitas con techo de tejas. Once es horrible, sucio, gris, pero es tan céntrico. Me envicié con la ubicación”. Durante el verano le gusta sentarse en la terraza a leer al sol con los gatos merodeando y las plantas cerca, “producen una ilusión de naturaleza bastante efectiva”. Por las noches, cuando termina de limpiar y todos duermen, se sienta en una banqueta de la cocina, “a disfrutar la casa limpia y silenciosa, dos cualidades raras en mi familia”. Su escritorio es un espacio que le ganó a un pasillo luminoso, “lo pinté de amarillo y me armé un lugarcito en donde escribir.” El año pasado, comenzó a publicar sus cuentos en una revista zonal del barrio de su infancia.<br />
<br />
* * *<br />
<br />
Laura y Germán no se encuentran nunca fuera del trabajo, salvo cuando viajan para presentar la muestra. Comienza octubre y acaban de regresar de la provincia del Chaco, en el norte argentino. Una biblioteca pública fue el escenario para colgar los paneles y hablar de libros. En cada viaje, cuando terminan las charlas salen a comer juntos, a caminar, y Laura lo sorprende tomando alcohol como un “cosaco” mientras trata de contagiarle su espíritu festivo. Ella tiene un prontuario de excesos que no oculta, parte de una experiencia rica, dice. Ahora, claro, es una madre moderada. Sin decirlo, se preocupa por Germán. De los dos, dice que es la infiel, la más desapegada. Después de la publicación del libro, lo abandonó por un año para pasar la mayor parte del día colaborando en el armado del Museo del Libro, una iniciativa de la Biblioteca Nacional que funciona en un edificio lindero. Germán, en cambio, no pudo parar. Una tarde lo citó para tomar un café y decirle que se le hacía difícil seguir repartiéndose entre los dos trabajos.<br />
<br />
—Creyó que era una despedida y yo quería decirle exactamente lo contrario: que volvía a la Biblioteca para empezar a trabajar en el segundo volumen. Al otro día, apareció con un libro de regalo.<br />
<br />
El libro era Escribir en colaboración. Historias de dúos de escritores, de Michel Lafon y Benoît Peeters, que tradujo César Aira.<br />
—Ese día sentí que sellábamos un pacto.<br />
<br />
Empezaron a preparar el segundo tomo del libro. Y juntos revisaron otras bibliotecas. Se ilumina cuando recuerda la del profesor que acompañó a Borges en su cátedra de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires.<br />
<br />
—Imagínate una mansión idílica, de estilo inglés, jardines de lapachos y jacarandas, pájaros revoloteando y nosotros dos hablando de Las mil y una noches, viendo caer la tarde.<br />
<br />
No es fácil abandonar la búsqueda, pero Laura empieza a sentir que el trabajo con Borges se agota. Pronto viajarán a Las Flores, a un Congreso sobre Bioy Casares; a Mar del Plata, para el Congreso de Letras Hispanoamericanas, y montarán la muestra itinerante sobre Borges en la Biblioteca Central de la Universidad de esa misma ciudad. En breve, la revista especializada en estudios sobre Borges, Variaciones, que edita la Universidad de Pittsburgh, incluirá un artículo que escribieron sobre un pequeño manuscrito hallado en un libro de la colección; y este año la Biblioteca Nacional publicará una edición facsimilar del manuscrito de “Tema del traidor y del héroe” con un prólogo de Horacio González y una introducción de Laura y Germán. En el segundo volumen del libro incluirán textos hallados en esta y otras bibliotecas, pero Germán reconoce que las búsquedas no están resultando muy fructíferas. La Biblioteca Nacional estuvo a punto de comprar la de Adolfo Bioy Casares, un complemento perfecto teniendo en cuenta la ligazón entre los dos escritores, pero la negociación con la familia no prosperó. Queda siempre, aunque ni Germán ni Laura lo expresen con palabras, la esperanza de que alguna vez se abra para ellos la Babel que celosamente guarda la Fundación Borges.<br />
<br />
—En los últimos años —dice un día Germán, caminando por el subsuelo— me di cuenta que es más importante buscar que encontrar. Buscar te da un sentido. Es como un juego a repetición. Recorro una estantería, pasan las horas, dos, cuatro, seis, y siempre pienso: una vuelta más, ¿y si justo hay un libro con una nota, si acaso hay un manuscrito escondido en esa fila que, por irme ahora, no vuelvo a mirar?<br />
<br />
Ahora, y quién sabe hasta cuándo, el centro de su vida es esta búsqueda frenética.<br />
<br />
—¿Qué deseo? ¡Quiero praderas vírgenes! Estantes que nadie haya mirado.Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-5821429676472551482017-08-04T22:58:00.000-03:002017-08-04T23:01:20.242-03:00QUIÉN LE TEME A AURORA VENTURINI<span class="fullpost"> </span><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-uIwmoLQYrts/WYUk-vU8bCI/AAAAAAAAZ8g/5MR_2myQ3WoVkBWqtsLGTdqOrDB6viOrACLcBGAs/s1600/aurora_venturini.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="371" data-original-width="500" height="474" src="https://3.bp.blogspot.com/-uIwmoLQYrts/WYUk-vU8bCI/AAAAAAAAZ8g/5MR_2myQ3WoVkBWqtsLGTdqOrDB6viOrACLcBGAs/s640/aurora_venturini.jpg" width="640" /></a></span></div>
<div style="text-align: center;">
<i>Aurora Venturini (1922-2015)</i></div>
<br />
<span style="font-size: large;"><b>Por Leila Guerriero </b><i><b>(</b></i></span><i><b>Gatopardo-12.09.12)</b></i><br />
<br />
En 2007, el Premio Nueva Novela del diario Página/12 lo ganó una mujer que resultó ser octagenaria y tener un pasado lleno de episodios tenebrosos, como los que aparecen en sus libros.<br />
<br />
-"Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas. Y yo también."<br />
-"Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas. Y yo también."<br />
-“Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas. Y yo también.”<br />
<br />
-El padre de Aurora Venturini era un militante del partido radical que, en los años treinta, fue detenido por motivos políticos y trasladado al penal de la ciudad de Ushuaia, de donde nunca regresó.<br />
-El padre de Aurora Venturini era un militante radical a quien su propio partido envió a trabajar al penal de la ciudad de Ushuaia, cosa que hizo con éxito.<br />
-El padre de Aurora Venturini era un militante radical a quien su propio partido envió a trabajar al penal de la ciudad de Ushuaia pero, al enterarse de que su hija mayor se había afiliado al partido peronista, regresó a La Plata, de donde era oriundo, sólo para echarla de su casa y volver a partir.<br />
-El padre de Aurora Venturini era aficionado a las carreras de caballos y, después de perderlo todo en las apuestas, abandonó la ciudad de La Plata, de la que era oriundo, pero, al enterarse de que su hija mayor se había afiliado al partido peronista, regresó, sólo para echarla de su casa y volver a partir.<br />
-El padre de Aurora Venturini desapareció de su casa de la ciudad de La Plata, de la que era oriundo, un día indeterminado de un año indeterminado y no regresó jamás.<br />
-El padre de Aurora Venturini se llamaba Juan.<br />
-El padre de Aurora Venturini no tiene nombre.<br />
<br />
Aurora Venturini no tiene padre: tiene versiones.<br />
<br />
Aurora Venturini vive en la ciudad de La Plata, a sesenta kilómetros de Buenos Aires. Es escritora y publicó cuarenta libros en editoriales pequeñas y en ediciones pagadas por ella misma hasta que, en el año 2007, un jurado integrado por, entre otros, los argentinos Alan Pauls, Rodrigo Fresán y Juan Forn, leyó el libro que ella, con el título Las primas y bajo el seudónimo Beatriz Poltrinari, había enviado a la primera edición del Premio Nueva Novela organizado por el periódico argentino Página/12 y, deslumbrados por ese estilo que tanto podía enredarse en las lianas de la lírica como chapotear entre insultos de borracho, le dieron el primer premio. Cuando abrieron el sobre que contenía sus datos descubrieron que quien había contado la historia de una familia disfuncional en la que convivían una joven pintora algo retrasada, una demente sin control de esfínteres y una prima tenebrosa, con un estilo que imitaba los retorcijones barrocos de una lombriz herida, era una mujer llamada Aurora Venturini que tenía ochenta y cinco años.<br />
<br />
Aurora Venturini está de pie en el comedor de su casa de la Calle 37, en la ciudad de La Plata, un departamento identificado con el número uno, en una planta baja, al fondo de un pasillo estrecho. Tiene las manos —afectadas por alguna dolencia de las articulaciones— apoyadas en una mesa redonda cubierta de papeles y libros. A un costado, sobre una repisa, hay un teléfono rojo. Todas la paredes son de color blanco, excepto una, color rosa viejo, y están repletas de retratos, adornos, diplomas y premios que se multiplican en profusión botánica: un diploma de honor de la Asociación de Escritoras y Escritores Católicos, de 1969; otro del Fondo Nacional de las Artes, de 1990; otro de la Sociedad Argentina de Escritores; un retrato de Eva Perón; un angelote del que pende un rosario; una imagen de Cristo; una foto de Aurora Venturini en Nápoles, en la que el viento, una falda larga y un par de zoquetes con zapatillas le dan aspecto de turista desquiciada.<br />
<br />
—Buenas tardes. Qué puntual.<br />
<br />
Usa una camisola de hilo color crudo, un pantalón haciendo juego, zapatillas de lona azul con cordones blancos. Mide un metro setenta, pesa cincuenta kilos, lleva el pelo castaño, corto, los labios pintados de rosa suave, rubor sobre los pómulos marcados por huesos importantes. Las gafas sin montura, con tres brillantes en los bordes exteriores de los lentes, contagian transparencia al rostro y hacen que la piel blanca, casi sin arrugas, parezca más tersa, como si estuviera hecha de vidrio.<br />
—Sentate, por favor.<br />
<br />
Espera a que su visita se siente y entonces ella misma se deja caer, sin dificultad, en su silla de ruedas.<br />
<br />
En un artículo publicado en 2007 en el suplemento Radar, del periódico argentino Página/12, la periodista Liliana Viola, encargada de anunciarle a Aurora Venturini que estaba entre los diez finalistas del Premio Nueva Novela, recuerda la conversación que tuvieron por teléfono:<br />
<br />
—¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?<br />
—Sí, señorita, me presenté con Las primas.<br />
—¿Sabe que está entre las diez finalistas?<br />
—No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo. […], señorita, es mi familia. Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas. Y yo también.<br />
<br />
Aurora Venturini supo que se había llevado el primer premio cuando, el día de la entrega, en el Centro Cultural Recoleta de la ciudad de Buenos Aires, se anunció la lectura de un fragmento de la novela ganadora y ella escuchó aquel “Mi mamá era maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa” con el que empieza Las primas. Entonces, frenética, le estrujó el brazo a la persona que la acompañaba y susurró: “¡Mi novela!”. Después los diarios titularon “Escritora de 85 años gana un premio de nueva novela” y visitaron una y otra vez la historia pintoresca de esa mujer que, entre otras cosas, había sido amiga de Eva Perón y conocido a Borges, Sartre y Simone de Beauvoir. Las primas fue recibida con elogios, vendió treinta y cinco mil ejemplares, y la editaron Mondadori en Argentina y Caballo de Troya en España donde, en 2009, recibió además el Premio Otras Voces, Otros Ámbitos, que otorga El Corte Inglés. “Con su estilo torrencial —dijo la revista española Qué leer—, ajeno a las convenciones del buen decir, es también una manera de entender el lenguaje como un reparo ante el abismo, ante la locura que crece y se ensancha en manteles sucios y vasos vacíos”.<br />
<br />
Las primas está narrada en primera persona por Yuna, una chica que vive con su madre maestra, una tía virgen y una hermana deficiente a quien un profesor ha dejado embarazada. La historia, cuyo telón de fondo son dos abortos, un asesinato y una prima tenebrosa y enana, navega, como es habitual en la obra de Aurora Venturini, entre deformidades implacables. “Vi sobre una mesa sobre un paño de seda un canelón —dice Yuna—. Que no era un canelón sino algo expelido por matriz humana, de otra forma el cura no bautizaría. Averigüé y una enfermera me contó que todos los años la pareja distinguida traía un canelón para bautizar. Que el doctor le aconsejó no parir ya porque aquello no tenía remedio. Y que ellos dijeron que por ser muy católicos no debían dejar de procrear. Yo a pesar de mi minusvalía califiqué el tema de asquerosidad, pero no podía decirlo. Esa noche no pude comer de asco”. Yuna narra ese mundo, en el que el horror es la norma, con una voz que reúne, en partes iguales, minusvalía, lirismo, candor y crueldad.<br />
<br />
En una de las paredes del comedor hay un póster —no una foto: un póster— de Borges, un afiche de la película The Kid, de Charles Chaplin, más diplomas (de la Subsecretaría de Cultura de la provincia de Buenos Aires, de la municipalidad de La Plata), un reloj de pared (nuevo), un póster de Gardel. Arriba de una mesa pequeña, en una de esas alteraciones de la lógica que sólo perciben las visitas porque los dueños de casa se han familiarizado con ellas hace demasiado tiempo, hay un horno de microondas. Junto al horno, una cómoda antigua y, sobre la cómoda, una figura africana de la que penden collares de cuentas, un buda de cerámica, platos de bronce, la fotocopia de una foto de Eva Perón que Eva Perón le dedicó a su madre (“A mi querida madre”, etcétera), un ejemplar de Las primas y otro de Nosotros, los Caserta, una novela que Aurora Venturini publicó en 1992 y reeditaron, en 2011, Mondadori en Argentina y Caballo de Troya en España. A espaldas de la mesa del comedor hay una biblioteca baja repleta de libros de la Editorial Ediciones Selectas y de la colección Grandes Novelistas de Emecé, ambas muy populares en Argentina durante los años sesenta y en las que tanto podían encontrarse títulos de John Steinbeck como de Wilbur Smith. Sobre un mueble, entre placas de bronce, muñecos de cerámica, burbujas de cristal y un candelabro, está el cheque de fantasía por treinta mil pesos (seis mil dólares) del premio que la convirtió, después de cuarenta libros y seis décadas de anonimato, en la voz más singular de la literatura argentina de los últimos tiempos. Una reseña publicada en el suplemento ADN, del diario La Nación, decía que la originalidad de Las primas “reside, sobre todo, en la voz de esa narradora minusválida, y la mirada que tiene sobre ese mundo de seres del que forma parte, seres que sacan a la luz la monstruosidad oculta por el decoro y las buenas costumbres de las familias ‘normales’. Una crueldad inocente, una malicia cándida que recuerda las atmósferas de Silvina Ocampo”.<br />
<br />
—Yo ya había publicado antes cuarenta libros, pero esto fue una explosión. Ahora acá dicen que soy buena porque lo dicen en Europa. Son repugnantes, mirá. Vivimos en un charco inmundo.<br />
<br />
El 23 de diciembre de 2007, en un artículo del diario El País llamado “Venturini se aventura”, el escritor español Enrique Vila-Matas contaba que Página/12 había elegido, entre seiscientos libros procedentes de Argentina, América Latina y España, una “novela radical, de largos párrafos sin puntuación alguna y un singularísimo estilo que mezclaba humor negro y candor […] Los componentes del jurado fueron imaginando que esta novela la había escrito una brillante y desquiciada joven de emergente genialidad […] y terminaron por premiarla […] Al abrir la plica descubrieron que la joven ganadora del premio de Nueva Novela era una señora de ochenta y cinco años”.<br />
<br />
—¿Conoce a Vila-Matas?<br />
—Él me conoce a mí. Pero yo no me acuerdo de él. Me gustaría ir a España. Yo iba siempre a Europa. Cuando empecé a tener independencia económica empecé a viajar sola. Iba a París y me encerraba en el Louvre. Ahora ya no puedo. Mi agilidad mental no la he perdido, pero después del accidente la agilidad para moverme la perdí.<br />
<br />
El 27 de abril de 2011, cuando tenía ochenta y nueve años, Aurora Venturini resbaló en el cuarto de su casa y se rompió la cadera. Cuando llegó a la clínica la desahuciaron pero ella, después de permanecer tres días en coma, despertó e inició un largo camino de recuperación alimentado por su voluntad de golem y su odio hacia los quinesiólogos.<br />
<br />
—Yo decía: “Voy a volver a caminar”, y mi cuñado, casado con mi hermana Ofelia, que es un médico brillante, me decía: “No, no vas a volver”. Y volví.<br />
—¿Quién la cuidó mientras estuvo internada?<br />
—Mi cuñado médico, un sobrino médico. Una sobrina médica.<br />
—Se ocupan de usted.<br />
—Bueno. Son médicos. Buena gente. Pero médicos. Para volver a caminar tuve que hacer las cosas más increíbles. Hay que ver lo que son los quinesiólogos. No tienen piedad. Ahora camino un poco, pero no puedo sin la silla o el caminador. Son las pruebas de Dios.<br />
—Qué prueba amarga.<br />
—Todas las pruebas de Dios son amargas.<br />
<br />
El pasillo que lleva hasta el departamento donde vive Aurora Venturini empieza y termina con cuatro escalones. Eso quiere decir que, sin ayuda, Aurora Venturini no puede salir de su casa. Cada vez que alguien llega o se va, ella permanece sentada, al otro lado de la puerta, como un animal al acecho que despide o espera.<br />
<br />
La historia —su vida— es fácil: nacida en La Plata, casada dos veces —con un juez, con un historiador famoso—, militante peronista, detenida en 1955 por la llamada Revolución Libertadora que derrocó al gobierno de Juan Domingo Perón, exiliada en París, regresada a la Argentina, docente, escritora, grafómana.<br />
<br />
Lo que importa es todo lo que esas frases no dicen. Todo lo que hace que esta mujer de noventa años, que pasa la mayor parte el día sentada, inmóvil, produzca una inquietud inespecífica, calcárea.<br />
<br />
—Es un monstruo, en el mejor sentido de la palabra —dice María Laura Fernández Berro—. Labura ocho, diez horas por día. Me hace leerle ochenta páginas de sus novelas y pone cara de arrobo con su propia escritura, como si estuviera escuchando música. En el último año le tipeé seis novelas y un libro de cuentos.<br />
<br />
María Laura Fernández Berro es escritora, platense, tiene cincuenta y ocho años y ganó en 2010, con su novela La sangre derramada, el premio Aurora Venturini que, dotado con dos mil dólares, Aurora Venturini propicia desde hace diez años. Desde entonces, todos los sábados a las cinco de la tarde María Laura Fernández Berro llega a la casa de la Calle 37 y, entre cantidades modestas de champagne rosado que comparten, tipea la columna llamada Rescates, acerca de mujeres cuya historia merece ser recordada y que, desde que ganó el premio, Aurora Venturini escribe para Página/12.<br />
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—Ahora estoy pasando a máquina una novela inédita que se llama Pogrom del cabecita negra. Yo estoy asombrada con esta mujer. Cumple noventa y un años en diciembre. Dice: “Necesito dos años más, que son dos novelas más, y listo”. Yo llego a las cinco, y si a las cinco menos dos minutos no llegué, ya me llama por teléfono y me pregunta: “¿Dónde andás?”. Se desespera. Desde que se accidentó tengo llave de la casa, entonces entro y debe escuchar mis pasos por el pasillo, porque cuando abro está mirando hacia la puerta como un animal en su cueva. Y después es lo mismo. Ese animal mirando cómo te vas, hasta el próximo sábado.<br />
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—Vos también sos flaca. Mi mamá era gordita. ¿Sos nerviosa?<br />
—No.<br />
—Yo sí. Y cuando espero, es un horror.<br />
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A través de una persiana de plástico que permanece a medias baja, detrás de un televisor grande y viejo, se ve un patio con algunas plantas sumergidas en el reverbero pesado de los mosaicos al sol. La casa es modesta: comedor, baño, cocina, patio interno, dos cuartos. Todos los ambientes, excepto el comedor, son despojados: en la cocina no se ven adornos, en el cuarto hay una cama chica, una mesa de luz y una silla de madera. En el estudio, que desde el accidente ya no usa, hay una biblioteca con ediciones viejas, a punto de desintegrarse.<br />
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—Yo ya no leo a mucha gente nueva. A los del jurado sí, los leí a todos. Pero me estanqué en Dostoievski, en Pasternak, en Miguel Ángel Asturias, en Flaubert.<br />
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En el comedor, una mujer joven, algo gorda, con la dentadura arrasada, acerca un vaso de agua con sabor a pomelo.<br />
—Nena —dice Aurora Venturini—, traeme a mí también. Yo soy inútil, no sé hacer nada. Ni abrir una botella.<br />
<br />
Aurora Venturini vive sola, se ducha sola, se viste y se desviste sola, pero durante el día tiene la ayuda de esta mujer —que limpia, compra, cocina— y, por las noches, otra se queda a dormir.<br />
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—Con la gente de la noche no hablo. No es por despreciar, pero no tengo tema. Yo nunca me enfermé. Todos los accidentes me vinieron de afuera: una vez me asaltaron, me empujaron y me rompí el coxis; otra me caí de un colectivo y me rompí entera. Como soy un esqueleto, me rompo los huesos. Si fuera gorda me machucaría.<br />
<br />
Y cuando dice “gorda” hace un gesto con la cabeza hacia la cocina, donde la mujer que la ayuda llena un balde con agua.<br />
—¿Y los cuidados de estas personas los paga usted?<br />
—Sí, yo tengo una buena pensión. Yo soy peronista y me ha costado mucho ser escritora por eso. Hay diarios que no tienen en cuenta la calidad del que escribe sino otras cosas. Yo fui amiga de Evita Perón, trabajé en la Fundación Eva Perón y eso me puso a muchos en contra. Después, en 1955, me fui a París.<br />
—¿Cuánto tiempo estuvo en París?<br />
—De 1955 a 1975. No quería volver. Ya me había acostumbrado.<br />
—¿Y por que volvió?<br />
—Por esas cosas que hay alguno enfermo, que se dice que se va a morir. Cosas de familia.<br />
—¿Quién era la que se iba a morir, su madre?<br />
—Decían. Pero no pasó. En París estuve con Sartre, con Simone de Beauvoir. Qué buen tipo Jean Paul. Era bizco, pero interesante. Yo vivía al lado de la panadería donde Maurice Chevallier iba a comprar baguettes.<br />
<br />
Se empeña en dar nombres, siempre los mismos, y se empeña en contar, de esos nombres, siempre las mismas cosas: que a Eva Perón se le hinchaban los pies de tanto trabajar, que Sartre lloraba cuando iba al cine a ver El muelle de las brumas, que Maurice Chevallier cantaba cuando compraba el pan. Nombres, nombres, nombres. Pero el más impresionante es el de ella. Aurora. Aurora.<br />
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“Aseguran que Carbúncula mató a su mamá. En mis momentos de gran melancolía, pienso que tuvo una buena razón para aniquilar a su vieja: el hecho de traerla al mundo […] Carbúncula nunca tuvo relaciones sexuales con nadie; podríamos decir que ha mantenido relaciones sexuales a distancia, con las tortugas del esfuerzo y del orgasmo. Carbúncula Tartaruga morirá virgen porque con sus deditos cortitos no ha podido romperse el himen”, escribió en un relato reciente llamado Carbúncula, que se publicó en Página/12 y que formará parte del volumen El marido de mi madrastra, que publicará en junio Mondadori. Cuando la mujer que inspiró el cuento —una vecina— leyó el periódico y la llamó para quejarse, Aurora Venturini le dijo: “¿En qué parte se reconoció, en esa que dice que mató a su madre?”.<br />
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“Con el correr de las aguas bajo los puentes, se convirtió en algo parecido a una momia, conservada en vodka”, escribió sobre Joan Crawford en una de sus columnas. “Según nuestra opinión, si bien en algunos papeles acierta, ella es en la vida sólo una putilla elegante”, escribió en otra sobre Cécile Sorel.<br />
Qué es. De qué está hecha.<br />
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Nació en 1922, en La Plata, donde su familia, dizque de las familias fundadoras de la ciudad, tenía una finca en las afueras.<br />
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—Una casa muy grande, campito a los dos lados. Viví ahí hasta los diecinueve años. Después me fui a vivir sola. Nunca fui sociable. Tenía que defender mi soledad para escribir. Yo escribo desde que tengo cuatro años. Mi madre era maestra. En mi casa había una biblioteca enorme, que era de mi abuelo Melo, que había sido periodista en el diario La Nación. Cuando me fui de la casa me empleé como maestra y a la vez estudiaba Filosofía y Ciencias de la Educación en la universidad. Yo sé aplicar el test de Rorschach, el de las manchas. En las escuelas donde yo trabajaba, todos los alumnos estaban rochartizados por mí.<br />
<br />
—¿En esa casa de la infancia quiénes vivían?<br />
—Mi madre. Mis hermanas.<br />
—¿Su madre cómo se llamaba?<br />
—Ofelia.<br />
—¿Y su padre?<br />
—Juan. En fin.<br />
<br />
En una entrevista que publicó el periódico argentino La voz del interior en 2011, Aurora Venturini decía: “Yo tenía una hermanita muy mimada y un hermano deforme. Mi madre decía que él era deforme porque yo había tenido rubeola. Yo creía eso y vivía mal, culpable, tratando de lastimar porque a mí me lastimaban”.<br />
—¿Sus hermanas eran todas mujeres?<br />
—Había un varón. Pero murió. No era muy normal el pobre. Yo tampoco soy muy normal. Yo no crecí mucho. Yo debo ser una deficiente recuperada. Lo que cuenta Las primas no pasó en mi casa, pero fue parecido. Yo nunca entendí la vida de los otros. Lo único que tengo es la literatura.<br />
<br />
—Yo creo que ese hermano nunca existió —dice María Laura Fernández Berro—. Ella dijo en muchas entrevistas que la madre la hizo cargo de ese chico, que lo tuvo que cuidar hasta que se murió, pero la hermana, Ofelia, dice: “Nunca tuvimos un hermanito así. ¿Por qué hace eso?”. Se indigna.<br />
<br />
Aurora Venturini vivía en aquella quinta con su madre y sus hermanas, recibiendo las visitas de un abuelo paterno, Juan Bautista Venturini, que fue quien, dice, la llevó por primera vez a Europa a sus cinco años y con quien iba al Teatro Colón a escuchar ópera.<br />
<br />
—Escribí sobre ese abuelo en una novela que va a salir a fin de año, El sillón de mimbre. Él sale también en Los Caserta. Y una tía aparece en Las primas. Cuando se murió mi abuela esta tía corría por la casa con el cuerpo de la vieja, que ya estaba dura, y gritaba: “Mi mamá es mía”. Tuvieron que ponerle una inyección y dormirla para sacarle a la mamá. La tía ésa se murió. Pisó una flor.<br />
—¿Cómo que pisó una flor?<br />
—Sí. Había un cantero con flores, pisó, se resbaló y se desnucó. Eso está en la novela. La flor se llamaba “alegría del hogar”.<br />
—Y su madre…<br />
—Mamá murió de cáncer. Y bueno.<br />
<br />
—¿Y Yuna?<br />
—Yuna es una prima, que es hija de primos y salió medio medio. Se casó tres veces. A veces viene. Se sienta acá y empieza: “Aurorita, que inteligente que sos. ¿Cómo hacés para mandar palabras por ese piolín?”, dice, mirando la computadora. Yo a la computadora le digo “la negra puta”, y la uso nada más que para mandar mensajes. Pero ella me dice: “¿Y no se cae ninguna letra?”. Qué extraordinario. Cuando se casó por tercera vez vino y me dijo: “Te tengo que contar algo pero te vas a enojar”. Le dije: “No, cómo me voy a enojar, contame”. “Me caso otra vez”, me dice. “Ay, pero qué suerte, ¿cómo lo conseguiste?”. “No lo conseguí, él se me declaró”. Ella iba a la feria con la canastita, a comprar. Y el señor tenía un puesto de queso. El del puesto de queso, era. “Se enamoró”, me dice. “¿Y vos también?”, le digo. “No, pero para no estar sola, viste. ¿Querés que te lo presente?”. “Bueno, sí, traelo”. Y lo tenía ahí afuera, preparado. Entró el señor. “Ahora —dijo el señor—, no voy a vender más queso, voy a poner a alguien a que venda, porque ya tengo esposa”. Tienen una casa de dos pisos, preciosa. Si vieras qué bien que está.<br />
—¿Su prima se reconoció en el libro?<br />
—Alguien se lo dijo y me llamó enojada. “Me dijeron que en el libro Las primas, de Aurora Venturini, salgo yo”. “Pero no”, le dije. “Ah, bueno”, me dijo.<br />
<br />
—¿Sus tías vivían con ustedes?<br />
—Iban de visita. En realidad, mi hogar era un hogar muy disuelto. Para qué hablar de eso. Mi madre era muy especial. Pero uno no quiere hablar. Para qué.<br />
—¿Le trae malos recuerdos?<br />
—No, no me gusta. Me gusta hablar de lo bueno, nada más. Lo otro es como si no hubiera pasado. Las cosas no pasan cuando uno no las nombra.<br />
—Y su padre…<br />
—A mi papá se lo llevaron a Ushuaia, preso, porque él era radical. Uriburu le hizo la revolución en el 30 al presidente Irigoyen, que era radical, y a los hombre radicales se los llevaban presos a Ushuaia.<br />
—¿Estuvo mucho tiempo en Ushuaia?<br />
—Creo que sí, porque no volvió. O volvió alguna vez. No sé. Hay cosas que se me han borrado.<br />
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En una entrevista de diciembre de 2008, en el sitio web La pulseada, Aurora Venturini dijo: “A mi papá lo mandaron a trabajar a la cárcel de Ushuaia, hasta que luego la cerró Perón”. En otra, publicada por Página/12 en diciembre de 2007, dijo: “Mi padre tenía seis caballos. Era un gran jugador. […] Y papá se vino abajo jugando. Perdió todo y se fue. Mamá se quedó con nosotras, que no éramos gran cosa […] todo se vino abajo. Tuvo muchos hijos y muchos murieron […] Mi familia era radical. Mi papá me echó de casa, me expulsó de todo cuando supo que yo estaba con el peronismo. Él nos había dejado y volvió un día solamente para eso. Después volvió a irse”.<br />
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—Leí que su padre la echó de su casa, pero también que…<br />
—No, eso es mentira. Nunca tuve relación con él. Él no sabía lo que yo hacía. No estaba casi nunca.<br />
—¿Pero él se fue de su casa o…?<br />
—Sí, mejor no decir. Para qué, no me gusta. Hay fantasmas que están todavía. Yo creo en fantasmas. Si hay dios, hay diablo.<br />
Aurora Venturini es, siempre ha sido, una católica blindada.<br />
<br />
—Hola, ¿hablo con la señora María Ofelia de Castro?<br />
—Sí.<br />
—La llamo porque estoy haciendo un artículo sobre su hermana, Aurora, y quería ver si usted tiene unos minutos para que conversemos.<br />
—Sí, encantada, cómo no. Llámeme mañana sábado, a las seis de la tarde.<br />
El sábado 31 de marzo, a las seis de la tarde —y a las seis y cinco, y a las seis y diez, y a las seis y veinticinco, y a las siete y cuarto, y a las ocho y media— el teléfono celular de María Ofelia Venturini de Castro, hermana de Aurora Venturini, suena. Inútilmente.<br />
<br />
Fue alumna de la escuela Miss Mary O’Graham, un colegio privado donde cursó primario y secundario y, aunque tenía diez en todas las materias, su clasificación en conducta era regular.<br />
<br />
—No me portaba mal, pero era rebelde. En la clase de religión dije que me parecía mal que Adán se hubiera casado con Eva, porque si era de una costilla de él, entonces era la hija. Fue un escándalo. Las maestras nos pegaban. Y en casa nos decían: “Si la señorita les pega, no importa, ustedes aguanten porque la señorita nació en Lyon”. Nos tenían frenados a nosotros. De qué manera.<br />
—¿Era muy terrible?<br />
—No. Era terrible para ellos. Yo era solitaria. Una isleña. Me compraba una revista y leía una novela que traía adherida, subida a un árbol. “Machona, bájese de ahí”, gritaba mi mamá. Yo era como un erizo. Y bueno, así es la vida, y siguió siendo siempre. <br />
—¿Cómo se llevaba con sus hermanas?<br />
—Bien, nunca fuimos muy unidas, pero no había discusiones.<br />
<br />
—Con la madre nunca se llevó bien —dice María Laura Fernández Berro—. Con la hermana, Ofelia, se ha llevado históricamente como el culo. Yo creo que quiere más al marido de Ofelia, que es médico, que le dice: “Te vas a morir”, y ella le dice: “Primero te vas a morir vos”, y entonces ella se levanta y camina. Aurora sabe qué decir para hacerte doler. Sabe dónde sos vulnerable y, si hace falta, ahí te pega. Ella dice que es la mujer más mala de la tierra porque la maltrataron, y si no, no sobrevivía.<br />
<br />
Recuerdos de la infancia difusos, enredados en los velos del tiempo: un chico llamado el Toto, estudiante de medicina, cuyo perfil espléndido le gustaba contemplar a contraluz; el hijo de un ladrillero que pasaba en bicicleta, que se parecía a Gary Cooper y al que nunca le habló; el Bebe Cook, un amigo con el que trepaba a la higuera a leer novelas que le prestaba el quiosquero.<br />
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Juntaba huevos de pato. Buscaba, sin encontrar, al basilisco, que, si te mira, te convierte en piedra. Como la convencieron de que los chicos nacían de los repollos empezó a escudriñar los repollos que llegaban a la casa. Una tía soltera le decía: “Si encontrás un chico, traelo”. Una vez se tragó sin querer un Niño Dios de mármol que venía en el pan dulce importado de Alemania. Todavía, a veces, se pregunta si llevará esa lágrima de mármol, esa semilla estéril en la panza.<br />
<br />
—El otro día vino mi cuñado, que andaba con incontinencia urinaria, y estaba María Laura, y le pregunto: “¿Cómo andás del pitolón?”. No sabés cómo se puso. Yo soy la mayor de las hermanas. Tengo una que se llama María de los Ángeles del Corazón de Jesús. Casada con un banquero. Parece mentira que sea maestra, pobrecita. Ninguna fue a la universidad. Son maestras nomás. Yo le digo a mi hermana Ofelia cosas terribles y se asusta. La vez pasada se fue a Uruguay con el marido, y vino una tormenta horrible. La llamé y le dije: “Me alegré mucho por la tormenta. ¿Te agarró por el camino?”. A mí me encanta asustar a la gente. Cómo me gusta asustar a la gente. Pero nadie jugó conmigo, nunca.<br />
<br />
El sol entra apenas, colándose por debajo de la persiana de plástico que separa el comedor del patio interno.<br />
—La casa de la quinta era muy grande. A veces se metía un potrillo despistado. El caballo quería azúcar, pobrecito. Tenía una tía que les tenía miedo a los caballos y empezaba a los gritos. “¡Sáquenme a este monstruo!”. Siempre tuve caballo. Yo sé saltar, salto valla fija. Mi caballo se llamaba Macón. Estaba encantado, porque hablábamos. Yo puedo hablar con los animales. Ahora mandé a Página/12 un cuento que se llama Rebeca. Trata de mi araña.<br />
—Su araña.<br />
—Yo tenía una araña en el quicio de la ventana. Yo hacía bicicleta fija y la miraba. Un día vino con un compañero, un araño. Después ella salió embarazada, pero a él no lo vi más. Aparecieron sus descendientes. Una de las descendientes, que se llamaba Ariadna, también hablaba. Un día le pregunté a Rebeca dónde estaba el marido y me dijo que se lo habían comido. Eso es normal para las arañas. No hay que criticar. Cada cual tiene su manera. Costumbres. Después Rebeca murió. Entonces me hice amiga de Ariadna. Y me contaba cosas. Yo nunca le pregunté lo que habían hecho con el papá. Tengo un libro de poemas de López Merino, el primer poeta de La Plata. Estaba enfermo y se suicidó. Se usaba suicidarse en los años veinte, quedaba bien. Y adentro de ese libro hay un soneto que se llama “La araña”. Le comenté a Ariadna y quiso meterse en el libro a leer. Se metió. No salió más. Después de un tiempo abrí el libro y la encontré. Muerta. En el cuento pongo que lo que quiero significar es que todos tenemos derecho. Los anormales, los animales, los locos. Los sobresalientes. Todos tenemos derecho a la vida.<br />
<br />
“En un gran cartón pinté un mapamundi dentro del cual un renacuajo flotaba tratando de defenderse de un tridente que intentaba traspasarlo y el renacuajo de repente parecía una semilla humana, un nene feo que minuto a minuto cambiaba a más lindo hasta que se hizo bebé y entonces el tridente lo pinchó en la barriguilla y él salió flotando hacia afuera del mapamundi. Ese cartón que mostraba varios aspectos de la aventura de ese pequeño ser fue muy estudiado y asimismo aprovecharon los sociólogos sociales para hacerme preguntas que yo contesté como mejor me pareciera para confundirlos. Creo que los confundí. Leí las conclusiones infantiles a que llegaron. Íntimamente me burlé de ellos, de sus poses y sus lástimas hacia mi persona. Cuando titulé mi obra creo que se hicieron cargo del error de interpretación: Aborto. Así lo titulé. Gané una medalla por Aborto“, escribió en Las primas.<br />
<br />
En el comedor hay un retrato suyo en carbonilla, del año 1961, donde se le ve con una camisa abierta, aros de perlas, el pelo corto y abultado.<br />
—Era bonita. Nunca tuve problemas con los hombres, pero mi interés pasaba por otro lado. Yo admiraba a mis profesores.<br />
—¿Y nunca se enamoró de un profesor?<br />
—No. Jamás.<br />
—¿Cuando usted le dijo a su madre que iba a estudiar Filosofía, ella estuvo de acuerdo?<br />
—Mi madre hubiera querido que yo supiera coser. En esa época, las mujeres no iban a la universidad.<br />
<br />
El árbol genealógico se enreda en nombres impactantes: que la rama de la abuela materna desciende de Domingo Faustino Sarmiento, que la abuela paterna era prima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo (en cuya casa de Sicilia dice haber escrito Nosotros, los Caserta). A los diecinueve, en unos años en los que las señoritas dejaban su casa sólo para bien casarse, se fue a vivir sola a un departamento de la zona del Bosque.<br />
<br />
—Era más cómodo. Yo estudiaba Filosofía en la universidad y me ganaba la vida como maestra, y desde el departamento no tenía que tomar tranvía ni nada. Tenía todo a mano.<br />
<br />
Aunque asegura haberlo comprado, se dice que fue su abuelo, Juan Bautista Venturini, quien le regaló el departamento para alejarla de una casa donde empezaba a ser tratada como una aberración.<br />
<br />
Tradujo a y escribió ensayos sobre Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont y Arthur Rimbaud. Publicó su primer libro, El solitario, en 1948, a los veintiséis años, y recibió por él el premio Iniciación de manos de Jorge Luis Borges. Algunos de los treinta y nueve títulos que siguieron son La Plata mon amour, Poesía gauchopolítica federal, Carta a Zoraida, relatos para las tías viejas, Panorama de afuera con gorriones y Pogrom del cabecita negra. Publicados por su cuenta en editoriales o imprentas que le pedían mucho dinero y le daban pocos ejemplares, ninguno recibió jamás una reseña.<br />
<br />
Para ganarse la vida mientras iba a la universidad, daba clases en colegios secundarios y trabajaba en institutos y refugios que acogían a malformados y dementes.<br />
<br />
—Yo iba a trabajar al Cottolengo de Don Orione, porque trabajaba en minoridad, en educación, me formé en Psicología. Es un lugar donde hay cosas tremendas. Atendido por monjas. Había una sirena, una mujer con las dos piernas juntas. A mí me atraían esas cosas. Los chicos que están pegados, que son siameses. Lo que se arrastran. Qué espanto eso.<br />
<br />
“En el instituto de Betina trataban casos muy serios —escribió en Las primas—. El niño-chancho, trompudo, caretón y con orejillas de puerco, comía en un plato de oro y tomaba el caldo en una taza de oro. Agarraba la taza con patitas gordas y unguladas y sorbía produciendo ruido de torrente acuoso derramándose en un pozo y cuando comía sólido movía las mandíbulas, las orejas, y no llegaba a morder con los colmillos que eran muy salientes como los de un chancho salvaje”.<br />
—Ese chico con cola de chancho era verdad. Tenía tacita de oro. Debió haber sido de gente bien. Debió haber sido un pecado horroroso.<br />
<br />
Bien entrados los años cuarenta, fascinada por las ideas de justicia social y la figura de Eva Perón, se hizo peronista. La mujer del gobernador de la provincia, un hombre de apellido Mercante a quien dizque ella hacía los discursos, le presentó a Eva Perón que estaba poniendo en marcha la fundación que llevaba su nombre y que asistió, en materias como educación, salud y vivienda, a familias carenciadas, madres solteras, estudiantes jóvenes.<br />
—Yo empecé a trabajar en la fundación y nos hicimos amigas. Evita no era letrada, pero tenía una inteligencia natural, como surgida de la tierra.<br />
<br />
—¿Eran amigas muy cercanas?<br />
—Sí. Ella me pedía que le contara chistes verdes. Se le hinchaban los pies al final del día, de tanto trabajar. Cuando Eva se murió, en el cincuenta y dos, yo estaba en la habitación de al lado.<br />
—¿Le quedó algo de ella?<br />
—Qué me va a quedar. El recuerdo.<br />
—¿Usted estaba casada cuando la conoció?<br />
—Sí.<br />
—A qué edad se casó.<br />
—Qué sé yo. Mirá. No quiero hablar. Yo siempre digo que mis matrimonios fueron Vilcapugio y Ayohuma, las batallas por la independencia argentina que perdió Belgrano. Dos desastres. Cómo vas a tratar con una persona como yo. Nadie puede.<br />
<br />
Se sabe que su primer marido fue un juez, de nombre Eduardo, y el segundo Fermín Chávez, un historiador muy conocido, pero no quedan claras las circunstancias en las que los conoció ni los motivos por los cuales se casó con ellos.<br />
—Soy una inútil. No sé cocinar ni un huevo frito. No puedo. Me da asco. Hay muchas cosas que me causan repugnancia.<br />
—¿Por ejemplo?<br />
—Algo tremendo es tener que dormir con otra persona.<br />
—Pero con sus dos maridos habrá tenido que convivir.<br />
—Cada quilombo que había yo me rajaba. Me iba a Europa. Siempre tuve el pasaporte en regla. Para rajar. Yo no aguanto. Ellos se casaron porque insistieron. Pero a veces digo, que Dios me perdone, por qué hacer eso con la gente… Eso no se hace. Fue peor para ellos que para mí. Yo soy amable, pero puedo ser ríspida. Yo estoy en paz cuando escribo, nada más.<br />
—¿No se podía divorciar?<br />
—No. Soy viuda de los dos. Me casé por Iglesia y eso es un sacramento.<br />
<br />
En 1954 se fue a París y regresó en 1955, sólo para encontrarse con la Revolución Libertadora que había derrocado a Perón y, por ser peronista y por las cosas que hizo durante 1956 —básicamente, dice, tirar bombas molotov (“yo hacía unas molotov bárbaras”)—, la detuvieron.<br />
<br />
—Me llevaron al departamento de policía. Me pegaron. Me destruyeron los dedos de los pies caminándome encima con las botas. Cuando pensaron que me moría me tiraron por la calle. Me levanté, llegué a mi casa, me bañé. Hablé con un amigo, que fue cónsul en Ecuador, y le dije: “¿Me prestás un poco de plata, me sacás un pasaje?”. Y me fui a Europa. Allá hacía calor. Era junio.<br />
—¿Y su marido?<br />
Se encoge de hombros, tuerce la boca.<br />
—Y bueno.<br />
Después dice, en tono educadísimo:<br />
—Ya me he fatigado, nena. ¿Podemos seguir otro día?<br />
—¿Le parece bien la semana que viene?<br />
—Marzo lo tengo un poco ocupado. Tengo dentista.<br />
—¿El martes 13 de marzo?<br />
Contempla, concentrada, un almanaque prendido a la pared con lo que parece ser un pinche con forma de Virgen.<br />
—Bueno, el martes 13 está bien.<br />
Toma una lapicera, abre un cuaderno y anota: “Martes 13”.<br />
—¿A qué hora?<br />
—A la hora que me diga. ¿Usted duerme la siesta?<br />
Exagera un respingo, como diciendo “ésas son cosas de viejos”.<br />
—Te espero el martes 13 a las dos de la tarde, porque la gordita se va a las tres, y si no está ella yo no puedo abrirte ¿Me cerrás la puerta cuando salgas?<br />
<br />
La puerta se cierra con un chasquido.<br />
Son las seis de la tarde de un día de sol.<br />
<br />
Marcela Ferradás es actriz y protagonizó, en 2011, la obra de teatro Las primas o la voz de Yuna, que fue elogiada por la crítica. La obra se montó por iniciativa de la propia Ferradás, que leyó la noticia del premio de Aurora Venturini en Página/12 y pensó: “Qué mujer interesante”.<br />
<br />
—Cuando leí el libro quedé deslumbrada, y empecé a hacer contactos para proponerle una versión en teatro. Me acuerdo de la primera vez que fui a la casa. No sé por qué, pensaba que Aurora vivía en un palacio en decadencia, y nada que ver. Aurora es un ser de luz y un ser tremendo. Ella me decía: “Nena, yo lo único que sé hacer es escribir”. Y esa decisión de no tener hijos. “Yo mato a los hombres —me dijo—, los hombres que están conmigo se mueren”. Creo que ella siente que ha sido un poco egoísta con ellos. Yo nunca pude tener con ella una conversación con principio, desarrollo y fin, pero fui reconstruyendo algunas cosas. Que su madre no la ha querido, que tuvo un hermano con una deficiencia y que la madre la culpaba a ella de esa deficiencia porque ella había tenido escarlatina o difteria y la había contagiado durante el embarazo. Pero Aurora es un iceberg y yo sólo conozco lo que está sobre la superficie del mar. Tengo recortes de Aurora. Y con esos recortes, armé mi Aurora.<br />
<br />
Nosotros, los Caserta, la segunda novela que publicó en una editorial grande, cuenta la historia de María Micaela Stradolini Caserta, Chela, una niña superdotada, arisca, con un padre severo, una madre que no la quiere y un hermano deforme que sólo puede articular tres sílabas.<br />
<br />
“Nosotros, los Caserta parece escrita bajo la convicción de que la literatura es el ámbito para hurgar en el mal bajo todas sus formas […] Al leerla, es posible hallar un raro éxtasis de felicidad verbal, algo así como el perfecto cruce de un poema de Rimbaud con la puteada de un camionero en un mal día”, decía la reseña del suplemento ADN, del diario La Nación.<br />
<br />
“Nosotros, los Caserta es una novela brillante, provocativa, ambiciosa, deliberadamente anacrónica […] Venturini conoce en profundidad su oficio y aprovecha el pretexto narrativo para explorar formas de articulación y contrapunto entre fábula y ficción”, decía la reseña de la revista Ñ, del diario Clarín.<br />
<br />
El martes 13 de marzo de 2012 es, en La Plata, un día de inocencia radical. El cielo es azul, la temperatura veraniega. Son las dos de la tarde y la mujer joven, algo gorda, con la dentadura arrasada, invita a pasar. La puerta del departamento número uno permanece abierta, trabada con una planta de interiores, pequeña. En el comedor, Aurora Venturini está de pie, usando el mismo conjunto de hilo blanco de la primera vez, con las manos apoyadas en la mesa redonda.<br />
<br />
—¿Cómo estás? Me gusta que sos puntual. ¿Querés una empanadita?<br />
—No, gracias.<br />
—Vas a vivir muchos años. Nunca engordes. No eches grasa.<br />
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El panorama es el mismo de la semana pasada: el ambiente abigarrado de objetos donde, sin embargo, todo parece estar en uso; las paredes repletas de diplomas y premios de los que su receptora casi no habla; una cocina donde no hay nada a la vista.<br />
<br />
Aurora Venturini regresó de París en 1975, un año antes de que empezara la dictadura militar en el país, que duraría hasta 1983, y dice que, aunque la echaron de todos los colegios en los que daba clase, los militares no le hicieron nada.<br />
—¿De qué vivió?<br />
—Estaba casada con el juez. Publicaba algo en el diario El Día, de La Plata. Mi juez era de derecha. Un hombre mayor. Un buen tipo. Estaba emparentado con militares. No estaba de acuerdo conmigo pero nos respetábamos. Estaba inválido. Mala suerte. Sufría de diabetes. Le habían amputado la pierna. Tenía su jubilación importante. Vivimos un tiempo en una quinta de City Bell, en las afueras de La Plata. Cuando se enfermó, no quiso que lo vieran así, y nos fuimos al campo. Ahí él podía salir con su silla. En fin. Ya pasó todo eso.<br />
<br />
—¿Le gustaba estar ahí?<br />
—Sí, pero era triste, porque la quinta estaba dividida. En un lado estaba mi marido, con los enfermeros y todo eso. Yo no lo cuidaba. Me impresionaba. Y del otro lado estaba yo, con los perros.<br />
—Y con las muñecas.<br />
—Las vendí. ¿Cómo sabías?<br />
<br />
Cuando pregunta “¿cómo sabías?” irrumpe, como el chirrido de una sierra eléctrica, el llanto de un recién nacido.<br />
—Está llorando mi vecino más chico. Antes no tenía la voz tan aguda. Está creciendo.<br />
<br />
Durante muchos años, en esa casa de City Bell, Aurora Venturini tuvo una colección de ciento setenta y cinco muñecas. Alemanas, francesas, gitanas, clásicas, de cera, de trapo. Las sacaba al sol, les planchaba la ropa.<br />
—Tenía la idea de que las muñecas tenían el espíritu de los chicos desaparecidos durante la dictadura. Cuando desapareció Pupi Fonrouge me entró una desesperación.<br />
<br />
Pupi Fonrouge era Julia Esther Pozzo Fonrouge, secuestrada el 29 de julio de 1976 a los veintiún años, hija de amigos de Aurora Venturini.<br />
—Ahí me puse a buscar una muñeca. Fui a varios anticuarios y nadie tenía. Me fui a San Telmo, a Buenos Aires. Entré en un negocio y me dice la señora: “Tengo una, pero está toda añicada”. Le dije: “Bueno, se la compro”. Me fui a tomar el ómnibus a City Bell. Llego a mi casa y preparo todo para repararla. Estaba rota en la cabecita. Y la empiezo a reparar y cuando le armo el cuellito le veo la firma: Cranach. Que era un alemán que hacía muñecas en el siglo XVI. Escrito en gótica.<br />
—¿Lucas Cranach? ¿No era pintor?<br />
—Y cuando veo la firma, por encima del hombro veo que hay alguien. Atrás. Un hombre con una capa. Me di un susto. Pero me di vuelta y no había nadie. Y la muñeca me estaba saliendo correcta. Ni se le veían las cicatrices. Hasta parecía que me decía: “Upa”. Me tuvieron mal esas muñequitas. Cuando se terminó la maldita revolución de los militares me pareció que se habían vaciado de los espíritus de los chicos y las puse en venta. No me dio pena ni nada. Todas juntas se fueron. Me pagaron muy bien. Pude pintar toda la casa con eso. Había una que tenía una leyenda que decía Ad maiorem Dei gloriam, “Para mayor gloria de Dios”.<br />
—¿Por qué tenía esa leyenda?<br />
—Era una de las muñeca que hacían en los conventos las monjas, para protegerse de las brujerías.<br />
Aurora Venturini podría momificar a un niño, envolviéndolo en finas vendas de terror.<br />
<br />
—Tiene fama de brava —dice María Laura Fernández Berro—. Una vez, después de un homenaje a Leopoldo Lugones, un viejo se le acercó y le dijo, en italiano: “¿Cómo le va”. Y ella lo miró con una cara recontrajodida y le dijo: “Chi vediamo en el cementerio“. Y el viejo se dio media vuelta despavorido. Porque tiene fama de bruja.<br />
—¿Qué?<br />
—Sí, de secar a la gente. Yo no soy esotérica, así que me da igual, pero tiene esa fama. Que seca a la gente. Mientras estábamos escribiendo el prólogo del libro del cura se le rompieron los caños de la casa, a mí se me dieron vuelta todas las hojas de libro. Yo no lo creía hasta que nos pasó.<br />
<br />
Los seres humanos hacen o dejan de hacer cosas por diversas causas: por superstición, por un dios al que le tienen prometido, por una consigna alimentaria, por sugerencia de un gurú. Aurora Venturini cree que la única fuerza capaz de domar la moral de los hombres es la existencia del infierno.<br />
<br />
La voz del padre Carlos Mancuso suena tranquila a pesar de que en la parroquia tiene dos líneas telefónicas y, mientras habla por una, cada pocos minutos suena la otra y él se excusa, atiende, escucha y dice: “Ahora estoy hablando por otra línea, pero llámeme entre las seis y las siete”. La situación se repite, al menos, quince veces a lo largo de una hora, de modo que es probable que, entre las seis y las siete, el padre Mancuso, capellán del Colegio Corazón Eucarístico de Jesús y confesor del Seminario San José del Monasterio de las Madres Carmelitas de La Plata, declarado exorcista de la Archidiócesis por el arzobispo monseñor Héctor Aguer y autor del libro Mano a mano con el diablo, crónicas de un cura exorcista, que en 2012 y con prólogo de Aurora Venturini publicó editorial Sudamericana, tenga que repetir, muchas veces: “Ahora no puedo, estoy hablando por otra línea, llámeme entre las siete y las ocho”.<br />
<br />
—Aurora es una mujer muy lúcida. Vino a verme hará tal vez tres años, porque no podía liberarse del vicio de fumar. Yo le di una bendición, y ella da su testimonio de que a partir de ese momento nunca más sintió esa compulsión de gran fumadora que la había abatido. La bendición ha sido reparadora de sus energías.<br />
—¿Le ha hablado de sus experiencias con… le ha dicho que sintió que la empujaban?<br />
—¿Le ha contado eso? Bueno, sí, ella se asusta a veces. Se atemoriza con la presencia del mal. Tal vez es o tal vez no es la presencia del mal. Pero ella está amparada por la mano del Altísimo. Aurora es una mujer de una inteligencia muy destacada. Es muy capaz y muy equilibrada, de modo que cuando ella dice: “A mí me empujan”, no hay que tomarlo como delirio. Yo le quito importancia, porque si no es agregar leña al fuego. A mí me da la sensación de que Aurora tuvo esa experiencia una sola vez y yo lo que aconsejo es “no se haga problema. Si no la afecta, siga viviendo y quede en paz”.<br />
<br />
“Porque lo sobrenatural de la Bestia es múltiple y legionario y se expresa tanto con gravedad tonal como con trinos de ave. Me consta el poder sanador exorcizante del padre Carlos. Yo era fumadora de tres atados diarios […] El padre Carlos me atendió casi en silencio, con las manos juntas en actitud votiva […] y me bendijo sin solemnidad […] Ya en mi departamento advertí el alivio. No he vuelto a fumar desde hace largos años”, escribió Aurora Venturini en el prólogo de Mano a mano con el diablo.<br />
<br />
Es un encanto el padre Mancuso.<br />
El llanto del vecino pequeño se estrella contra la quietud de la tarde.<br />
—Cómo chilla. Se ve que crece.<br />
<br />
Aurora Venturini habla en un susurro, con frases cortas, en tonos investidos de ironía, de burla, de respeto. El susurro es un hojaldre de intenciones diversas, una caja de herramientas de la que ella saca, cada vez, la adecuada.<br />
—Yo lo vi hacer un exorcismo al padre Mancuso. El hombre estaba sentado, triste, y el padre empezó a hablar y el hombre empezó a erizarse y le dijo: “Cura cagón”. Y se le fue encima y el padre lo dominó. El tipo rugía, pegaba patadas. Y el padre rezaba. Y entonces le sale al hombre una voz finita: “No me hagas daño”. Y el padre lo sacude y se sienta. Y el hombre se fue. Espantoso, ¿no? El infierno existe. Mientras estaba en coma soñé que me quemaba sobre una parrilla. Yo le estaba contando eso al padre Mancuso, que el diablo me decía: “Estás muerta”, y yo: “No, no estoy muerta”. Y entonces el padre me dijo: “Y yo puse la escalera, ¿no?”. Y se me cayó el alma, porque en efecto en el sueño el padre Carlos aparecía con una escalera y me salvaba, y yo todavía no se lo había contado. Así que no fue un sueño. Yo estuve en el infierno.<br />
<br />
—¿Y por qué alguien como usted iría al infierno?<br />
—Tengo las mías. Santita no soy.<br />
—Pero para ir al infierno debería ser algo grave.<br />
—Matar.<br />
—¿A quién mató?<br />
—Y, en 1956, con las bombas que poníamos… No te vas a quedar para comprobar, pero claro que sí. Feas cosas. Éramos bravos.<br />
<br />
Además de tener fe en la infinita bondad de Dios Padre y en la reencarnación de los muertos, Aurora Venturini cree en el lado áspero de las cosas. En el pliegue rugoso donde se esconden la magia negra y la brujería, la furia invisible de los desencarnados, la legión de los que odian a los vivos.<br />
—Hay fantasmas. Siempre son de alguien que uno conoce. Yo sentí los empujones de un fantasma. Alguien que te empuja y te tira contra una pared y te vuelve a empujar y te tira contra otra pared. Cuando estábamos trabajando con María Laura en el libro del padre Mancuso, habíamos puesto los papeles en la mesa y cuando los fuimos a buscar estaban todos revueltos. Yo soy la viva representación de que esas cosas existen. Lo que me pasa ahora es un vestigio de lo que me pasó.<br />
<br />
El 27 de abril de 2011, el día en que tuvo el accidente, Aurora Venturini regresaba del banco cuando vio, en la mesa del comedor, el diario El Día.<br />
—Estaba abierto y leo una noticia de la muerte de alguien. Grande, en dos páginas. Y digo: “Bueno, que se embrome, era una persona mala”. Y me voy al dormitorio, me caigo y me rompo todo. Y esa necrológica no era cierta.<br />
—¿Se habían equivocado al publicarla?<br />
—No. No había ninguna noticia. Leí algo que no existía.<br />
—¿La persona está viva?<br />
—Sí. Diabólico, ¿eh?<br />
<br />
—La relación más cercana que tengo es con ella, con la tía Aurora. Desde que yo era chico nos llevamos bien.<br />
Gustavo Castro es hijo de Ofelia, la hermana de Aurora Venturini, y su sobrino preferido.<br />
—Yo me acuerdo de la quinta de City Bell. Era un chalet muy lindo, grande, con fondo, algunos árboles. Uno de los mejores recuerdos que tengo es de los viajes que hacíamos a San Telmo, a los anticuarios. Un día entramos a uno y me compró una estatuilla de marfil, un pescador. Todavía la conservo.<br />
<br />
Gustavo Castro está casado desde hace trece años, tiene un hijo de once y otro de ocho. Se dedica al tendido de redes, pero lo que le gusta hacer es esculpir en hierro, caminar en soledad, comprar chucherías en las ferias —radios viejas, herramientas que ya nadie usa— a las que él llama “antigüedades”.<br />
—El gusto por las antigüedades me viene de ella, pero compro cosas baratas, porque no me alcanza para más. Yo voy a verla día por medio, todas las noches. Ella siempre está ahí. Vos abrís la puerta y ella está ahí. Y esa imagen de Aurora sentada con sus libros la tengo desde chico. Mi tía es atemporal. No tiene obstáculos. Qué obstáculo más grande que la muerte, y ella salió.<br />
<br />
—¿Hablan de su vida?<br />
—Generalmente de la vida de ella no hablamos.<br />
—¿Con tu mamá cómo se lleva?<br />
—Bien, muy bien.<br />
—¿Y te habla de su hermano, del chico que murió cuando era chico?<br />
—No, no hay cosa que a veces no… cosas que uno no pregunta.<br />
<br />
El vecino más chico de Aurora Venturini ha dejado de llorar, y la casa vuelve a hundirse en el silencio de la siesta.<br />
—¿Hace mucho que vive en esta casa?<br />
—Antes vivía en Buenos Aires. Porque me casé con Fermín Chávez. Muy importante, pero un borracho espantoso. Diecisiete años estuve. No se bañaba. Fue un error. Un error y un horror. El vino lo volvió loco. Fue horrible, horrible. Al final yo me fui, y lo iba a ver a veces porque me daba pena. Son las pruebas de Dios. Pero yo no estaba casada. Era una ausente. Yo no era para eso. Era una isleña. Como mi sobrino Gustavo. Ése también es un isleño. Hay sujetos que llegan a un punto que son autistas. No es mi caso, porque yo me expreso con la literatura.<br />
<br />
La mujer que la ayuda está de pie, apoyada en la mesada de la cocina y mirando fijamente la heladera. Aurora Venturini chequea la hora en el reloj de pared, se da cuenta de que la mujer lleva allí cuarenta minutos más de los que le corresponden, y susurra, volviéndose apenas:<br />
—Gorda, ¿te querés ir? Andá.<br />
<br />
La mujer dice: “Bueno”, toma su bolso, intercambian algunas bromas en código privado (“No aceptes caramelitos por la calle”, cosas así). Cuando se va, Aurora dice:<br />
—Tiene ocho hijos. Yo de pensar en la barriga me muero de horror. Ahora tengo la panza que es un asco por las operaciones, pero la panza gorda, con algo adentro, siempre me espantó. Seré anormal, pero imaginate la pobre mujer haciendo fuerza, qué espanto. <br />
—¿Por qué se casó?<br />
—Qué sé yo. Estaría aburrida. Era lindo el juez. Qué va a ser. No pudo ser lo que tendría que haber sido.<br />
Y lo que tendría que haber sido se llamaba Julio Hirsch, era fundador del club de futbol Estudiantes de La Plata, estaba casado y tenía dos hijos.<br />
<br />
Hay un relato inédito, llamado El murciélago. Allí, Aurora Venturini escribe: “[…] Él vivía en City Bell y cuidaba el jardín de la quinta. Allí habitaba con su esposa y dos hijos. Supe esto un día aciago. Ayer, en abrazo intenso, me hubiera sepultado junto a él, yo que odio los sepulcros. Volvimos a encontrarnos cuando cumplí diecinueve años; delgada y juncal; universitaria, ya publicaba mis escritos […] No me he movido un tramo de aquella vez del encuentro […] Enamorarse del amor verdadero, del destinado, váyase a saber por qué prodigio es convertirse en caja de lata barata contra cuya superficie miserable y pobretona habrán de coincidir hasta los golpes más despistados”.<br />
<br />
—Yo era muy joven, pero era imposible. Dicen que cuando es, es imposible. Así dicen. Era casado. En esa época un hombre casado era sagrado. Éramos realmente el uno para el otro, pero a destiempo. Él era más grande, era un profesor. Fue una cosa interrumpida, divina, insuperable, inolvidable. Quiso venir conmigo, pero la mujer se opuso. Yo no tengo ni un retrato de él. El hijo vivió hasta hace poco. Le hablé por teléfono. Le dije: “Mirá, por qué no te llevo bombones, me das un retrato de tu padre”. Me dijo: “Bueno, vení”. Pero se ve que la mujer le dijo: “No”. Me llamó un día y me dijo: “Hay impedimentos de familia”. Después se murió, el hijo. Un muchacho grande. De mi edad.<br />
<br />
—¿La mujer de él sabía lo que estaba pasando entre ustedes?<br />
—Lo sabía toda la ciudad. La ciudad era chica. Fue un escándalo. Yo tenía diecipocos y él treinta, profesor de secundario, médico. Pero después ya estaba la política, y entonces ahí lo dejé de ver. Él era conservador. Yo peronista. No podía ser.<br />
—Habrá sufrido.<br />
—Él también. Pero se saca. Como uno se saca una muela. Y se acabó.<br />
<br />
Jamás dice Julio, jamás dice Hirsch. Hace, en cambio, un gesto: se encoge de hombros, baja los párpados, tuerce la boca.<br />
—Él aparece en todos mis libros. Como figura masculina. Ya ves que las cosas siempre sirven para algo, nena. Aunque sea para argumentos.<br />
Así brotaba lo que se arrancó.<br />
<br />
—Él tenía treinta y ella diecinueve, y eso fue un escándalo en la casa —dice María Laura Fernández Berro—. La querían matar. Era una aberración. Era un suicidio. Ponerse en boca de todos, que la discriminaran. Un poeta les prestaba la casa para que fueran ahí, pero él no se atrevió, se quedó con la mujer. Ella se fue a ese departamento que le dio el abuelo. Unos años después se reencontraron en el colegio Normal Uno, donde Aurora daba clases, y él se acercó con cierto deseo y ella lo rechazó. En las novelas que están inéditas dice que en la muerte se van a reencontrar. No tiene fotos, pero dice que era hermoso.<br />
<br />
El teléfono rojo que Aurora Venturini tiene a su izquierda empieza a sonar.<br />
—Hola.<br />
Silencio.<br />
—¿Qué agencia?<br />
Silencio.<br />
—No.<br />
Cuelga sin decir nada más.<br />
—Se equivocaron. La vez pasada llamó uno que quería que le tomara los datos para no sé qué. Llamó veinte veces. Al final me cansé y le tomé los datos, pero si era para algo importante todavía está esperando. Pero le tomé los datos porque si no, no iba a dejar de llamar.<br />
<br />
Hace un gesto señalando la silla de ruedas, como si fuera un estorbo amable al que se le pueden perdonar algunas cosas.<br />
—Voy a ir al baño.<br />
—¿La ayudo?<br />
—No, por favor.<br />
Maniobra la silla de ruedas, la estaciona frente al baño, abre la puerta, se pone de pie, entra y, con la autoridad que le da tener noventa años y estar en su propia casa, hace pis con la puerta abierta.<br />
<br />
“Ahora la niñita —escribe en Nosotros, los Caserta —. Sostiene un canastito de mimbre con rosas de papel. Esa nena es la difunta de mí, el duende del huraño hemisferio de mis penas futuras […] Miro los zapatitos, en la foto, rojos con presilla. Se mojaron y quise secarlos con mi pañuelito fino y mamá me dio un coscorrón. Veo la cadenita de oro con el medallón de camafeo alpino que se enredó en la carterita de hilo de plata. Di un tirón y mamá volvió a pegarme”. La niña de la novela se enferma de rubeola, contagia a su madre embarazada y, como consecuencia del contagio, su hermano nace deforme. “Mi baboso hermanito, un bicho infame, aplaudía desde su oquedad sin remedio […] Su saliva, tan copiosa, iba dejando huella de caracol de la cama a la repisa”.<br />
<br />
En una de las paredes de la casa de Aurora Venturini hay una foto de cuando tenía cuatro años. En la foto se la ve usando vestido corto, zoquetes, zapatos con presilla. Se aferra, con una mano, a una canasta de mimbre repleta de flores de papel. De su cuello de nena corta, entre dos bucles de pelo oscuro, cuelga una cadena de oro.<br />
<br />
Aurora Venturini sale del baño, ignora la silla de ruedas, se apoya en el caminador, una estructura de metal con la que puede dar algunos pasos, y entra el cuarto donde están la biblioteca y su escritorio. En los estantes de la biblioteca hay viejas ediciones de Dostoievski, Stendhal, Flaubert, Kafka, Almafuerte, libros de Mika Waltari, Manuel Mújica Láinez, Miguel Ángel Asturias, novelas como Entrevista con el vampiro, de Anne Rice, y títulos como Los cortejos del diablo o El fracaso de los brujos. En una de las paredes, una foto de Fermín Chávez. En otra, una de su penúltima perra, Bárbara, que, al morir, fue reemplazada por otro perro que también murió.<br />
—Tuve muchos perros. Pero dan trabajo. Uno los quiere.<br />
<br />
Por la ventana se ven, en un patio interno, un tendedero con sábanas, una parrilla. En el escritorio hay una máquina de escribir eléctrica, una imagen de Cristo y otra de la Virgen, un par de chinelas, un enchufe. Adherida a uno de los paños de la ventana, una calcomanía de Eva Perón.<br />
—Conocí a Borges. Conocí a Eva. Se le hinchaban los pies de tanto trabajar. Pero no soy vieja. No siento mi edad porque no la tengo. Y soy natural, no me hice nada. Este cutis es mío.<br />
<br />
Hace un silencio.<br />
—Tengo cinco plásticas, nena. La última me la hice hará veinte años. Pero tenía una linda piel. Mis enamorados decían que nunca habían visto otra igual. ¿Tenés que preguntarme más cosas?<br />
—No, ya la dejo tranquila.<br />
—No me intranquilizás en absoluto.<br />
<br />
Maniobra el caminador hasta llegar a la silla de ruedas, se sienta y la hace girar hasta quedar frente a la mesa.<br />
—¿Le cierro la puerta al irme?<br />
—Sí. Y haceme el favor, sacá esa plantita que traba la puerta y metela adentro. Ponela ahí.<br />
—¿Acá?<br />
—No, más cerca de esa otra. Así están juntas.<br />
La puerta se cierra con un chasquido.<br />
En la calle no hay nada. Sólo el calor blanco de marzo.\<br />
-<br />
<b><a href="http://www.megaepub.com/aurora-venturini-las-primas.html" target="_blank">Descarga gratis del libro de Aurora Venturini "Las Primas" en EPub y PDF</a></b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-57814415955371673242017-06-24T12:07:00.000-03:002017-06-24T18:32:21.386-03:00PIER PAOLO PASOLINI: LA VERDAD A CUALQUIER PRECIO<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://4.bp.blogspot.com/-vtU2iaTt1zc/WU5_siod6SI/AAAAAAAAYTs/SySbz0U26fk7e3AFe-VJ-RLb9f9lPgdKwCLcBGAs/s1600/1497974929_815747_1497974930_443504_noticia_normal_recorte1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="999" data-original-width="1600" height="398" src="https://4.bp.blogspot.com/-vtU2iaTt1zc/WU5_siod6SI/AAAAAAAAYTs/SySbz0U26fk7e3AFe-VJ-RLb9f9lPgdKwCLcBGAs/s640/1497974929_815747_1497974930_443504_noticia_normal_recorte1.jpg" width="640" /></a></div>
<br />
<b>Antonio Muñoz Molina</b> (Babelia)<br />
<br />
<b><i>Pasolini se dio cuenta antes que nadie de la devastación espiritual que la economía de consumo masivo podría traer consigo. Lo que él vio venir y contra lo que clamó en solitario fue la Edad de la Basura</i></b><br />
<br />
Porque Pier Paolo Pasolini no tenía miedo de nada, ni siquiera lo tenía de aquello que más puede asustar a un literato o a un artista de las últimas décadas, casi del último siglo: que lo acusaran de retrógrado, de anticuado. La ortodoxia de la modernidad, lo mismo en las artes que en la política, es la celebración incondicional de lo que se considera avanzado, lo contemporáneo, lo más nuevo, lo último. Quizás por eso las artes plásticas han adoptado tan jovialmente los papanatismos de la moda, sin más que espolvorearlos con una capa cada vez más ligera y más atolondrada de intelectualidad, y los dirigentes políticos de todos los partidos encargan directamente sus eslóganes a las mismas empresas de publicidad que incitan a comprar teléfonos o coches. Tienes que asegurarte de que te has hecho con el último modelo de algo, un smartphone o el nombre de un artista o la consigna ideológica que más va a llevarse esta temporada. Y como la velocidad de la moda hace imprescindible y hasta inevitable el olvido, no habrá el menor peligro de que nadie te acuse de veleidad o de incongruencia.<br />
<br />
Hace unos años, por ejemplo, la ortodoxia de lo último exigía augurar con impaciente alegría la desaparición de los libros en papel y el triunfo del lector electrónico. El mismo espacio que en esa época dedicaban casi a diario los medios al triunfo inminente de esa maravilla tecnológica lo dedican ahora, sin estupor ni autocrítica, a la sorpresa halagadora de que los libros en papel han resistido a la crisis, a la piratería, incluso a la brutalidad de las autoridades culturales españolas. Durante largos decenios, arquitectos y urbanistas predicaron, y desdichadamente pusieron en práctica, el dogma lecorbusiano de la destrucción de la ciudad, en nombre de lo nuevo: los coches, las autopistas, los centros comerciales eran el porvenir. Ahora cantan las virtudes de los espacios caminables, el transporte público, la mezcla de los usos urbanos, las bicicletas. Bienvenidos sean. Pero el mundo sería ahora algo menos inhabitable si las cabezas pensantes de la modernidad urbana no hubieran actuado durante tantos años como si cobraran directamente de las compañías petrolíferas y los fabricantes de coches.<br />
<br />
Los partidos políticos españoles no parece que acaben de enterarse, pero la más abrumadora de todas las ortodoxias, la del crecimiento económico ilimitado y el bienestar definido exclusivamente en términos de consumo, está siendo ya puesta en duda por mucha gente: gente joven, sobre todo, que ve derrumbarse sus expectativas de porvenir y está muy alerta a las consecuencias de una prosperidad cada vez más desigual y basada en la explotación de recursos que no son renovables, en el pillaje, el envenenamiento y la destrucción del mundo natural.<br />
<br />
Ahora ya se corre algo menos de peligro de ser llamado retrógrado o antiguo o nostálgico si no se aprueba con fervor incondicional cualquier novedad que traiga el sello del progreso. En los años sesenta y los primeros setenta, cuando Pasolini alzó en solitario su voz para poner en duda lo que todo el mundo acataba, para denunciar la parte de devastación y de empobrecimiento espiritual que había en el capitalismo de consumo y en la omnipresencia de la televisión comercial, su heterodoxia enfurecía por igual a la derecha y a la izquierda. Era, para unos y otros, para sus adversarios de siempre y sus camaradas de otro tiempo, un retrógrado, una especie de profeta irritante, un defensor de causas no ya perdidas, sino obsoletas, más molesto aún porque ejercía su disidencia en los años deslumbrantes del milagro económico.<br />
<br />
Era comunista y homosexual, pero decía añorar la sensación de lo sagrado y había hecho una película con el Evangelio de san Mateo. Se declaraba marxista, pero sus héroes de clase no eran los obreros de las fábricas, sino los campesinos forzados al abandono de la tierra y a la emigración por el desarrollo capitalista, los pequeños artesanos arruinados por la producción industrial, los marginados y los buscavidas de los cinturones de chabolas de las grandes ciudades. Había conocido la pobreza muy de cerca y era consciente de cómo el desarrollo mejoraba las vidas de la gente trabajadora: el agua corriente, la salud, la buena alimentación, la escuela. Pero se dio cuenta antes que nadie de la devastación espiritual que la economía del consumo masivo podría traer consigo, y del modo en que la televisión comercial estaba acabando con la variedad y la riqueza de las culturas populares, las hablas y las formas de vida.<br />
<br />
En sus últimos tiempos parecía que buscaba desesperadamente explicarse: disipar los malentendidos y las tergiversaciones de lo que decía, defender su derecho a llevar la contraria, aunque estuviera él solo, aunque nadie quisiera aceptar y ni siquiera oír sus palabras urgentes. Unos días antes de que lo mataran, en octubre de 1975, Pasolini participó en un debate público con educadores. “No tengo miedo a exponerme a ser tachado de reaccionario o de conservador”, les dijo: “La verdad debe decirse a cualquier precio”. En voz alta y clara hizo el dictamen del mundo que entonces estaba naciendo, y que ha llegado a su cumplimiento máximo en esta época nuestra: “El consumismo es una forma nueva y revolucionaria de capitalismo, porque posee en su interior elementos nuevos que lo revolucionan: la producción de mercancías superfluas a una escala enorme y, por tanto, el descubrimiento de la función hedonista”. También dijo, provocadoramente, que si de él dependiera clausuraría la televisión y la escuela pública. (La televisión tal como existía, la escuela en su peor sentido, explicó luego, no se sabe si sorprendido o halagado de que no hubieran apreciado su sarcasmo).<br />
<br />
Ese debate tan lejano, tan pertinente ahora, lo ha traducido y prologado con solvencia impecable Salvador Cobo, con el mismo título que tiene en italiano, Vulgar lengua, en una de esas editoriales combativas y algo recónditas que hay ahora, Ediciones el Salmón. Leídas ahora las palabras airadas de Pasolini cobran una inquietante cualidad de profecías cumplidas. Lo que él vio venir y contra lo que clamó en solitario fue la Edad de la Basura: la basura material de las mercancías superfluas que ahora convierte en vertederos de plástico los fondos marinos y las playas de las islas perdidas; la basura de la televisión que iba a trastornar Italia desde los tiempos de Berlusconi y luego nos contagió a nosotros, y ahí sigue, segregando su grosería como un vertido tóxico incesante, sin que nadie clame en serio contra ella, no vaya a parecer retrógrado, o anticuado, o nostálgico.<br />
-<br />
‘Vulgar lengua’. Pier Paolo Pasolini. Traducción de Salvador Cobo. Ediciones el Salmón, 2017. 136 páginas. 13 euros.<br />
<br />
Leer también:<br />
<b><a href="http://andrescapelan.blogspot.com.uy/2015/12/pier-paolo-pasolini-todos-estamos-en.html?q=pier+paolo+pasolini" target="_blank">Pier Paolo Pasolini: Todos estamos en peligro</a></b><br />
<br />
<b><a href="http://andrescapelan.blogspot.com.uy/2011/01/puro-pasolini-o-el-artista-natural.html" target="_blank">Puro Pasolini, o el artista natural</a></b><br />
<br />
<b><a href="http://andrescapelan.blogspot.com.uy/2009/09/pasolini-la-revolucion-antropologica.html?q=pasolini" target="_blank">Pasolini: la revolución antropológica</a></b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-29699551235870498282017-05-25T15:44:00.002-03:002017-05-25T16:07:20.741-03:00AYN RAND, LA VIRGEN ATEA DE LA DERECHA RENACE GRACIAS A TRUMP Y SILICON VALLEY<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span class="fullpost"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-Qd7nzqUNaPU/WSclOvy8XCI/AAAAAAAAYA4/iw5l_ZF6Lb0J5AbnrFT2oOsb74sBwhYvgCLcB/s1600/how_ayn_rand_ruined_my_childhood.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="500" data-original-width="750" height="426" src="https://3.bp.blogspot.com/-Qd7nzqUNaPU/WSclOvy8XCI/AAAAAAAAYA4/iw5l_ZF6Lb0J5AbnrFT2oOsb74sBwhYvgCLcB/s640/how_ayn_rand_ruined_my_childhood.jpg" width="640" /></a></span></div>
<b>Jonathan Freedland (The Guardian)</b><br />
<br />
<b>Rand fue durante mucho tiempo la autora preferida de la derecha libertaria estadounidense, y ahora varios de sus devotos seguidores están en el Gobierno de Trump. La ideología de Rand censura el altruismo, eleva el individualismo a la categoría de fe religiosa y concede licencia moral al egoísmo más crudo</b><br />
<br />
Los alumnos británicos que estén de exámenes y quieran hacer ciencias políticas se pueden consolar con esta perspectiva: cuando llegue septiembre, estudiarán a una pensadora que no sólo no está guardada en los polvorientos archivos de la vieja teoría política, sino que está terriblemente de moda. Me refiero a Ayn Rand (1905-1982), incluida hace poco en el plan de estudios británico.<br />
<br />
La inclusión de Rand (tan venerada como ridiculizada en vida), no podría ser más oportuna. Durante mucho tiempo, fue heroína y abogada de una filosofía particularmente dura del fundamentalismo capitalista, que ella llamaba "la virtud del egoísmo", y siempre tuvo seguidores entre las élites políticas conservadoras de EEUU.<br />
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Paul Ryan, presidente republicano de la Cámara de Representantes, es un ' randista' tan entregado que regaló ejemplares de su colosal novela La rebelión de Atlas a todos los miembros de su equipo (regalo que combinó con Camino de servidumbre , de Friedrich Hayek). La historia de que uno de sus colegas en el Senado, Rand Paul, debe el primero de sus nombres a la adoración que su padre sentía por Ayn resultó ser apócrifa , pero Paul se confiesa fan de la escritora de todas formas.<br />
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Los partidarios de un Estado lo más pequeño posible en Reino Unido han desarrollado sus propias formas de adorar a Ayn. Sajid Javid, ministro de Comunidades y Ayuntamientos, lee la escena del tribunal de El manantial dos veces al año desde que es adulto. Cuando era estudiante, se la leyó en voz alta a la mujer que luego se convirtió en su esposa, aunque el asunto pudo terminar mal: como confesó recientemente a the Spectator , ella le dijo que, si lo volvía a leer, le abandonaría. Y el eurodiputado conservador Daniel Hannan, al que muchos consideran padre intelectual del Brexit, tiene una fotografía de Rand en su despacho de Bruselas.<br />
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Como se ve, la devoción randista de los conservadores británicos y estadounidenses no es nueva, pero el tajante individualismo de Rand, crítica al mismo tiempo con el Estado y con el perezoso y conformista mundo de las grandes corporaciones, tiene ahora un seguidor en la Casa Blanca. De hecho, tiene una legión nueva de devotos y con más influencia en la vida de la gente que la mayoría de los políticos: los titanes de las empresas tecnológicas.<br />
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¿Quién es la autora que acaban de incorporar al plan de estudios, la mujer que uno de sus biógrafos definió como 'la diosa del mercado'? Nacida con el nombre Alisa Zinov’yevna Rosenbaum en San Petesburgo en 1905, desarrolló un odio visceral por el bien común y, muy particularmente, por el Estado como garante de la igualdad después de que la Revolución Soviética confiscara los bienes de su padre y empobreciera a su familia, que pasó hambre.<br />
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Amante obsesiva del cine [estudió escritura de guiones en el Instituto Estatal de Artes Cinematográficas], se marchó a EEUU en 1926 y se abrió camino en Hollywood con una serie de trabajos extraños, como la temporada que estuvo en el departamento de vestuario de RKO Pictures y su papel de extra en Rey de reyes, de Cecil B. DeMille. Pero escribir era su pasión y se dedicó a los guiones y las obras de teatro hasta que obtuvo éxito con una novela: El manantial.<br />
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<b>El egoísmo, una virtud moral</b><br />
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Publicada en 1943, El manantial cuenta la historia de Howard Roark, un arquitecto visionario que prefiere que dinamiten sus edificios antes que poner en peligro la perfección de sus diseños; todas las personas que lo rodean son mediocres y todas son burócratas que sirven a un supuesto bien común o parásitos empresariales ("segundones") que se benefician del trabajo y el talento de otros.<br />
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Más tarde, en 1957, publicó La rebelión de Atlas, cuya edición de Penguin Classic tiene 1.184 páginas; el protagonista es esta vez John Galt, otro genio capitalista, que organiza una huelga de "hombres de talento" que deja a la sociedad sin "el motor del mundo".<br />
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En esas novelas, así como en las conferencias y los ensayos a los que se dedicó con posterioridad, Rand expuso extensa y reiteradamente su filosofía, que pronto se enseñará junto a las ideas de Hobbes y Burke: el "objetivismo", como lo llamaba, su creencia de que "el hombre vive para sí mismo, de que la búsqueda de su felicidad es el más alto de los objetivos morales y de que no debe ni sacrificarse por otros ni sacrificar a otros por él".<br />
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Rand tenía opiniones sobre todo. Despreciaba cualquier conocimiento que no partiera de la experiencia directa y no soportaba los conceptos de instinto e intuición ni ninguna forma de "saber porque sí".<br />
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El manantial fue rechazada por varias editoriales y, tras su publicación, recibió críticas de todo tipo, pero fue un éxito del boca a boca. Con el paso de los años, su autora se convirtió en sujeto de culto (que se extendió a su círculo íntimo, al que llamaban –sin duda, irónicamente– el Colectivo).<br />
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Su obra atrae poderosamente a un tipo muy particular de lector: adolescente, masculino y sediento de una ideología cargada de certidumbre ética. Como dijo the New Yorker en 2009, "casi todos sus lectores hacen su primer y último viaje a la Comarca de Galt –el paraíso escondido de los capitalistas de La rebelión de Atlas, cuya bandera es el signo del dólar– en algún momento entre la Tierra Media [de El señor de los anillos] y el momento de hacer las maletas para ir a la universidad".<br />
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Algunos no abandonan el objetivismo. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de los EEUU durante 19 años, fue uno de sus primeros y más importantes seguidores. Además de ser miembro del Colectivo en la década de 1950 y de asistir en 1982 al entierro de Rand (una de cuyas coronas de flores tenía la forma que se ha convertido en el logotipo del randismo, el signo del dólar), llegó a ser el nexo entre el culto original a la autora y lo que se podría llamar "la segunda época" del randismo: los años de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que transformaron la ideología neoliberal, una obsesión de los economistas de derechas, en credo del capitalismo anglosajón.<br />
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Greenspan, al que Reagan hizo presidente del banco central en 1987, creía firmemente que las fuerzas de un mercado sin regular eran el mejor mecanismo para dirigir y distribuir los recursos sociales. Esa opinión, que tuvo que replantearse tras la crisis de los años 2008 y 2009, se apoyaba en la presunción de que los empresarios se comportan de forma racional porque actúan siempre en función de sus propios intereses. La supremacía del interés propio, y no del altruismo o de otros motivos desinteresados, es, por supuesto, un elemento central del pensamiento randista.<br />
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Dicho sin rodeos, los republicanos estadounidenses y los conservadores británicos se empezaron a regalar ejemplares de La rebelión de Atlas porque daba un aire docto a los valores dominantes de la época. La insistencia de Rand en la "moralidad del interés racional" y "la virtud del egoísmo" sonaba como una versión refinada de una consigna salida del Wall Street de Oliver Stone: la avaricia es buena. Rand era un Gordon Gekko con buenas notas.<br />
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<b>La tercera ola: el miedo a Barack Obama</b><br />
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La tercera edad de oro de Ayn Rand llegó con la crisis financiera y la presidencia de Barack Obama. Espoleados por el temor a que el entonces presidente aumentara el poder del Estado, el Tea Party y otras fuerzas se enrocaron en su antigua religión. Como dijo Jennifer Burns —biógrafa de Rand— a la revista Quartz, "cuando la hegemonía es progresista, hay gente que se vuelve hacia ella porque ven La rebelión de Atlas como una profecía de lo que va a ocurrir si el Gobierno tiene demasiado poder".<br />
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En ese contexto, era lógico que una de las grandes historias de la campaña presidencial del año 2012 fuera la candidatura en las primarias republicanas de un admirador de Rand: el ultralibertario Ron Paul, padre del senador Rand Paul, cuyo movimiento insurgente adelantaba gran parte de lo que iba a ocurrir en 2016. Paul ofrecía una reducción drástica del Gobierno federal. Como la autora de San Petesburgo, creía que el Estado se debía limitar a proporcionar un Ejército, unas fuerzas policiales y un sistema de Justicia, pero poco más.<br />
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Sin embargo, Rand tenía un problema para los republicanos de Estados Unidos: era fervorosamente atea, y despreciaba el misticismo irracional de las religiones. Sí, dentro del Partido Republicano, esa organización donde los libertarios sólo han conseguido llegar a compañeros de viaje de los conservadores y, específicamente, de los cristianos evangélicos blancos. El dilema se encarnó en Paul Ryan, al que Mitt Romney nombró candidato a vicepresidente en la campaña de 2012. Ryan se movió rápido para restar importancia a la influencia de Rand y prefirió decir que su filosofía se inspiraba en Santo Tomás de Aquino.<br />
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<b>La cuarta era: La Administración de Trump</b><br />
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¿Pero qué ocurre ahora en la que puede ser la cuarta era de Rand? Los políticos randistas siguen ahí. La estrella de Ryan está al alza, empujada por un Gobierno lleno de objetivistas. Rex Tillerson, secretario de Estado, afirma que La rebelión de Atlas es su libro preferido y Andy Puzder (la primera opción de Trump para la cartera de Trabajo, aunque luego renunció) es el presidente de una cadena de restaurantes que pertenece a Roark Capital Group, un fondo de inversiones que se llama así por el protagonista de El manantial. El director de la CIA, Mike Pompeo, es otro conservador que dice que La rebelión de Atlas le dejó "profundamente marcado".<br />
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Por supuesto, su jefe es igual que ellos. Todo el mundo sabe que Trump no es un lector empedernido. Sólo ha dicho que le han gustado tres libros, e inevitablemente El manantial es uno ellos. "Habla de los negocios, de la belleza, de la vida y de las emociones – dijo el año pasado–. Habla… de todo".<br />
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Los expertos académicos en Rand están sorprendidos con Trump. A fin de cuentas, su oferta electoral no pasaba precisamente por la desregulación, sino por la promesa de un Estado que intervendría en los mercados, negociaría acuerdos y crearía puestos de trabajo. Cuando Trump presiona a las grandes empresas para que mantengan sus fábricas en territorio estadounidense (como hizo con Ford y con Carrier, fabricante de aparatos de aire acondicionado) hace gala de la intrusión gubernamental en los ritmos naturales del capitalismo que tanto disgustaba a Rand.<br />
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Entonces, ¿por qué dice que se inspira en ella? Quizá porque Rand adoraba a los emprendedores capitalistas, a los machos alfa y hombres de acción que se alzan entre los seres pequeños y los burócratas y hacen lo que hay que hacer. En palabras de Jennifer Burns, "Rand fue durante mucho tiempo la heroína de los rupturistas, de los emprendedores, de los inversores de riesgo, de los que se ven a sí mismos como personas que dan un paso adelante, moldean el futuro, confían en sus instintos y sus conocimientos y van a contracorriente".<br />
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<b>La nueva ola: los príncipes de Silicon Valley</b><br />
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Eso nos lleva a la nueva ola de los randistas, al margen del mundo político y del conservadurismo convencional: los príncipes de Silicon Valley, los maestros de las empresas emergentes, un ejército de jóvenes como Roark y Galt que están decididos a cambiar el mundo con su talento, sin preocuparse por las consecuencias.<br />
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No es extraño que, cuando Vanity Fair publicó un reportaje sobre estos magnates de la era digital, muchos de ellos se confesaran admiradores de Rand. De hecho, la revista llegó a insinuar que la difunta autora es "la figura más influyente del sector". Cuando Travis Kalanick (consejero delegado de Uber) tuvo que elegir un avatar para su cuenta de Twitter, optó por la portada de El manantial. Peter Thiel, el primer gran inversor en Facebook y una de las pocas personas que vive entre Silicon Valley y el mundo de Trump, es randista. Y, según dice Steve Wozniak, cofundador de Apple, Steve Jobs comentó en cierta ocasión que La rebelión de Atlas era uno de sus "libros de cabecera".<br />
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Ahora bien, la influencia de Rand entre los nuevos amos del universo no se refiere tanto al ultraliberalismo político como a la decisión obsesiva de atenerse a una visión personal, sin sopesar el impacto que pueda tener. No es extraño que a sus compañías tecnológicas no les importe destruir, por ejemplo, el negocio del taxi o los medios de comunicación tradicionales. Los jóvenes y poderosos hombres que las dirigen no se preocupan por cosas así, porque traicionaría la pureza de su visión y rompería la regla de oro de Rand, que dice que los visionarios no deben sacrificarse por otros.<br />
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Rand, fallecida hace 35 años, vuelve a estar viva. Su mano dirige el destino de nuestra época en Washington y San Francisco con una ideología que censura el altruismo, eleva el individualismo a la categoría de fe religiosa y concede licencia moral al egoísmo más crudo. Pero no es extraño que esté de moda. Sus ideas tendrán eco mientras haya seres humanos que deseen sucumbir a la avaricia y al poder desmedido sin sentirse culpables. Es decir, para siempre.<br />
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<b>Traducido por Jesús Gómez</b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-364120611615855452017-04-16T21:48:00.002-03:002017-04-16T21:48:40.594-03:00RAYMOND CHANDLER: EL SIMPLE ARTE DE MATAR<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://2.bp.blogspot.com/-pO1zQcGH_So/WPQPmTpBMwI/AAAAAAAAW1Y/mwbzxzbPnyYcXuJ4rieoqxAueDWd4gH7wCLcB/s1600/CHANDLER.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="360" src="https://2.bp.blogspot.com/-pO1zQcGH_So/WPQPmTpBMwI/AAAAAAAAW1Y/mwbzxzbPnyYcXuJ4rieoqxAueDWd4gH7wCLcB/s640/CHANDLER.jpg" width="640" /></a></div>
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<b>Un ensayo</b><br />
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La ficción en cualquiera de sus formas ha intentado siempre ser realista. Novelas pasadas de moda que ahora parecen pomposas y artificiales hasta resultar ridículas no lo eran para las primeras personas que las leyeron. Escritores como Fielding y Smollett podrían ser considerados realistas en el sentido moderno porque manejaban principalmente a personajes sin inhibiciones, muchos de los cuales tenían la policía pisándoles los talones.<br />
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Por otro lado, las crónicas de Jane Austen acerca de personas sumamente inhibidas contrapuestas a una aristocracia rural parecen bastante reales desde un punto de vista psicológico; hoy sigue abundando ese mismo tipo de hipocresía social y emocional. Añádase una generosa dosis de pretensión intelectual y se obtendrá el tono de la página de crítica literaria del periódico y la seria y fatua atmósfera que se respira en los debates de los clubes pequeños.<br />
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Estas son las personas que hacen los best sellers, trabajos de promoción basados en una especie de atractivo esnob indirecto, cuidadosamente escoltados por las focas amaestradas de la hermandad de los críticos y amorosamente cuidados y alimentados por ciertos grupos de presión demasiado poderosos, cuyo negocio es vender libros, aunque les gustaría que pensaras que están fomentando la cultura. Retrásate un poco en tus pagos y descubrirás lo idealistas que son.<br />
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Por diversas razones, el relato policíaco rara vez se puede promocionar. Suele girar en torno al asesinato y por lo tanto le falta el elemento edificante. El asesinato, que es una frustración del individuo y en consecuencia una frustración de la gente, puede poseer, y de hecho posee, una buena cantidad de implicaciones sociológicas. Pero existe desde hace demasiado tiempo para que sea una novedad. Si la novela de misterio es algo realista (que casi nunca lo es), estará narrada con cierto espíritu de distanciamiento; de lo contrario, nadie salvo un psicópata querría escribirla o leerla.<br />
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A su vez, la novela de crímenes tiene una manera deprimente de ocuparse de sus asuntos, resolver sus propios problemas y responder a sus propias preguntas. No deja nada que discutir, excepto si estaba lo bastante bien escrita para ser buena ficción; y de todos modos, la gente que compra el medio millón de ejemplares no sabe nada de eso. Ya es bastante difícil detectar calidad en la escritura, incluso para los que se dedican profesionalmente a ello, sin distraerse con las preventas.<br />
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El relato de detectives (tal vez sea mejor llamarlo así, puesto que el término inglés sigue dominando el oficio) tiene que encontrar su público mediante un lento proceso de destilación. Y es un hecho comprobado que lo hace y que después lo agarra con gran tenacidad; las razones de ello son tema de estudio para mentes más pacientes que la mía. No pretendo en modo alguno mantener que sea una forma de arte vital e importante. No existen formas de arte vitales e importantes; solo existe el arte, y hay bien poco. El crecimiento de la población no ha hecho aumentar la cantidad de arte; únicamente ha aumentado la pericia con que se producen y despachan sucedáneos.<br />
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Y, sin embargo, es difícil escribir un buen relato de detectives, incluso en su forma más convencional. Los ejemplos de este arte son mucho más escasos que las novelas serias de calidad. Los productos de segunda clase duran más que la mayor parte de la ficción de consumo rápido, y muchos que nunca debieron nacer se resisten simplemente a morir. Son tan duraderos como las estatuas de los parques públicos, y casi igual de aburridos.<br />
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Esto molesta mucho a la gente que posee lo que se llama discernimiento. No les gusta que las obras de ficción penetrantes e importantes de hace unos años sigan en su estante especial de la librería con el rótulo de «Best sellers de hace años», o algo parecido, sin que nadie se acerque a ellas a excepción de algún que otro cliente corto de vista que se inclina, mira brevemente y se marcha a toda prisa; cuando, al mismo tiempo, hay ancianas empujándose unas a otras ante la estantería de misterio para apoderarse de algún ejemplar del mismo año con un título como El caso del asesinato de las tres petunias o El inspector Pinchbottle al rescate. No les gusta nada que los «libros verdaderamente importantes» (y algunos de ellos lo son en cierto modo) se mueran de asco en el mostrador de las reimpresiones, mientras La muerte usa ligas amarillas se publica en ediciones de cincuenta o cien mil ejemplares que van a los quioscos de prensa de todo el país, y es evidente que no están ahí solo para saludar.<br />
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A decir verdad, a mí tampoco me gusta mucho eso. En mis momentos menos pomposos, yo también escribo relatos de detectives, y toda esta inmortalidad significa que hay demasiada competencia. Ni siquiera Einstein llegaría muy lejos si todos los años se publicaran trescientos tratados de física superior y hubiera varios miles más rondando por ahí, en excelentes condiciones y siendo leídos.<br />
Hemingway dice en alguna parte que el buen escritor compite únicamente con los muertos. El buen escritor de historias de detectives (al fin y al cabo, tiene que haber unos cuantos) compite no solo con todos los muertos sin enterrar, sino también con todas las huestes de los vivos. Y en condiciones casi de igualdad, porque una de las características de este tipo de literatura es que lo que hace que la gente la lea no pasa nunca de moda. Puede que la corbata del héroe esté ya un poco anticuada y que el amable y canoso inspector llegue en un coche de caballos en lugar de en un sedán aerodinámico con la sirena ululando, pero lo que hace cuando llega es el mismo bregar de siempre con los horarios, los trozos de papel chamuscado y el pisotón al precioso madroño en flor que hay bajo la ventana de la biblioteca.<br />
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Sin embargo, tengo un interés menos sórdido en el asunto. Me parece que la producción de relatos de detectives a tan gran escala, por escritores cuya recompensa inmediata es pequeña y cuya necesidad de elogios de la crítica es casi nula, no sería posible de ningún modo si el trabajo requiriera algo de talento. En ese sentido, la ceja alzada del crítico y la chabacana comercialización del editor son perfectamente lógicas. Es probable que el relato de detectives corriente no sea peor que la novela corriente, pero esta no la llegaremos a ver nunca. No se publica. El relato de detectives, si está un poquito por encima de la media, sí. Y no solo se publica, sino que se vende en pequeñas cantidades a bibliotecas de préstamo, y se lee. Incluso hay unos cuantos optimistas que la compran al precio completo de dos dólares, porque parece novedosa y porque en la cubierta hay la imagen de un cadáver.<br />
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Y lo curioso del asunto es que este libro, más que un poco aburrido, trillado, completamente irreal y mecánico, en realidad no es muy diferente de las proclamadas obras maestras del género. Puede que se arrastre un poco más despacio, que el diálogo sea un poco más gris, que el cartón del que se han recortado los personajes sea un poco más endeble y que las trampas sean un poco más obvias. Pero es la misma clase de libro. En cambio, las buenas novelas no son en absoluto la misma clase de libro que las malas. Tratan de cosas completamente diferentes. Sin embargo, la buena historia de detectives y la mala historia de detectives narran punto por punto las mismas cosas, y las tratan prácticamente de la misma manera. También existen varias razones para esto, y razones para las razones; siempre las hay.<br />
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Supongo que el principal problema de la novela policíaca tradicional o clásica, o directamente deductiva, o de lógica y deducción, es que para acercarse algo a la perfección necesita una mezcla de cualidades que no se encuentra en la misma mente. El constructor de sangre fría, además, no viene equipado con personajes con vida, diálogos chispeantes, sentido del ritmo y un manejo preciso de los detalles observados. El lógico implacable tiene tanta atmósfera como un tablero de dibujo. El sabueso científico tiene un bonito laboratorio, nuevo y reluciente, pero lo siento, no puedo recordar su cara. El tipo capaz de escribirte una prosa vívida y colorista simplemente no se va a molestar en hacer el trabajo de chinos de desmontar coartadas indestructibles.<br />
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El maestro en conocimientos raros vive mentalmente en los tiempos del miriñaque. Si sabes todo lo que se puede saber sobre cerámica y bordados egipcios, no sabes nada de la policía. Si sabes que el platino por sí solo no se funde por debajo de los 1650 °C, pero que se fundirá bajo la mirada de un par de ojos de color azul intenso si lo pones al lado de un lingote de plomo, entonces no sabes nada sobre cómo se hace el amor en el siglo XX. Y si sabes lo suficiente sobre la elegante flânerie de la Riviera francesa antes de la guerra para situar tu relato en ese ambiente, no sabes que un par de cápsulas de barbitone lo bastante pequeñas para ser tragadas no solo no matan a un hombre: ni siquiera lo duermen si él resiste el efecto.<br />
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Por supuesto, todos los autores de relatos policíacos cometen errores, y ninguno sabe todo lo que debería saber. Conan Doyle cometió errores que invalidan por completo algunos de sus relatos, pero era un pionero y, al fin y al cabo, Sherlock Holmes es principalmente una actitud y unas cuantas docenas de líneas de diálogo inolvidable. Lo que de verdad me mata son las señoras y los caballeros de lo que el señor Howard Haycraft (en su libro Murder for Pleasure) llama la Edad de Oro de la ficción detectivesca. Esta era no es remota. Para los fines del señor Haycraft empieza después de la Primera Guerra Mundial y dura aproximadamente hasta 1930. A todos los efectos prácticos, todavía dura. Dos tercios o tres cuartos de los relatos de detectives se siguen adhiriendo a las fórmulas que crearon los gigantes de esa era, perfeccionadas, pulidas y vendidas al mundo como problemas de lógica y deducción.<br />
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Son palabras muy serias, pero no se alarmen. Son solo palabras. Echemos un vistazo a una de las joyas de esta literatura, una reconocida obra maestra del arte de engañar al lector sin hacer trampas. Se titula El misterio de la Casa Roja, la escribió A. A. Milne y es, según proclama Alexander Woollcott (un hombre bastante rápido con los superlativos), «uno de los tres mejores relatos de misterio de todos los tiempos». Semejantes palabras no se pronuncian a la ligera. El libro se publicó en 1922, pero es intemporal, y lo mismo se podría haber publicado en julio de 1939 o, con ligeros retoques, la semana pasada. Se tiraron trece ediciones y parece que se ha estado reimprimiendo en el formato original durante unos dieciséis años. Esto ocurre con muy pocos libros, del tipo que sean. Es un libro entretenido, ligero, gracioso al estilo del Punch, escrito con una soltura engañosa que no es tan fácil como parece.<br />
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Trata de la suplantación que hace Mark Ablett de su hermano Robert para gastar una broma a sus amigos. Mark es el propietario de la Casa Roja, una típica mansión rural inglesa con laburnos, una verja y una caseta de guarda. Tiene un secretario que lo anima y lo ayuda a hacerlo, y que piensa asesinarlo si le sale bien. En la Casa Roja nadie ha visto nunca a Robert, que ha estado quince años en Australia y que tiene fama de inútil. Se habla de una carta (que nunca se enseña) que anuncia la llegada de Robert, y Mark da a entender que el encuentro no va a ser agradable. Pues, bien, una tarde, llega el supuesto Robert, se identifica ante un par de sirvientes, que le hacen pasar al despacho. Su hermano entra tras él (según un testimonio en la investigación). Y después Robert es encontrado muerto en el suelo, con un agujero de bala en la cara, y, por supuesto, Mark ha desaparecido. Llega la policía, que sospecha de él, se llevan los restos y comienza la investigación y, a su debido tiempo, el sumario judicial.<br />
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Milne es consciente de que hay un problema de difícil solución y hace todo lo que puede para superarlo. Dado que el secretario piensa matar a Mark en cuanto este se haya hecho pasar por Robert, la suplantación tiene que continuar para engañar a la policía. Y además, como todos en la Casa Roja conocen perfectamente a Mark, se necesita un disfraz. Esto se consigue afeitándole la barba, desarreglándole las manos («No son las manos de un caballero con manicura», dice un testimonio) y utilizando una voz ronca y modales toscos.<br />
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Pero con eso no basta. Los policías van a tener el cadáver, la ropa que lleva puesta y todo lo que haya en sus bolsillos. Por lo tanto, nada de todo esto debe apuntar a Mark. Por consiguiente, Milne trabaja como una locomotora para transmitir la idea de que Mark es un actor tan absolutamente concienzudo que incluso se cambia los calcetines y la ropa interior (de todo lo cual el secretario ha arrancado las etiquetas), como un actor que se pinta todo el cuerpo de negro para hacer de Otelo. Milne se figura que si el lector se traga esto (y las cifras de ventas demuestran que se lo ha tragado), él pisa terreno firme. Pero por ligera que sea la textura de la historia, se nos presenta como un problema de lógica y deducción.<br />
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Sin eso, no es nada. No puede ser otra cosa. Si la situación es falsa, no puedes aceptarla ni siquiera como una novela ligera, porque no hay historia que contar. Sin los elementos de verdad y plausibilidad, no hay problema; si la lógica es una ilusión, no hay nada que deducir. Si en el momento en que se dicen al lector las condiciones que se deben cumplir la suplantación es imposible, todo el asunto es un fraude. No un fraude deliberado, porque Milne no habría escrito la novela de haber sabido con lo que se enfrentaba. Se enfrenta con un montón de cosas letales, y no se ha parado a considerar ninguna de ellas. Y, por lo visto, tampoco lo hace el lector habitual, que quiere que la historia le guste y, por lo tanto, se la toma tal como viene. Pero el lector no tiene por qué conocer los hechos de la vida que el autor desconoce. El experto en el caso es el autor.<br />
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Y lo que este autor ignora es:<br />
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1. El juez de guardia abre una instrucción oficial para un cadáver del que no se ofrece ninguna identificación legalmente aceptable. A veces, normalmente en ciudades grandes, un juez de guardia abre una instrucción acerca de cuerpos que no se pueden identificar, si dicha investigación tiene o puede tener algún propósito (incendios, desastres, indicios de asesinato). Pero aquí no existen tales motivos y no hay nadie que pueda identificarlo. Los testigos dicen que el hombre se presentó como Robert Ablett. Esto es una mera suposición, y solo tiene peso si no hay nada que lo contradiga. La identificación es un requisito previo para un sumario. Lo dice la ley. Incluso muerto, un hombre tiene derecho a su propia identidad. El juez de guardia hará valer ese derecho siempre que sea humanamente posible. Dejar de hacerlo iría contra las obligaciones de su cargo.<br />
<br />
2. Dado que Mark Ablett, desaparecido y sospechoso de asesinato, no puede defenderse, toda pista sobre sus movimientos antes y después del crimen es vital (y también si tiene dinero para huir). Sin embargo, toda esa información la da el hombre más próximo al asesino, y no hay nadie que lo corrobore. Es automáticamente sospechosa hasta que se demuestre que es cierta.<br />
<br />
3. La policía descubre, por investigación directa, que Robert Ablett no tenía buena fama en su pueblo natal. Alguien tiene que haber allí que lo conociera. Ninguna de estas personas es llamada a declarar. (La historia no se sostendría).<br />
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4. La policía sabe que hay un elemento de amenaza en la supuesta visita de Robert, y tiene que ser obvio para ellos que está relacionada con el asesinato. Sin embargo, no hacen ningún intento de recabar datos de la vida de Robert en Australia, averiguar cómo se comportaba allí, qué relaciones tenía, e incluso si es verdad que viajó a Inglaterra, y con quién. (Si lo hubieran hecho, habrían descubierto que llevaba muerto tres años).<br />
<br />
5. El médico forense examina un cadáver con una barba recién afeitada (que deja al descubierto una piel no curtida por la intemperie) y las manos artificialmente estropeadas, pero es el cuerpo de un hombre sano y acomodado, que ha residido mucho tiempo en un clima fresco. Robert era un individuo rudo que había vivido quince años en Australia. Esta es la información que posee el médico. Es imposible que no haya observado nada que lo contradiga.<br />
<br />
6. Las ropas son anónimas, no hay nada en ellas y tienen las etiquetas arrancadas. En contraposición, el hombre que las llevaba declaró solo una identidad. La presunción de que no fuera quien dijo que era es abrumadora. No se hace absolutamente nada en relación a esta peculiar circunstancia. Ni siquiera se plantea que sea peculiar.<br />
<br />
7. Un hombre ha desaparecido, un hombre del pueblo muy conocido, y en el depósito hay un cadáver que se parece mucho a él. Es imposible que la policía no verifique inmediatamente la posibilidad de que el hombre desaparecido sea el muerto. Nada sería más fácil que comprobarlo. Es increíble que ni siquiera piensen en ello. Se pone a la policía como idiotas, para que un atrevido aficionado asombre al mundo con una solución falsa.<br />
<br />
El detective del caso es un despreocupado aficionado llamado Anthony Gillingham, un muchacho simpático de mirada alegre, un bonito piso en la capital y modales airosos. Aunque no gana dinero con estos trabajos, siempre está disponible cuando los gendarmes locales pierden su cuaderno de notas. La policía inglesa lo aguanta con su habitual estoicismo, pero me da escalofríos pensar lo que le harían los muchachos de la Brigada de Homicidios de mi ciudad.<br />
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Hay ejemplos de este arte aún menos plausibles que este. En El último caso de Trent (llamada a menudo «la historia de detectives perfecta») tienes que aceptar la premisa de que un gigante de las finanzas internacionales, que con el más ligero fruncimiento de cejas puede hacer que Wall Street tiemble como un chihuahua, planee su propia muerte para cargársela a su secretario, y que este, cuando es detenido, mantenga un aristocrático silencio; la vieja escuela de Eton, tal vez. He conocido relativamente pocos agentes financieros internacionales, pero me parece que el autor de esta novela ha conocido a muchos menos (si es que eso es posible).<br />
<br />
Hay otro, de Freeman Wills Crofts (el constructor más sólido de todos, cuando no se pone demasiado fantasioso), en el que un asesino, gracias al maquillaje, a una sincronización perfecta y a una buena acción evasiva, se hace pasar por el hombre al que acaba de matar, con lo cual se le ve vivo y lejos del lugar del crimen. O uno de Dorothy Sayers en el que un hombre es asesinado cuando está solo, de noche y en su casa, por medio de un peso que se suelta mediante un artilugio, y funciona porque el hombre siempre pone la radio en ese momento exacto, siempre se sienta delante de la radio en la misma postura, y siempre se inclina justo hasta ese punto determinado. Un par de centímetros hacia un lado o hacia otro y los lectores se quedan con las ganas. Esto es lo que vulgarmente se conoce como tener a Dios en el bolsillo; un asesino que necesita tanta ayuda de la providencia debe de haberse equivocado de profesión.<br />
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Y una trama de Agatha Christie, protagonizada por monsieur Hercule Poirot, ese ingenioso belga que habla en una traducción literal del francés de un colegial, en la que, mediante el adecuado manejo de sus «pequeñas células grises», monsieur Poirot llega a la conclusión de que, puesto que ninguno de los viajeros de cierto coche cama podría haber cometido el asesinato solo, lo hicieron todos juntos, descomponiendo el proceso en una serie de operaciones sencillas, como si estuvieran montando una batidora de huevos. Este es uno de esos casos garantizados para dejar turulata a la mente más avispada. Solo un imbécil podría adivinarlo.<br />
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Hay tramas mucho mejores de esos mismos autores y de otros de la misma escuela. Puede que en alguna parte haya uno que resista un escrutinio estricto. Sería divertido leerlo, aunque tenga que volver a la página 47 para refrescar mi memoria acerca de la hora exacta en que el segundo jardinero trasplantó la begonia rosa de té que ganó el premio. No hay nada nuevo en estas historias, ni nada viejo. Las que he mencionado son todas inglesas porque las autoridades, sean quienes sean, parecen pensar que los escritores ingleses son mejores en esta pesada rutina, y que los americanos, incluyendo al creador de Philo Vance (probablemente el detective más mentecato del género), solo llegan al nivel de suplentes.<br />
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La historia clásica de detectives no ha aprendido nada ni ha olvidado nada. Es el relato que encuentras casi todas las semanas en las grandes revistas de papel cuché, magníficamente ilustradas, y que rinden su debido homenaje al amor virginal y al tipo adecuado de artículos de lujo. Puede que el ritmo se haya hecho un pelín más rápido y el diálogo un poco más parlanchín. Hay más daiquirís helados y más cócteles de crema de menta, y menos copas de oporto viejo y áspero, hay más vestidos de Vogue y más decoraciones de House Beautiful; más chic, pero no más verdad. Pasamos más tiempo en hoteles de Miami y en colonias de verano en Cape Cod, y no nos acercamos con tanta frecuencia al viejo y gris reloj de sol del jardín isabelino.<br />
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Sin embargo, en esencia sigue siendo el mismo agrupamiento preseleccionado de sospechosos, el mismo truco completamente incomprensible para matar a la señora de Pottington Postlethwaite III con el macizo puñal de platino justo cuando ella falla la nota alta del aria «Canción de las campanillas» de Lakmé en presencia de quince invitados dispares, la misma ingenua en pijama con rebordes de piel que chilla en plena noche para que toda la compañía entre y salga por las puertas confundiendo los horarios, el mismo silencio apesadumbrado al día siguiente cuando dan pequeños sorbos a sus cócteles singapur sentados y mirándose con desprecio unos a otros, mientras los pies planos arrastran los pies de un lado a otro sobre las alfombras persas, con los sombreros hongo puestos.<br />
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Personalmente, me gusta más el estilo inglés. No es tan endeble y, por lo general, la gente lleva ropa y bebe. Son más conscientes de la ambientación, como si Cheesecake Manor existiera de verdad toda ella, y no solo la parte que ve la cámara; hay más caminos por los prados y los personajes no intentan comportarse como si acabaran de hacer una prueba para la MGM. Puede que los ingleses no sean siempre los mejores escritores del mundo, pero son, sin comparación posible, los mejores escritores aburridos.<br />
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Hay que dejar claro un aspecto de todos estos relatos: lo cierto es que estrictamente no son verdaderos problemas, y artísticamente hablando no son buena ficción. Son demasiado forzados y demasiado poco conscientes de lo que pasa en el mundo. Intentan ser honestos, pero la honestidad es un arte. El mal escritor es deshonesto sin saberlo, y el escritor más o menos bueno puede que sea deshonesto porque no sabe sobre qué ser honesto. Cree que un complicado plan de asesinato que desconcierte al lector perezoso, que no se molesta en estudiar los detalles, desconcertará también a la policía, cuyo trabajo es ocuparse de los detalles.<br />
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Los muchachos con los pies encima de la mesa saben que el caso de asesinato más fácil de resolver del mundo es aquel en el que alguien intentó pasarse de listo; el que de verdad les preocupa es el que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de cometerlo. Pero si los escritores de este tipo de ficción escribieran sobre la clase de asesinatos que ocurren en la realidad, también tendrían que narrar el auténtico sabor de la vida al vivirla. Y como no son capaces de hacer eso, fingen que lo que hacen es lo que se debería hacer. Lo cual es una falacia… y los mejores de ellos lo saben.<br />
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En su introducción al primer Omnibus of Crime, Dorothy Sayers escribió: «[La novela de detectives] no llega, y por hipótesis nunca puede llegar, al nivel más alto de logro literario». Y en alguna otra parte sugiere que esto se debe a que se trata de «literatura de evasión» y no de «literatura de expresión». No sé cuál es el nivel más alto de logro literario; tampoco lo sabían Esquilo ni Shakespeare, y tampoco lo sabe la señorita Sayers. Si todas las demás cosas son iguales, que nunca lo son, un tema más potente debería dar lugar a una ejecución más potente. Sin embargo, se han escrito unos cuantos libros aburridísimos acerca de Dios, y algunos muy buenos sobre cómo ganarse la vida y seguir siendo razonablemente honrado. Siempre es cuestión de quién lo escribe, y de lo que tiene dentro para escribirlo.<br />
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En cuanto a lo de «literatura de expresión» y «literatura de evasión», eso es jerga de críticos, un uso de palabras abstractas como si tuvieran significados absolutos. Todo lo que se escribe con vitalidad expresa esa vitalidad; no hay temas aburridos, solo mentes aburridas. Todo el que lee se evade de algo, escapando hacia lo que hay detrás de la página impresa. Se puede discutir la calidad del sueño, pero liberarlo se ha convertido en una necesidad biológica. Todo el mundo tiene que escapar de vez en cuando del ritmo mortífero de sus pensamientos privados. Forma parte de la vida de los seres pensantes. Es una de las cosas que los diferencian del perezoso de tres dedos; por lo que parece —nunca se puede estar seguro del todo—, el perezoso se conforma con colgar de una rama cabeza abajo, sin tan siquiera leer a Walter Lippmann. No tengo una predilección particular por el relato de detectives como escapismo ideal, solo digo que todo lo que se lea por placer es evasión, ya sea griego, matemáticas, astronomía, Benedetto Croce o el Diario del hombre olvidado. Si dijera otra cosa sería un esnob intelectual y un principiante en el arte de vivir. No creo que estas consideraciones impulsaran a la señorita Dorothy Sayers a escribir su trabajo de futilidad crítica.<br />
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Creo que lo que de verdad le reconcomía la mente a la señorita Sayers era el irse dando cuenta poco a poco de que su tipo de historia de detectives era una fórmula estéril que ni siquiera podía satisfacer sus propios planteamientos. Era literatura de segunda clase porque no trataba de las cosas que pueden producir la de primera clase. Si empezaba presentando personas reales (y ella podía escribir sobre esa gente: sus personajes secundarios lo demuestran), muy pronto tenían que hacer cosas irreales para construir la trama artificial requerida por el argumento. Y cuando hacían cosas no realistas, dejaban de ser reales. Se convertían en marionetas, en amantes de cartón, en villanos de papel maché y en detectives de cortesía exquisita e imposible.<br />
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La única clase de escritor que podría estar satisfecho con estos artificios es el que no sabe cómo es la realidad. Los propios relatos de Dorothy Sayers demuestran que le molestaba esta trivialidad; el elemento más débil que tienen es la parte que los convierte en relatos policiales; el más fuerte es la parte que se podría eliminar sin tocar el «problema de lógica y deducción». Sin embargo, era incapaz de dejar a sus personajes en libertad para que produjeran su propio misterio. Para hacer eso se necesitaba una mente mucho más simple y directa que la suya.<br />
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En The Long Week End, una crónica extremadamente competente de la vida y los modales ingleses en las décadas que siguieron a la Primera Guerra Mundial, Robert Graves y Alan Hodge dedican algo de tiempo al relato de detectives. Los dos eran tan tradicionalmente ingleses como los artificios de la Edad de Oro, y escribieron acerca de la época en que aquellos autores eran casi tan famosos como cualquier otro del oficio. En una forma u otra, sus libros se vendían a millones y en una docena de idiomas. Todos ellos fueron los que fijaron la forma y establecieron las reglas del relato detectivesco, y fundaron el famoso Detection Club, que es el Parnaso de los escritores de misterio ingleses. Su lista de miembros incluye prácticamente a todos los nombres importantes de ficción policial desde Conan Doyle.<br />
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Pero Graves y Hodge decidieron que en todo este período solo un escritor de primera clase se había dedicado a las historias de detectives. Un americano, Dashiell Hammett. Tradicionales o no, Graves y Hodge no eran quisquillosos entendidos de segunda fila; podían ver lo que ocurría en el mundo, y que el relato de detectives de su época no veía. Eran conscientes de que los escritores que tienen la visión y la capacidad para producir ficción realista no producen ficción irreal.<br />
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No es fácil decidir ahora, aunque tuviera importancia, lo original que fue Hammett como escritor. Formaba parte de un grupo que escribía o intentaba escribir ficción de misterio realista, pero él fue el único que logró el reconocimiento de la crítica. Todos los movimientos literarios son así: se elige a un individuo para que represente a todo el conjunto; por lo general, es la culminación del movimiento. Hammett era el número uno, pero no hay nada en su obra que no esté implícito en las primeras novelas y los primeros relatos de Hemingway.<br />
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Sin embargo, hasta donde yo sé, puede que Hemingway haya aprendido algo de Hammett, y también de escritores como Dreiser, Ring Lardner, Carl Sandburg, Sherwood Anderson y él mismo. Ya hacía tiempo que estaba en marcha una renovación bastante revolucionaria del lenguaje y de los materiales de la ficción. Probablemente empezó en la poesía; casi siempre ocurre así. Se puede remontar hasta Walt Whitman, si uno quiere. Pero Hammett lo aplicó a la novela policíaca, y esta, debido a su gruesa costra de aristocracia inglesa y seudoaristocracia americana, era bastante difícil de poner en movimiento.<br />
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Dudo que Hammett tuviera ningún tipo de objetivo artístico preconcebido; solo intentaba ganarse la vida escribiendo sobre lo que tenía información de primera mano. Una parte se la inventó; todos los escritores lo hacen. Pero se basaba en hechos, estaba inventando a partir de cosas reales. La única realidad que conocían los autores de misterio ingleses era el acento de las conversaciones de Surbiton y de Bognor Regis. Si escribían sobre duques o sobre jarrones venecianos, no sabían más de ellos por experiencia propia de lo que sabe el ricachón de Hollywood sobre los modernistas franceses que cuelgan de las paredes de su palacete de Bel-Air o sobre el mueble semiantiguo, mezcla de Chippendale y banco de zapatero remendón, que él utiliza como mesita de café. Hammett sacó el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón. No tiene por qué quedarse ahí para siempre, pero parecía buena idea alejarse todo lo posible de las ideas de Emily Post sobre cómo debe morder una alita de pollo una debutante bien educada.<br />
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Al principio (y casi hasta el final) Hammett escribió para personas con una actitud decidida y agresiva ante la vida. No les daba miedo el lado turbio de las cosas; vivían en él. La violencia no los consternaba; la tenían en su misma calle. Hammett devolvió el asesinato a la clase de personas que lo cometen por alguna razón, no solo para proporcionar un cadáver. Y lo hacen con los medios que tienen a mano, no con pistolas de duelo labradas a mano, curare o peces tropicales. Los plasmó en el papel tal como eran, y les hizo hablar y pensar en el lenguaje que utilizaban habitualmente para estos fines.<br />
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Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque estaba en un lenguaje que se suponía incapaz de tales refinamientos. Pensaban que compraban un buen melodrama jugoso, escrito en el tipo de jerga que creían hablar ellos mismos. Y en cierto sentido era así, pero había mucho más. Todo idioma comienza con el lenguaje hablado, y concretamente con el habla de la gente común, pero cuando se desarrolla hasta el punto de convertirse en un medio literario, solo es habla común en apariencia. En los peores momentos, el estilo de Hammett era tan formal como una página de Mario el epicúreo; en los mejores, podía decir casi cualquier cosa. Yo creo que este estilo, que no pertenece a Hammett ni a nadie, pero que es el lenguaje americano (y ya ni siquiera es exclusivamente eso), puede expresar cosas que él no sabía cómo decir, ni sentía la necesidad de decir. En sus manos no tenía armónicos, no dejaba eco, no evocaba una imagen al otro lado de una colina lejana.<br />
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Se cree que a Hammett le faltaba corazón; sin embargo, para él la mejor novela era la crónica de la devoción de un hombre por un amigo. Era conciso, frugal, duro, pero una y otra vez hizo lo que solo los mejores pueden hacer de vez en cuando. Escribió escenas que parecía que nunca se habían escrito antes.<br />
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A pesar de todo esto, Hammett no acabó con la historia de detectives clásica. Nadie puede hacer eso. La producción exige una forma que se pueda copiar. Para el realismo se necesita demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada conciencia. Puede que Hammett la aflojara un poco por aquí y la afilara otro poco por allá. Desde luego, ahora todos los escritores, menos los más estúpidos y prostituidos, son más conscientes que antes de su artificialidad. Y Hammett demostró que el relato de detectives puede ser literatura importante. No sé si El halcón maltés es una obra de genio o no, pero un arte que es capaz de eso no es «por hipótesis» incapaz de nada. Si una historia de detectives puede ser así de buena, solo los pedantes se atreverán a negar que podría ser incluso mejor.<br />
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Y Hammett aún consiguió algo más: que escribir historias de detectives fuera divertido, no un agotador encadenamiento de pistas insignificantes. Sin él no habría podido existir un misterio regional tan inteligente como Inquest, de Percival Wilde; o un estudio irónico tan competente como Veredicto de doce, de Raymond Postgate; o una muestra salvaje de charla intelectual engañosa como The Dagger of the Mind, de Kenneth Fearing; o una idealización tragicómica del asesino como la de Mr. Bowling Buys a Newspaper, de Donald Henderson, ni siquiera un alegre jugueteo hollywoodiense como Lazarus nº 7, de Richard Sale.<br />
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Es fácil abusar del estilo realista: las prisas, la falta de cuidado, la incapacidad para salvar el abismo que existe entre lo que al escritor le gustaría poder decir y lo que en realidad sabe decir. Y es fácil falsificarlo: la brutalidad no es fuerza, la impertinencia no es ingenio, la acción que es toda tensión puede ser tan aburrida como el texto más soso. Los coqueteos con rubias promiscuas pueden resultar muy pesados cuando los describen jóvenes libidinosos que no tienen otro propósito en la cabeza que describir coqueteos con rubias promiscuas. Ha habido tal cantidad de esa clase de cosas que si un personaje de una novela policíaca dice «Yeah», el autor es automáticamente un imitador de Hammett.<br />
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Y todavía hay por ahí mucha gente que dice que Hammett no escribía verdaderas historias policíacas, sino simples crónicas de la vida dura en las malas calles, con un elemento accesorio de misterio añadido como la aceituna en un martini. Son las ancianitas confusas —de ambos sexos (o sin sexo) y de casi todas las edades— las que difunden esta idea. A ellas les gusta que sus asesinatos vengan perfumados con capullos de magnolia y no quieren que se les recuerde que el asesinato es un acto de infinita crueldad, aunque a veces los ejecutores tengan aspecto de playboys, o de profesores universitarios, o de agradables y maternales mujeres de cabello ligeramente canoso.<br />
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También hay algunos defensores del misterio formal o clásico muy asustados. Piensan que un relato no es un relato policial si no plantea un problema formal y exacto y ordena todas las pistas a su alrededor con rótulos bien visibles. Esta gente te dirá, por ejemplo, que al leer El halcón maltés a nadie le importa quién mató al socio de Spade, Archer (que es el único problema formal de la historia), porque al lector le están haciendo pensar constantemente en otra cosa. Sin embargo, en La llave de cristal se insiste en todo momento en la cuestión de quién mató a Taylor Henry, y se obtiene exactamente el mismo efecto: un efecto de movimiento, de intriga, de intenciones contrapuestas, y un esclarecimiento gradual de los personajes, que al fin y al cabo es de lo único que tiene derecho a tratar el relato policial. El resto son juegos de salón.<br />
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Pero todo esto (incluido Hammett) a mí no me basta. El realista, cuando se dispone a escribir de crímenes, lo hace en un mundo en el que los gángsteres pueden gobernar naciones y casi gobiernan ciudades, donde hoteles, edificios de apartamentos y restaurantes famosos son propiedad de hombres que hicieron fortuna con burdeles, donde una estrella de cine puede ser un gancho de la mafia y ese tipo simpático que vive en tu mismo piso, el jefe de una lotería clandestina; un mundo en el que un juez con una bodega llena de licor de contrabando puede mandar a un hombre a la cárcel por llevar una petaca de licor en el bolsillo, donde el alcalde de tu pueblo puede dar el visto bueno a un asesinato si con ello gana dinero, donde nadie puede caminar seguro por una calle oscura porque la ley y el orden son cosas de las que hablamos pero nos abstenemos de practicar; un mundo en el que puedes presenciar un atraco a plena luz del día y ver quién lo hizo, pero es mejor desaparecer rápidamente entre la multitud sin decírselo a nadie porque los atracadores pueden tener amigos con pistolones, o porque a la policía puede no gustarle tu testimonio, y en cualquier caso el picapleitos de la defensa podrá insultarte y difamarte en un juicio público, ante un jurado de cretinos selectos, y tan solo tendrás a un juez corrupto que interferirá de la manera más superficial.<br />
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No es un mundo que huela muy bien, pero es el mundo en el que vives, y algunos escritores con mente dura y una fría actitud de distanciamiento pueden sacar de él tramas muy interesantes y hasta divertidas. Aunque no es gracioso que maten a un hombre, sí lo es que lo maten por tan poca cosa, y que su muerte sea el precio de lo que llamamos civilización. Pero todo esto sigue sin ser suficiente.<br />
En todo lo que se puede llamar arte hay un elemento de redención. Puede ser pura tragedia si se trata de una tragedia clásica, o puede ser compasión e ironía, o hasta la risa ronca de un hombre fuerte. Pero por estas malas calles tiene que andar un hombre que no sea malo, que no esté corrompido ni tenga miedo. El detective en este tipo de historias debe ser un hombre así. Es el héroe; lo es todo.<br />
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Tiene que ser un hombre de una pieza y un hombre normal, aunque no un hombre corriente. Tiene que ser, por usar una frase bastante gastada, un hombre de honor: por instinto, porque no puede evitarlo, sin pensar en ello, y desde luego sin decirlo. Tiene que ser el mejor hombre de este mundo y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo. No me importa mucho su vida privada; no es ni un eunuco ni un sátiro; creo que podría seducir a una duquesa y estoy completamente seguro de que no mancillaría a una virgen; si es un hombre de honor en una cosa, lo será en todas.<br />
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Es un hombre relativamente pobre, porque si no, no sería detective. Es un hombre normal, porque si no, no podría mezclarse con la gente normal. Sabe juzgar el carácter, porque si no, no serviría para su oficio. No acepta dinero de nadie si no se lo gana honradamente, y no acepta insolencias de nadie sin la debida y desapasionada represalia. Es un hombre solitario, y está orgulloso de que le trates como a un hombre orgulloso o lamentarás mucho haberle conocido. Habla como hablan los hombres de su época, es decir, con ingenio rudo, con un sentido muy vivo de lo grotesco, con asco ante los farsantes y desprecio hacia los mezquinos.<br />
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El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad escondida, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre preparado para la aventura. Tiene una amplitud de conocimientos que te asombra, pero que son suyos porque pertenece al mundo en el que vive. Si hubiera muchos como él, viviríamos en un sitio mucho más seguro, pero sin llegar a ser tan aburrido que no valiera la pena vivir en él.<br />
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<b><i>Raymond Chandler</i></b></div>
Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-17475702189009709912017-04-16T10:41:00.003-03:002017-04-16T10:41:40.284-03:00CORRECCIÓN POLÍTICA E INFANTILIZACIÓN<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://3.bp.blogspot.com/-stNZL8Zvw18/WPN0CnR1amI/AAAAAAAAWx4/xX65bNnxV20q38xCCJ5WDSJxVuN_aVM2ACLcB/s1600/2016-08-04-452b77c7_large.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://3.bp.blogspot.com/-stNZL8Zvw18/WPN0CnR1amI/AAAAAAAAWx4/xX65bNnxV20q38xCCJ5WDSJxVuN_aVM2ACLcB/s640/2016-08-04-452b77c7_large.jpg" width="640" /></a></div>
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<b>¿Y si Clint Eastwood tuviera razón? Hacia una sociedad adolescente</b><br />
<b><i>Javier Benegas y Juan M. Blanco (Voz Pópuli)</i></b><br />
El irresistible avance de la corrección política es una señal muy potente que nos advierte de la infantilización de la sociedad occidental, reflejada con pavorosa nitidez en su universidad, de donde precisamente proviene.<br />
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En la genial novela de de Philip Roth, La mancha humana, la vida del decano universitario Coleman Silk se desmorona tras interesarse por dos estudiantes que han faltado a todas sus clases, “¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia sólida o se han desvanecido como negro humo?” pregunta en el aula. Desgraciadamente para Coleman, uno de los aludidos resulta ser afroamericano y, cuando llega a sus oídos la pregunta, la interpreta como un ataque racista. Aunque no había ánimo ofensivo en sus palabras, puesto que jamás había visto al estudiante, Silk es acusado de racista, cesado como decano y despedido. Sin otra universidad dispuesta a contratarlo, su economía familiar se deteriora rápidamente. Padece el rechazo de la comunidad, el repudio de amigos y conocidos y, en el colmo de la desdicha, su esposa sufre una apoplejía a causa del estrés y fallece.<br />
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Aunque el decano Silk sea un personaje de ficción, Philip Roth refleja las vivencias de infinidad de profesores norteamericanos censurados o expulsados de las universidades porque sus discursos, o siquiera sus apreciaciones, turbaban a un alumnado cada vez más sobreprotegido e infantilizado. Porque no se ajustaban a lo políticamente correcto.<br />
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<b>¿Universidades o jardines de infancia?</b><br />
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Hace poco más de dos años, según realtó Judith Shulevitz, estudiantes de la Universidad de Brown organizaron un debate abierto sobre agresiones sexuales. Inmediatamente, otro grupo de alumnos, temeroso de que los intervinientes pudieran exponer ciertas ideas “negativas”, protestó ante la dirección argumentando que la universidad debía ser un “espacio seguro” donde nada avivara los traumas de las víctimas. Las autoridades académicas no cancelaron el acto, pero pusieron a disposición de los asistentes su propio "espacio seguro": una sala contigua donde cualquiera pudiera acudir para recuperarse de algún punto de vista turbador, y, si se sentía con fuerzas, regresar al debate. La estancia estaba equipada con cuadernos para colorear, juegos de plastilina, cojines, música relajante, mantas, galletas, chuches, incluso un video en el que aparecían perritos jugando. También contaba con personal cualificado para atender posibles traumas. Cuando el evento finalizó, dos docenas de personas habían pasado por esta sala, una de las cuales explicó: "me sentía bombardeada por unos puntos de vista que van en contra de mis creencias más íntimas".<br />
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En otra ocasión, un profesor del Columbia College recomendó la visita a una interesante exposición de arte samurai japonés. Inmediatamente, uno de sus estudiantes protestó airadamente, tachando su sugerencia de políticamente incorrecta porque podía herir la sensibilidad de los alumnos chinos. Obviamente, la objeción era absurda; la invasión de China por el ejército imperial japonés había finalizado setenta años atrás. Sin embargo, para el estudiante el tiempo transcurrido era irrelevante. Siguiendo su lógica, el arte alemán ofendería en Francia, el francés en España por la invasión napoleónica, o el español en Flandes. <br />
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Otro caso llamativo es el del ex presidente de la Universidad de Harvard, el economista Larry Summers, que tuvo la desgraciada ocurrencia de defender teorías donde mostraba que el coeficiente de inteligencia de los hombres presenta una dispersión, una varianza mayor que el de las mujeres, planteando como hipótesis que este hecho podía influir en la asignación de puestos de trabajo en las escalas más altas y más bajas. Automáticamente fue acusado de machista y, tras una durísima campaña en su contra, Summers se vio obligado a dimitir en 2006.<br />
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<b>Del oscurantismo a la ignorancia</b><br />
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El calvario de todos estos profesores ilustra la plaga de la corrección política, una moda que invade los campus universitarios del mundo desarrollado, constituyendo una asfixiante censura que, en no pocas ocasiones, provoca dramas absurdos perfectamente evitables. Lo peor, con todo, es que condena a la sociedad al oscurantismo, a la ignorancia. Al fin y al cabo, Summers sólo podría haberse ahorrado el calvario falseando las teorías, adaptándolas a la “realidad” de lo políticamente correcto o, sencillamente, renunciando a su exposición. Por su parte, el profesor de Columbia debería pensárselo dos veces antes de recomendar exposiciones de arte a sus alumnos puesto que todas, de alguna manera, herirán la sensibilidad de alguien. En cuanto a los estudiantes de la Universidad de Brown, para evitar sobresaltos tendrían que renunciar a organizar debates abiertos.<br />
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El irresistible avance de la corrección política es una señal muy potente que nos advierte de la infantilización de la sociedad occidental, reflejada con pavorosa nitidez en su universidad, de donde precisamente proviene. Tanto despropósito llevó a Richard Dawkins, profesor de biología evolutiva de la Universidad de Cardiff a advertir a sus estudiantes, con indisimulada indignación: "La universidad no puede ser un 'espacio seguro'. El que lo busque, que se vaya a casa, abrace a su osito de peluche y se ponga el chupete hasta que se encuentre listo para volver. Los estudiantes que se ofenden por escuchar opiniones contraria a las suyas, quizá no estén preparados para venir a la universidad".<br />
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La corrección política es producto de ese pensamiento infantil que cree que el monstruo desaparecerá con solo cerrar los ojos. Pero la maduración personal consiste justo en lo contrario, en descubrir que el mundo no es siempre bello ni bueno, en la toma de conciencia de que el mal existe, en llegar a aceptar y encajar la contrariedad, el sufrimiento. Y, por supuesto, en aprender a rebatir los criterios opuestos. En su esfuerzo por hacer sentir a todos los estudiantes cómodos y seguros, a salvo de cualquier potencial shock, las universidades están sacrificando la credibilidad y el rigor del discurso intelectual, remplazando la lógica por la emoción y la razón por la ignorancia. En definitiva, están impidiendo que sus alumnos maduren.<br />
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<b>La trampa del “espacio seguro”</b><br />
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Cuando se designa unos espacios universitarios como seguros, implícitamente se está marcando otros como inseguros y, por lo tanto, tarde o temprano habrá que “asegurarlos”, hasta que cualquier opinión desconcertante quede prohibida en todo el campus. Y, si esto es válido para la universidad, ¿por qué no trasladarlo a la sociedad en su conjunto? Así, la represión se extiende como mancha de aceite, prohibiendo palabras, términos, actitudes, estableciendo una siniestra policía del pensamiento.<br />
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Desde el punto de vista conceptual, la corrección política es incongruente, cae por su propio peso. Dado que no todo el mundo opina igual ni posee la misma sensibilidad, no es posible separar con rigor lo que es ofensivo de lo que no lo es, establecer una frontera objetiva entre lo políticamente correcto y lo incorrecto. Hay personas que no se ofenden nunca; otras, sin embargo, tienen la sensibilidad a flor de piel. La ofensa no está en el emisor sino en el receptor, Así, en la práctica, es la autoridad quien acaba dictaminando lo que es políticamente correcto y lo que no. Y lo hace, naturalmente, a favor del establishment y de los grupos de presión mejor organizados.<br />
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La corrección política es una forma de censura, un intento de suprimir cualquier oposición al sistema. Y es además ineficaz para afrontar las cuestiones que pretende resolver: la injusticia, la discriminación, la maldad. No es más que un recurso típico de mentes superficiales que, ante la dificultad de abordar los problemas, la fatiga que implica transformar el mundo, optan por cambiar simplemente las palabras, por sustituir el cambio real por el lingüístico. <br />
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Lo expresó de forma certera el defensor de los derechos civiles W. E. B. Du Bois en 1928. Tras ser recriminado por un joven exaltado por usar la palabra "negro", Du Bois respondió: "Es un error juvenil confundir los nombres con las cosas. Las palabras son sólo signos convencionales para identificar objetos o hechos: son estos últimos los que cuentan. Hay personas que nos desprecian por ser negros; pero no van a despreciarnos menos por hacernos llamar 'hombres de color' o 'afroamericanos'. No es el nombre... es el hecho". En efecto, ni la discriminación, ni el racismo, ni cualquier otro problema, se resuelven por cambiar los nombres. Como mucho, se logra tranquilizar la mala conciencia de algunos. <br />
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<b>Y el resultado es... Donald Trump</b><br />
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Hay mucha gente en el mundo, demasiada en España, que, al parecer, carece de la madurez emocional o de la capacidad intelectual para escuchar una opinión política que se aparte de sus convicciones sin considerarla un insulto personal. Al poner los sentimientos por encima de los hechos, de las razones, cualquier opinión válida puede ser desactivada tachándola de racista, sexista, discriminatoria. Puede que a estas personas la corrección política les haga sentirse más cómodos, pero a costa de instaurar la cultura del miedo en los demás. Clint Eastwood declaró: "Secretamente, todo el mundo se está hartando de la corrección política, del peloteo. Estamos en una generación de blandengues; todos se la cogen con papel de fumar". Aun así no era plenamente consciente del peligro que se avecinaba: tarde o temprano el virulento efecto péndulo invierte las magnitudes, la gente acaba hastiada de tanta censura, y como reacción... vota a Donald Trump.<br />
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Renunciar al libre discurso, al libre pensamiento, para evitar herir la sensibilidad de algunos es peor que estúpido: es peligroso porque pone en cuestión los principios de la democracia. Debemos ser respetuosos con todo el mundo, por supuesto. Pero también expresar con libertad nuestras ideas y argumentos. Si alguien se molesta, se rasga las vestiduras, es muy probable que esté mostrando su talante inmaduro, su carácter infantil e intolerante. Lo advirtió George Orwell en su novela 1984: "La libertad es el derecho de decir a la gente aquello que no quiere oír".<br />
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<b>URL original: http://www.vozpopuli.com/opinion/Clint-Eastwood-razon-sociedad-adolescente-correcion-politica_0_973103229.html</b>Andrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-4461460803324473194.post-40034693915310098842017-04-08T10:52:00.000-03:002017-04-08T10:52:08.703-03:00DAVID HARVEY: LA INGENIERÍA DEL AUTORITARISMO <div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://2.bp.blogspot.com/-HRYEtHiBC7w/WOjp8IPwPzI/AAAAAAAAWCA/N96P-I3oQ3Um7Czki5uvi6wRMh3IO1TLwCLcB/s1600/HkVbsUAXe_930x525.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="360" src="https://2.bp.blogspot.com/-HRYEtHiBC7w/WOjp8IPwPzI/AAAAAAAAWCA/N96P-I3oQ3Um7Czki5uvi6wRMh3IO1TLwCLcB/s640/HkVbsUAXe_930x525.jpg" width="640" /></a></div>
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<b><i>David Harvey analiza el voto a Trump y explica la ingeniería del autoritarismo.</i></b></div>
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<b>Entrevista de Paula Lugones (Revista Ñ)</b><br />
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El triunfo del Brexit en Gran Bretaña, el avance de las ultraderechas xenófobas en varios países de Europa y el triunfo de Trump, con sus ideas antiglobalizadoras y de fronteras cerradas en Estados Unidos, entre otros fenómenos, plantean profundos interrogantes en el mundo académico. David Harvey, profesor de la City University of New York (CUNY), sostuvo en el libro Una breve historia del neoliberalismo (2005) que el programa económico neoliberal era “inestable” y que el Estado tendría que “volverse más autoritario” para poder manejar las crisis que el modelo enfrentaría. Lo que ahora estamos viendo, explica, es “un movimiento hacia estructuras más autoritarias y un poder político sin la noción clásica del Estado-Nación”. Algo que ocurre porque “las desigualdades del neoliberalismo alcanzaron a mucha gente” y entonces se intenta ahora “ejercer control”.<br />
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Para Harvey, en Estados Unidos “el estado autoritario se expresa tratando de crear pánico, creando la figura de un enemigo amenazante. Así se creó el Islam como un enemigo y luego con la globalización se apeló a la inmigración”.<br />
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<b>–¿El liberalismo está en crisis, ha muerto?</b><br />
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–Quiero señalar primero las diferencias entre liberalismo y neoliberalismo. El proyecto neoliberal sentó sus bases en 1970, con una versión particular del liberalismo para consolidar el poder de la clase dominante. Este proyecto se consolidó en el mundo bajo la promesa de que el libre mercado iba a beneficiar a todos. Pero lo que finalmente sucedió es que el proyecto neoliberal sólo benefició al uno por ciento y todo el resto fue dejado atrás. Así empezó a crecer la desilusión con el neoliberalismo. Lo que sienten es que el mercado de capitales ya no funciona para sus vidas y esto logró la alienación de muchas poblaciones en el sentido político. Yo creo que la gente está votando de manera muy loca porque está enojada. Lo manifiestan con un gran enojo.<br />
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<b>–¿La gente cree que el sistema neoliberal ha fallado?</b><br />
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–Para ellos ha fallado, sienten que les han fallado.<br />
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<b>–¿Cómo contribuyó la crisis del 2008 a este sentimiento de frustración?</b><br />
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–La ruta para llegar a esa situación fue la dificultad de encontrar lugares productivos para invertir capital. Así fue como desde 1990 se invirtió en el mercado de la propiedad y se comenzó a crear la burbuja inmobiliaria que inevitablemente explotó. Y no sólo pasó en EE.UU. sino también en Holanda y España, que sufrieron una crisis del mercado de la propiedad y el sistema financiero estuvo detrás. Pero acá existió un momento crucial en el cual el gobierno tenía dos posibilidades: apoyar y solventar a las personas que habían perdido sus propiedades o solventar a los bancos. Y eligieron los bancos. La gente perdió sus casas mientras al mismo tiempo veían cómo se ayudaba a los bancos y así fue cómo se generó un gran nivel de resentimiento. Hubo mucha furia. Y ocurre que el Partido Demócrata no es muy bueno articulando los deseos y necesidades de la mayoría de la población. Las personas quedaron alienadas en el medio de este proceso, porque ellos no supieron cubrirles sus necesidades y deseos.<br />
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<b>–¿Por qué cree que el Partido Demócrata, que no es precisamente el más neoliberal en EE.UU., falló en no escuchar a estas personas que estaban frustradas, sobre todo en el “Estados Unidos profundo”?</b><br />
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–La base del Partido Demócrata originalmente fue el sindicato abierto, pero desde los 70 comenzó a perderla. El gran cambio fue en 1990. Cuando Bill Clinton asumió el poder, prometía asistencia sanitaria universal y todo tipo de reformas. Pero lo que en realidad nos dio fue el NAFTA, la reforma de salud se volvió más costosa y afectó especialmente a los grupos de bajos ingresos. También flexibilizó y desreguló las instituciones financieras. Clinton implementó en su administración una agenda neoliberal y abandonó a aquellos sindicatos que eran la base de su partido para trabajar con lo que se llaman las clases medias urbanas, que eran radicales en algunos temas sociales pero no en lo económico. Entonces, el Partido Demócrata viró hacia la centroderecha y abandonó las clases trabajadoras que antes eran la base de su partido. Lo que vemos ahora es que la clase trabajadora se ha rebelado nuevamente contra la versión Clinton del Partido Demócrata. El ascenso de Bernie Sanders sorprendió a todo el mundo rescatando las bases socialdemócratas y la gente que votó a Bernie Sanders finalmente no votó por Hillary Clinton.<br />
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<b>–¿Parte de lo que vemos hoy es una especie de movimiento antiélite?</b><br />
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–Es una combinación de varias cosas. Vimos recientemente en EE.UU. una fuerte tendencia anti Wall Street. Una de las estrategias de Trump fue acusar a Hillary Clinton de estar muy cerca de Wall Street. Pero si uno mira a la administración Trump, todo su equipo económico es de Wall Street. El secretario del Tesoro y muchas personas de este gobierno están dejando al gobierno en manos de Goldman Sachs como en 1990.<br />
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<b>–Trump ha dicho que la gran culpable de lo que está ocurriendo es la globalización. ¿Usted concuerda con esto?</b><br />
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–Una de las principales causas por la pérdida de trabajos para la clase media y trabajadora es el cambio tecnológico. Entonces gran parte de la clase política en vez de plantear este problema le atribuye la causa a los inmigrantes, una larga tradición en la política estadounidense. El miedo al extranjero se convierte en un modelo de pánico, sustentado en el miedo al inmigrante, al extranjero.<br />
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<b>–¿Trump apeló al miedo para ganar?</b><br />
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–Sí, por supuesto. En 2005 llegué a la conclusión de que el programa económico neoliberal era inestable y en algún sentido el Estado tendría que volverse más autoritario para finalmente poder manejar esta crisis. Lo que vemos es un movimiento hacia estructuras más autoritarias y un poder político sin el Estado Nación. Esto es en parte porque las desigualdades neoliberales alcanzaron a muchas personas y entonces hay que ejercer control. Para ejercer este control se necesita de un poder ideológico que lo legitime. Esto es funcional al control de tiempos difíciles como fue la crisis del 2007 y el 2008, en el cual finalmente el poder neoliberal quedó intacto. Y ahora se necesita todavía más autoritarismo en el Estado.<br />
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<b>–¿Cómo se expresaría el estado autoritario en este país?</b><br />
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–Aquí se trata de generar pánico con la figura de un enemigo amenazante. Así se creó el Islam como tal y luego con la globalización se apuntó contra el inmigrante. Hay una especie de fascinación con la idea del enemigo al que se debe resistir a cualquier precio. Es una forma de hacer política en EE.UU. que tiene 150 años de historia. Es la forma con la que EE.UU. genera pánico y la clase política la usa como amenaza. El Islam o el inmigrante son percibidos como aquellos que pueden destruir los valores estadounidenses. Esto forma parte del discurso político y es así como Trump llegó al poder: “Hagamos Estados Unidos grande otra vez”. Es decir, dejemos a los extranjeros afuera.<br />
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<b>–Cuando Trump utiliza ese eslogan apela al pasado. ¿A qué momento quiere volver?</b><br />
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–El nunca ha especificado eso. Lo que dice es que hay que reconstruir EE.UU. en torno de la identidad nacional, que va a estar en contra del libre comercio y de quienes para él se opongan a los valores estadounidenses. El apela a esta retórica del pánico contra quienes se vistan o se vean como árabes o musulmanes o cualquier otro que quiera destruir el país.<br />
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<b>–¿Es como apelar a la vuelta del “EE.UU. blanco”, sin negros ni inmigrantes, con las mujeres en sus casas?</b><br />
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–Sí, es como una idea sacada de las telenovelas que eran populares en los sesenta. Con la casa en los suburbios y todo lo que implicaba ese modo de vida, la cerca, el auto en el garage y todas personas blancas protagonizando la historia.<br />
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<b>–¿Cree que es posible ser un país proteccionista en un mundo tan globalizado o es una idea un poco ingenua?</b><br />
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–Creo que el capitalismo está padeciendo una dificultad a nivel global. El capitalismo es un sistema que requiere expansión y crecimiento. Y por eso se necesita cada vez más y mayores inversiones y estructuras corporativas. Y yo no estoy tan seguro de que esto pueda continuar así. Por ejemplo, China en dos años, entre 2011 y 2013, consumió un 50% más de cemento de lo que consumió EE.UU. en 100 años. Y esto fue un proyecto de crecimiento que está conectado con la urbanización de China que encabezó un papel central reviviendo el capitalismo global. Si recordamos la crisis del 2007-2008, China incrementó el flujo de materiales y muchas industrias se recuperaron con el “boom” chino. Muchos se preguntan por el daño al medio ambiente que provoca tanto cemento; muchas ciudades en el norte de China tuvieron que parar sus actividades por dos semanas porque provocaron un alerta roja por la contaminación. Hoy existen problemas que no eran tales hace 100 años. Ahora el tema es que el beneficio se obtiene a través de los juegos de las finanzas. Si hacés una oferta pública inicial en Wall Street –a un precio menor que el resto–, y todos invierten, podés ser dueño de una compañía sin hacer nada; un grupo de personas puede hacerse inmensamente rico sin hacer nada. Las grandes riquezas se crean a partir de la manipulación financiera, el que apuesta a la producción no gana, entonces no hay oportunidades de trabajo. Si uno mira los índices de desigualdad, verá una clase media olvidada que es la que votó por Trump. Vieron cómo se construyeron fortunas en Wall Street y ellos no recibieron absolutamente nada. Fueron dejados de lado.<br />
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<b>–¿El neoliberalismo económico fracasó en resolver el impacto de la automatización en el mercado laboral?</b><br />
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–No. Creo que el proyecto neoliberal precisamente propone el reemplazo de la fuerza del trabajo por el cambio tecnológico. En el área de la manufactura tenemos enormes problemas de industrialización. En Baltimore, en 1969, había 35.000 personas empleadas en la industria del acero y para 1990 sólo quedaban 5.000 produciendo acero bajo el sistema de automatización. Así fue como el trabajo perdió poder bajo el cambio tecnológico. La manufactura colapsó. Lo que pasa es que con la inteligencia artificial y las computadoras no sólo lo vamos a ver en los sectores que decíamos sino también en el sector servicios al igual que pasó en la industria de la manufactura. En EE.UU. ya no hay cajeros en los supermercados para cobrarte, debe hacerlo uno mismo. Tampoco hay empleados para que te hagan el check in en el aeropuerto; lo hacés en una máquina. Entonces todos estos trabajos serán inteligentes. Lo que viene es una mayor pérdida de trabajos en el sector servicios. Esto va a crear un enorme problema político y económico, porque ¿qué pasará con los mercados si la gente no tiene trabajo? Por eso los expertos de Silicon Valley promueven el salario básico universal: saben que la automatización lo que finalmente va a provocar es la suba de la desocupación y esta misma desocupación es la que va a destruir el mercado. De alguna forma tienen que revivir el mercado.<br />
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https://www.clarin.com/revista-n/ideas/trump-apela-razon-antiliberal_0_Hys6oXnne.htmlAndrés Capelánhttp://www.blogger.com/profile/16454259971522310308noreply@blogger.com